Desde que dejaron atrás la mina, que eufemismo, en realidad habían salido huyendo como ratas, no se había atrevido a detenerse. Había abandonado a parte de su Unidad. En otros tiempos sacudió la cabeza, polvo y tierra cayeron sobre sus hombros llegando hasta sus piernas. Observó entonces los pantalones. Llevaba costras de sangre y otros restos humanos adheridos. Inhaló con discreción; el interior del Hummvy apestaba. Retomó el hilo de sus pensamientos para intentar olvidar la realidad que estaba viviendo.
Caronte siempre había querido ser soldado. Desde que podía recordar se veía empuñando palos a modo de pistolas. En cuanto tuvo edad para alistarse al Ejército sudafricano lo hizo. Allí aprendió pronto que ser mujer en profesiones destinadas a los hombres era algo complicado. Por otra parte, a ella no le iba el trabajo que pretendían asignarle. Una oficina, papeleo. Eso lo podía tener en cualquier empresa y además mejor pagado. Esa era la otra debilidad de Caronte, el dinero. No tardó en entender que en el Ejército no iba a colmar ninguna de sus aspiraciones. Entonces encontró a ese tipo. Sonrió levemente al recordar el encuentro. Más tarde comprendería que no había sido fruto de la casualidad. En la Organización nada lo era. No supo ver que solo pretendían captarla, reclutarla, usarla. Cuando concluyó la misión para la que la necesitaban le hicieron una oferta irrechazable: anonimato, acción, medios ilimitados, el mundo por campo de batalla y dinero. Tan solo le exigieron una cosa: lealtad total para siempre. Recordó la pregunta que formuló cuando se la comunicaron:
“en algún momento tendré que jubilarme no”.
Volvió erizársele el vello al revivir la respuesta:
“nuestras agentes no llegan a la edad de jubilación”.
De ese encuentro hacía siete años. Ella acababa de cumplir los veinte. La transformaron en una máquina de matar sin ningún escrúpulo. No incumplieron ninguna de sus promesas. Naturalmente no volvió a ver los ojos gris azulado de ese hombre; bueno, eso puede que no fuese del todo cierto. Recordó aquella hacienda en Sudamérica, el abrevadero repleto de sangre humana y los dos cuerpos cubiertos de ella. Solo fue un instante, él no podía reconocerla. Tiempo después le había dado muchas vueltas; aunque sus ojos eran los mismos, no revelaban las mismas cosas.
—¿Cuándo coño vamos a parar?
La pregunta de una de sus subordinadas actuó como un puñetazo en pleno rostro. Se volvió. La niña la observaba directamente a los ojos, su mirada infantil y pura la turbó.
—He dicho que
—Ya te he oído —la forma en que se expresó, casi en un susurro hizo que la mercenaria bajase la mirada. Conocía perfectamente ese tono.
Caronte se volvió hacia adelante sintiendo los ojos de la pequeña clavados en su nuca. Fijó su atención en la pantalla del GPS. Estaban llegando a Atar. Casi había anochecido. Llevaban unas seis horas de viaje. Desplegó su mapa.
—Dirígete al Este, al aeropuerto, pero no entres, acamparemos cerca y mañana, al alba, repostaremos.
Comunicó por radio las nuevas órdenes y borró definitivamente de su cabeza los últimos recuerdos.
El trayecto había transcurrido sin incidentes. Bastante habían tenido con la pérdida de las cisternas y el Hummvy de Pat. Repasó mentalmente el personal y los medios de que disponía. Tres Hummvys. Había perdido dos desde la partida. Contaba con veintitrés personas, el doctor y la cría.
Organizó la defensa del perímetro cada vez más reducido y se alejó hacia su vehículo. No quería tener que enfrentarse con nadie. Rut seguro que la buscaría y no estaba muy segura de ser capaz de contenerse.
No tenía hambre, cogió un paquete de galletitas del interior de su ración y se encaramó en el techo del Hummvy. Al masticar la primera sintió los granos de arena mezclarse en el interior de su boca con el dulce de la galleta. Escupió y lanzó el resto del paquete todo lo lejos que fue capaz. Sacó un cigarrillo y lo encendió. Dio una larga calada deleitándose mientras sentía la nicotina avanzar por sus pulmones, invadir su cerebro, embriagar sus sentidos.
