Siempre nerviosa. Será por tanta cafeína. Tic en el ojo. Estudiar rápido. Trabajar rápido. Asimilar muy rápido. Madurar muy rápido. Velocidad a mil por hora. “¿Pero que aún no estás lista? ¡Si es que siempre hay que esperarte!” Eso me dice mi madre a veces cuando le saco de sus casillas. ¿No os pasa que a veces, por más tiempo que tengáis, siempre llegáis tarde? Yo por más que corra, siempre llego tarde a muchas cosas: a citas, a matrículas, a plazos y a corazones (entre otras cosas).
Como siempre voy corriendo por el trauma de la tardanza, suelo dejar tras de mí un sendero de papeles de periódico para no olvidar el camino de vuelta a casa. Lo hago desde que un día se me nubló la memoria y no sabía bien para dónde tirar. Lo hago desde que el tiempo me recuerda que aún soy joven para morir de estrés.
Lo hago desde que el plazo para entrar en mi corazón expiró.
¿Realmente hay plazos de entrada y salida en términos sentimentales? No estoy tan segura como para hablar de ello de una forma generalizada. A fin de cuentas…quién soy yo para generalizar si lo único que hago es personalizar.
Veréis…hace algún tiempo le conocí, justo cuando me faltaban cinco minutos para perder las ganas de compartir cafés. Fue un viernes de enero, a eso de las nueve de la noche. Llegó el último día de plazo. Le miré mal, con recelo, pensando que “a buenas horas le daba por entrar, que ya estaba recogiendo”. Se encogió de hombros y no me quedó más remedio que sonreír con la mirada y decirle que tomara asiento.
Pasamos un par de horas allí, como dos jubilados un domingo por la tarde. Él sonreía con cada anécdota que yo contaba, como si fuera un monologuista afamado o una niña contando un cuento. Le hacía gracia que hablara tan rápido, moviendo las pestañas y las manos al mismo tiempo. Si hubiera sabido que era por nervios, tal vez no le habría resultado tan interesante. Desde luego que no. Sabía que me miraba, pero no me veía. Sabía que los fuegos que ahora intuía, no serían más que cenizas a la mañana siguiente.
Así que me tocó advertirle…
Le avisé de mi muralla de papel. Le dije que sólo con un soplido podría tumbarla.
Pero él, muy poco partidario de leer entre líneas, no hizo mucho caso. Me contestó que si era papel lo que me envolvía, que haría como con los regalos: destaparme y colocarme en el mismo lugar prioritario que ocupa todo lo nuevo.
¿Y qué pasará cuando lleguen las Navidades y tenga una corbata nueva? ¿Estaré junto a ella mirando de cara al armario?
No sé. Supongo que nunca llegué a verlo claro. Como él tampoco veía claro que, no era por envolver, sino por proteger. Que una muralla es una muralla y un regalo, pues es un regalo.
Porque regalar, lo que era regalar…no estaba dispuesta a regalar ya nada. Había regalado todo mi entramado, todas mis primeras versiones y todos mis subtítulos. Había regalado mi mejor día malo y mi peor día bueno, mi entrecomillado, mis canciones y mis miedos. Había regalado tres cuartas partes de mi corazón. Una cuarta parte seguía siendo mía, solo mía. Y como propiedad privada que era, me negaba a repartirla.
Había despilfarrado tanto amor que ahora necesitaba hipotecar la casa para recuperar sentimientos. Había roto las huchas y quemado el crédito de las tarjetas. No me quedaba nada por regalar que no hubiera regalado ya.
¿Era injusta? Sí, tal vez lo era. Pero no podía dar nada si no me devolvían lo que era mío. Así que decidí escribir a quien se lo había llevado todo, salvo mi cuarta parte de alma. Le quería reclamar mi parte original para poder volver a regalar, le quería insultar con mil letras hirientes, como un cobrador del frac cabreado. La impaciencia me podía, quería abrir de nuevo el plazo de entrada a mi corazón y decirle que se marchara para siempre del cuadrado que había alquilado en mi memoria.
Así que cogí papel y lápiz, por si había que borrar palabras. Con él fue lo más útil que aprendí, que siempre es mejor usar lápiz que permanente.
Cualquier lugar del mundo, 6 de Noviembre de cualquier año.
Por aquí de nuevo. ¿Ves? Siempre volvemos a leernos. Y eso que pensaste que nunca más te escribiría. Bueno, esta carta no es como las demás, la verdad. Te quería comentar que necesito recuperar lo que te regalé. Que sí, que ya sé que los regalos no se reclaman y que estoy quedando fatal.
¿Sabes? Algunas veces me pregunto si te pude dar menos o si tú me pudiste dar más y siempre llego al no como respuesta. Jamás te podría haber dado menos y tú…jamás me podrías haber dado más.
Fdo. La chica de los jueves.
Envié la carta. No sabía si estaba incompleta ni si tenía sentido pedir de vuelta un regalo. Pero en ese instante sentí que la muralla de papel se desenvolvía un poco más. Cada vez me sentía más ligera, pero más pesada a la altura del pecho. Conforme las hojas caían mi corazón se reciclaba para envolver nuevos regalos. Mi muralla iba cayendo poco a poco hasta que finalmente se estrelló contra el suelo. Me agaché a cogerla pero no pude, fue imposible.
Era un día de viento y bueno…ya sabéis, cuando el viento sopla es muy difícil coger un papel del suelo.
Cuando el viento sopla, lo más inteligente es cerrar los ojos.
Y dejarle hacer.
La chica de los jueves.
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