Aquí les dejo unas pocas líneas que, estoy segura, les va a despertar al niño que todos tenemos dentro.
P.L.Travers
(Maryborough, Australia, 1988 – Londres, Inglaterra, 1996)
(…) —¡Mary, tengo una idea! Una idea estupenda. ¿Por qué no vamos ahí? ¡Hoy, ahora mismo! Vamos a meternos en el cuadro, ¿eh, Mary? —Y como la tenía aún agarrada de ambas manos, la sacó de un tirón de la calle apartándola de las rejas de hierro y de las farolas, y la metió en pleno centro del cuadro. ¡Guau, allí estaban ahora los dos, metidos dentro del cuadro!
¡Qué verde y qué tranquilo era todo aquello, y qué blanda y qué fresca era la hierba que pisaban! Les costaba trabajo creer que aquello fuera cierto, pero ahí estaban las ramas de los árboles, vibrando con voz ronca al doblarse sobre ellos y rozar sus sombreros; y también las florecillas de colores que se les enroscaban en los zapatos. Se miraron el uno al otro y se dieron cuenta de que los dos estaban muy cambiados. A Mary Poppins le pareció que el cerillero se había comprado un terno completo de ropa nueva, pues ahora llevaba puesta una chaqueta de rayas verdes y rojas muy brillantes, pantalones de franela blancos y, lo que era aún mejor, un flamante sombrero de paja. Estaba sorprendentemente limpio, como si le hubieran pulido de arriba abajo.
—¡Caramba, Bert, estás estupendo! —exclamó llena de admiración.
Pero Bert parecía haberse quedado mudo; tenía la boca abierta y la miraba con los ojos como platos. Finalmente, tragó saliva y dijo:
—¡Canastos!
Eso fue todo. Pero lo dijo de tal forma, y la miraba tan fijamente y con tal embeleso que Mary sacó un espejito del bolso y se miró en él.
Entonces se dio cuenta de que también ella había cambiado. De sus hombros colgaba una preciosa capa de seda artificial con un estampado ondulado y, según le informó el espejo, las cosquillas que sentía en la parte de atrás del cuello las causaba una larga pluma en forma de rosca que pendía del ala del sombrero. Sus mejores zapatos habían desaparecido y, en su lugar, había otros mucho más bonitos, con unas hebillas de diamante, muy grandes y resplandecientes. Sus guantes blancos y su paraguas, sin embargo, aún seguían ahí.
—¡Dios mío, esto sí que es un día libre en toda regla! —dijo Mary Poppins.
Dirigiéndose miradas admirativas el uno al otro y a sí mismos, emprendieron la marcha por aquel bosquecillo y, al cabo de un rato, llegaron a un pequeño claro inundado de sol. Allí, sobre una mesa verde, había… ¡una merienda preparada!
Una torre de pasteles de mermelada de frambuesa, que le llegaba a Mary Poppins por la cintura, se levantaba en su centro y, a su lado, en un gran recipiente de latón, hervía el té. Pero lo mejor de todo era que también había dos platos llenos de caracolillos y dos alfileres para sacarlos de las conchas.
—¡Carámbanos! —dijo Mary Poppins, que cuando estaba contenta siempre decía eso.
—¡Canastos! —dijo el cerillero, utilizando la expresión que solía usar en idénticas circunstancias.
—Siéntese señora, por favor —dijo una voz y, al darse la vuelta, vieron salir del bosque a un hombre muy alto, que vestía chaqueta negra y llevaba una servilleta cruzada sobre un brazo.
Mary Poppins, sorprendidísima, se sentó con un ruido sordo en una de las pequeñas sillas verdes que había alrededor de la mesa. El cerillero, que estaba como hipnotizado, se dejó caer en otra.
—Verán, yo soy el camarero —les explicó el hombre de la chaqueta negra.
—¡Ah, ya! Pero, oiga, no le vi en el cuadro —dijo Mary Poppins.
—Verá, es que estaba detrás de un árbol —se explicó el camarero.
—¿Por qué no se sienta con nosotros? —le invitó Mary Poppins muy educadamente.
—Los camareros nunca se sientan, señora —repuso el hombre, aunque parecía muy complacido de que se lo hubiera pedido.