—¿Puedo subir yo también?
La pregunta sorprendió a Caronte. Al costado del vehículo los ojos curiosos de la niña la observaban. No vio al doctor a su lado.
—¿Dónde está el
—¿Sami? —La niña era inteligente, sí —se ha ido con esa mujer alta y fea.
Caronte sonrió comprendiendo.
—Rut.
—Sí. Todas las noches se lo lleva un rato. Él dice que no le hace daño pero siempre vuelve con los ojos tristes.
Tendría que hablar más tarde con la maldita Rut.
—¿Puedo subir? —La niña insistía con el cuello completamente inclinado hacia atrás para mantener lo más alzada posible la cabeza.
Caronte asintió.
La pequeña mostró de nuevo su agilidad y capacidad de observación para trepar al techo del Hummvy sin necesidad de ayuda. Colocó el pie en el eje de la rueda delantera, el otro a la goma, de ahí al capó y de un fuerte impulso al techo. Subió lo mismo que lo hacía ella, sin duda la había estado observando.
Caronte exhaló una nueva bocanada de humo. Cuando toda la nube se disolvió en el aire la niña preguntó:
—¿Por qué fumas? Sami dice que es malo, que fumar mata. Me ha hecho prometer que yo nunca fumaré, ni siquiera cuando sea mayor.
Caronte observó los puros ojos de la niña clavados en los suyos. Le mantuvo la mirada pero ella no apartaba la suya; esperaba una respuesta, al final fue ella quien la retiró. Le dieron ganas de hacerle notar que probablemente ninguna de las dos viviría mucho tiempo y, desde luego, ella seguramente no alcanzase la adolescencia, sin embargo no dijo nada, dio una corta calada y le alcanzó el cigarrillo a la niña. Prueba. No se lo diremos a a Sami. Será nuestro secreto.
La pequeña negó con la cabeza rechazando el cigarro.
—Se lo prometí a Sami.
—Claro, y siempre cumples tus promesas —se abstuvo de comentar que probablemente fuese la única persona viva que mantuviese ese valor, pero no dijo nada.
—Caronte es tu nombre de verdad.
La mercenaria la observó mirando directamente a sus ojos. Su propia mirada se endureció.
—Sí —se limitó a responder.
—¿Por qué? ¿Por qué tus padres te llamaron así?
Caronte lanzó la colilla hacia un lado mientras cerraba los puños hasta que los nudillos se tornaron blancos.
—Mi padre me llamó Sandra porque le gustaba mucho la voz de una locutora de radio. La locutora se llamaba así: Sandra.
—No recuerdo nada de mis padres, bueno casi nada —la niña permaneció en silencio, dándole tiempo para que continuara— mis padres murieron cuando yo era muy pequeña. Me pasé casi toda mi infancia, hasta mi mayoría de edad, de centro de acogida en centro de acogida.
La pequeña continuó en silencio y alargó su mano hasta colocarla sobre la de ella.
—No tengo muchos recuerdos de mis padres. Una noche sin luna, mi padre nos enseñaba a mi hermano y a mí el universo. Nos iba mostrando las estrellas a través de un enorme telescopio. Lo apuntó hacia Plutón y nos contó que su luna tenía un nombre muy bonito.
—Caronte —interrumpió la niña.
—Caronte —confirmó— mi padre solía decir que yo era tan preciosa como ella.
¡PLAS! ¡PLAS! ¡PLAS!
—Que historia tan tierna.
Rut aplaudía con una enorme sonrisa en su cara. Junto a ella, Sami se afanaba en colocarse de nuevo la camisa dentro de los pantalones. Caronte apartó rápido su mano de la de la niña.
—Deberías saber dos cosas —los ojos de Caronte no podían estar más entornados al dirigirse a Rut.
—¿Sí? ¿Cuáles?
—La primera, que la curiosidad mató al gato, y la segunda —Caronte saltó del techo del Hummvy al suelo cayendo en pie frente a Rut— que si vuelves a llevarte al científico, yo misma saciaré tu necesidad de sexo empalándote en el cañón de mi fusil y luego dispararé.
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