Pero claro, si cojo un taxi, eso se va al garete. Me parece de mala educación ir con auriculares (aunque a veces no estaría mal llevar unos para no tener que escuchar las historietas que algunos taxistas cuentan). La verdad es que creo que me estoy volviendo algo insociable. Que no es que prefiera a la gente que no da ni los buenos días, es sólo que no me gustan las conversaciones de ascensor con desconocidos. Me incomodan. Siento que cuando sonrío se me pegan los dientes al labio superior y la voz de cara al público me sale forzada.
Por suerte para mi, no hubo más conversación que la estrictamente necesaria. Debió intuir mi carácter retraído de nueve de la mañana y poca cafeína en sangre.
Los taxistas creo que se acaban convirtiendo en auténticos psicólogos al volante. Creo que de tratar tanto, al final saben cómo tratar (aunque un pequeño porcentaje siga sin empatizar en exceso). ¿Alguna vez os habéis parado a pensarlo? Ellos/as, escuchan a diario conversaciones telefónicas a las que no están invitados. Ven a gente nerviosa de camino al trabajo, a una entrevista, a un hospital. Escuchan a amigas contándose confidencias. Ven a novios magrearse. Recogen a borrachos/as (y escuchan sus épicas conversaciones sin pies ni cabeza). Son testigos indirectos de rupturas. Se convierten sin quererlo en sobres que guardan secretos de confesión, en baúles cargados de emociones.
A veces pienso en la de historias que habrán visto por el retrovisor.
La verdad es que todo esto se puede trasladar a cualquier otra profesión de cara al público. Cuando estás tras un mostrador o en el asiento de conductor, te vuelves tan necesaria/o como invisible. Sin ir más lejos, el otro día, mientras atendía a dos chicas que iban a pagar, una le dijo a la otra: “te cuento algo, pero es un secreto, nadie más lo puede saber…”. Me reí por dentro. No sé, supongo que me pareció gracioso estar delante y enterarme (sin enterarme) del secreto. Invisible, lo que yo os diga.
A lo que iba. Hacía sol, eso era bueno.
Ya faltaba poco para llegar, así que rebusqué en la cartera el billete de cinco euros que sabía que llevaba. Vi que ponía algo. Mirad que toco billetes al día, pero todavía no había visto ninguno así. Ponía “Vuelve…” con rotulador. Me quedé mirándolo una media de treinta segundos. Decidí pagar con tarjeta y guardar el billete, sentí que debía hacerlo, aunque sólo fuera durante unas pocas horas más.
Salí del taxi corriendo, pensando en el sentido de dejar mensajes en los billetes. Me acordé sin quererlo de esos que apuntan sus números junto con mensajes sugerentes (sugerentes para algún depravado, a mi más bien me sugieren que vomite) en las puertas de los baños de discotecas y bares. Aunque bueno, ese tema era el absoluto antagonista de lo que tenía ahora entre manos. ¿Quién lo habría escrito? ¿Y a qué se refería? O mejor dicho, ¿a quién?
Seguramente, sería una tontería escrita sin sentido. Pensé en la noche anterior, y por un momento creí que el camarero que me había dado ese billete de cambio, lo habría escrito. Era un guaperas, con lo que no habría estado mal. Pero no. Estaba segura de que ese “mensaje” llevaba ahí escrito desde hacía más tiempo. Y me acordé de esta película.
Well, if we’re meant to meet again, we’ll meet again. it’s just not the right time – Maybe we’re supposed to meet on British time and we’re five hours too early. [Serendipity]
Vuelve. La hipotética absurdez del escrito en el billete, me recordó mi propia absurdez romántica. ¿Cómo podía estar dándole vueltas a semejante tontería? Igual era por la falta de cafeína. Otra vez. ¿Pero y si era un ser desesperado por la vuelta de otro ser? Ahora entiendo porqué me gusta escribir: me encanta inventar historias.
Pero es que hay una verdad que nadie me puede negar, y es que todos queremos que alguien vuelva. O algo. Aunque la vida siga y los tiempos cambien. Aunque los papeles se intercambien, los extras sean otros y los decorados diferentes. Aunque tu protagonista no sea el mismo. Aunque tengas cincuenta años más de felicidad y de arrugas, siempre querrás que algo (o alguien) vuelva. Tal vez, hasta tengas la valentía de reconocer, que quien más deseas que vuelva a tu vida seas tú mismo.
Que igual te has cansado de tus defectos actuales y echas de menos tus defectos pasados. Que igual te has cansado de la estabilidad y quieres que vuelva un poco la inestabilidad. Que igual tienes nuevos sueños, pero tal vez, quieras que vuelvan los antiguos, para volver a cumplirlos.
Que igual quieres que vuelvan algunas noches, algunas amigas, algunos amores.
Todos queremos que algo vuelva, aunque sea durante un rato al día, o cada dos semanas. Todos hemos tenido ganas de gritar un “vuelve” que se oiga a kilómetros, o de escribir en billetes que recorran todo el país hasta dar con su destinatario.
Pero es importante recordar que no sirve de nada gritar, ni estropear billetes con mensajes incompletos, ni querer que lo que se ha ido, ya sea persona, momento o cosa vuelva. Lo mejor es admitir el cambio, la falta, la ausencia. Madurar con nuestras nuevas taras, con nuestros nuevos sueños y nuestros nuevos protagonistas. Lo mejor es seguir teniendo conversaciones de ascensor, seguir poniendo un pie delante de otro, seguir andando, o corriendo, o cogiendo taxis si no llegas ni volando.
Y escuchar canciones, aunque sean sólo tres, antes de entrar a trabajar.
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