—¡Sus caracoles, señor! —dijo, empujando uno de los dos platos hacia el cerillero—. Y… ¡su alfiler! —Le quitó al alfiler el polvo con la servilleta y se lo pasó al cerillero.
Se pusieron a merendar, mientras el camarero permanecía de pie junto a la mesa para ocuparse de que no les faltara de nada.
—Al final sí que los vamos a comer —susurró Mary Poppins en voz alta, mientras comenzaba a dar cuenta de la pila de pasteles de mermelada de frambuesa.
—¡Canastos! —asintió el cerillero, sirviéndose dos de los pasteles más grandes.
—¿Té? —dijo el camarero, mientras les llenaba las tazas con la tetera.
Se bebieron sus respectivas tazas y tomaron dos más cada uno. Luego, para que les diera suerte, se terminaron la torre de pasteles de mermelada de frambuesa. Una vez acabada, se levantaron y se sacudieron las migas.
—No tienen que pagar nada —dijo el camarero, antes de que les diera tiempo a pedir la cuenta—. Ha sido un placer. El tiovivo lo tienen ahí detrás —añadió, señalando con la mano una pequeña abertura entre los árboles, tras la cual se veían unos cuantos caballitos de madera dando vueltas en una caseta.
—Es curioso —dijo ella—. Tampoco recuerdo haberlo visto en el cuadro.
—Ah, es que estaba muy al fondo, ¿sabes? —dijo el cerillero, aunque él tampoco lo recordaba.
Llegaron a su altura cuando el tiovivo comenzaba a aminorar la marcha. De modo que, pegando un salto, se subieron a él: Mary Poppins se montó en un caballo negro y el cerillero en uno gris. Y cuando la música sonó de nuevo y empezaron a moverse, se hicieron a caballo todo el trayecto de ida y vuelta a Yarmouth, pues ése era el lugar que más les apetecía visitar a los dos.
Cuando regresaron ya era casi de noche, y el camarero estaba esperándoles.
—Señora, señor —dijo—, lo siento mucho pero cerramos a las siete. Las normas, ya saben. Permítanme que les acompañe a la salida.
Asintieron con la cabeza y el camarero, blandiendo su servilleta, comenzó a abrir la marcha por el bosque.
—Esta vez, Bert, has pintado un cuadro verdaderamente maravilloso —dijo Mary Poppins, enlazando su brazo con el del cerillero, mientras se subía un poco la capa.
—Bueno, lo hice lo mejor que pude —dijo el cerillero con modestia, aunque no era difícil darse cuenta de que, en realidad, se sentía orgullosísimo.
En ese preciso momento, el camarero se detuvo delante de ellos junto a una puerta blanca que parecía estar toda ella construida con gruesas hiladas de tiza.
—¡Ya hemos llegado! —afirmó—. Ésta es la salida.
—Adiós, y gracias por todo —dijo Mary Poppins, estrechándole la mano.
—Adiós, señora —respondió el camarero, haciendo una reverencia tan pronunciada que se dio con la cabeza en las rodillas.
Se despidió luego del cerillero, inclinando levemente la cabeza, y éste le respondió ladeando la suya y guiñándole un ojo, pues ésa era su forma de decir adiós. Mary Poppins avanzó hacia la puerta blanca y el cerillero la siguió.
Y mientras la cruzaban, a Mary Poppins se le cayeron la pluma del sombrero, la capa de seda de los hombros y los diamantes de los zapatos; y las resplandecientes ropas del cerillero perdieron todo su brillo, mientras que su sombrero de paja volvía a convertirse en una vieja y andrajosa gorra. Mary Poppins se dio la vuelta, le miró y enseguida comprendió lo que había ocurrido. Durante un minuto eterno permaneció de pie sobre la acera sin dejar de mirarle y, luego, su vista recorrió el bosque que había detrás de él, tratando de localizar al camarero. Pero del camarero no había ni rastro. En el cuadro no se veía a nadie. Nada se movía. Incluso el tiovivo había desaparecido. Allí sólo quedaban los árboles y la hierba inmóviles y, al fondo, aquel estático trozo de mar.
Pero, a pesar de todo, Mary Poppins y el cerillero se miraron sonrientes. ¿Y sabéis por qué? Porque sabían lo que había detrás de los árboles…