Me han dicho que estás hecha de rincones secretos, de historias malditas y de personajes indescifrables. Aún no me he atrevido a recorrer los pasillos del museo Reina Sofía a las tantas de la noche, y mi mirada se pierde en el el abismo cuando camino por tu Viaducto de Segovia, o lo que otros llaman El puente de los suicidas. Aún no he probado esa leche de Pantera que quita el hipo y la consciencia en los soportales de Moncloa, ni me he aventurado por esa calle de Noviciado sobre la que algunos susurran historias de terror. Pero sí me he pasado más de una vez por alguno de los bares que rodean La Plaza Mayor para disfrutar de tus bocadillos de calamares, o he perdido la noción del tiempo en algunas de las terrazas recónditas de Malasaña, que hasta los años 80 se llamaba Maravillas, no por las que allí te puedes encontrar, sino por un convento.
Cómo no volver. Madrid, me han dicho que no hay atardeceres más bonitos que los que puedes vislumbrar desde el templo de Debod, desde tu parque El Capricho, o desde el parque del Retiro. Me han dicho que da gusto recorrer tus calles, pero más tus entrañas. Y es que el metro de Madrid es un espacio donde de mezcla el arte, la publicidad, la diversidad y sus gentes de vidas ajetreadas.
Madrid, muchos me han dicho que no podrían vivir contigo, que eres demasiado ruidosa, nerviosa, que siempre vas con prisas. Pero yo les digo que no te conocen, no te conocen bien. Porque hay días en los que el calor de tu cemento nos derrite las ideas, y esa boina de humo gris que a muchos parece nos importar, a otros nos rompe el corazón. Pero todo lo que puedes ofrecer equilibra cualquier balanza, sólo basta un vistazo a tu Plaza de Callao desde la terraza del Corte Inglés, o un segundo contemplando a tu imponente Cibeles desde su Palacio, para darte una nueva oportunidad.
Madrid, me han dicho que tratas por igual a los que están de paso, a los tuyos, y a los turistas sin billete de vuelta. Y precisamente eso, es lo que te hace tan especial.