LA MOMIA DE LA REINA MERESANJ – Capítulo tres.-


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Menfis 2440 a C.-

Meresanj acababa de cumplir dieciocho años y ya tenía dos hijos Duanré de cuatro años y Nebemajet de dos. Jafra siempre se distanciaba cuando percibía un embarazo en cualquiera de sus esposas. Cuando Jamerernefty I y ella quedaron en estado en la misma época, el faraón optó por desposar a una tercera mujer, Jamerernefty II, hermana de la primera. Las dos se parecían como dos gotas de agua, aunque la última, mucho más joven que la primera, acababa de cumplir trece años. Meresanj a menudo se reunía con ellas, vivían en la misma zona del edificio y era imposible no cruzarse con las demás esposas. Solían coincidir en el gran jardín, aunque cada una disponía del suyo propio, preferían aquel vergel más sombrío y amplio que incluso presentaba una escalinata que se sumergía en las frescas aguas del Nilo. Meresanj era la única que gustaba de darse un chapuzón a tempranas horas de la mañana o cuando el sol rojo teñía de penumbras el horizonte de la tarde. Las hermanas se mostraban bastante indolentes y se pasaban el día recibiendo masajes de las esclavas y descansando entre mullidos cojines de plumas de aves.

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Hetepheres iba a menudo a visitar a su hija dándole valiosos consejos. La mujer había quedado nuevamente viuda tras casarse con otro de sus hermanos y estaba bastante deprimida. La compañía de su amada Meresanj y sus nietos la reanimaban y la hacían sentir útil.

             ─Madre, ¿Cómo podría evitar nuevos embarazos? Mi esposo se aleja de mí en cuanto estoy encinta.

            ─Querida hija, lo mejor para esos casos es impregnar bien la vagina de una pasta hecha a base de estiércol de cocodrilo y miel. Haré que mi médico personal te envíe un tarro recién fabricado para solucionar tu problema… Los hombres son muy especiales, sobre todo cuando tienen donde elegir.

             ─Es muy duro compartir el amor de mi vida con otras dos mujeres, pero es el faraón y ha decidido que sea así.

            ─Lo entiendo Meresanj, pero estoy segura que ninguna de ellas es tan inteligente como tú. Míralas ahí tiradas como dos trozos de carne de hipopótamo, cubiertas de afeites y pomadas. Es importante que tú te intereses por los problemas de estado, que tu esposo tenga una compañera con quien comentar ciertos asuntos, no sólo una concubina.

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           ─He pensado acondicionar unas habitaciones para traer preceptores cuanto antes para los pequeños. Quiero que aprendan a leer y escribir, que puedan escuchar relatos sobre historia antigua, que conozcan la gesta de los dioses o las guerras ganadas y perdidas por nuestros anteriores reyes; que sepan las semillas que se cultivan en el Nilo, la ubicación de las minas de donde se extraen el hierro para las armas, las rocas para los monumentos, el oro y las piedras preciosas para fabricar joyas… en definitiva, que se preparen a conciencia para llevar los altos cargos que desempeñarán en cuanto sean adolescentes. También… me gustaría asistir a estas enseñanzas, creo que me daría una visión mucho más amplia de todo lo relacionado con nuestro reino.

           ─Es una excelente idea, hija mía. Te puedo recomendar algunos eruditos que resultarán excelentes maestros. Pero, sobre todo, no descuides tu aspecto personal. Renueva tus prendas, tus pelucas y el maquillaje para que Jafra en cada visita encuentre una nueva Meresanj.

            ─Gracias madre por tus consejos. ¡No sé qué haría sin ti!

Hetepheres sonrió a aquella muchacha que era su vivo retrato. Inquieta, activa, dispuesta a aprender y descubrir nuevas cosas cada jornada. Suspirando se hundió en sus propios pensamientos: debía encontrar pareja cuanto antes, vivir sola era muy triste.

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Una nueva remesa de esclavos había inundado las estancias palaciegas, entre ellas una matrona siria que resultó una experta en convertir a una mujer en una diosa. Sabía triturar la galena para preparar el khol hasta darle un acabado plateado. Incluso preparaba unos polvos mezclando grasa y ciertos minerales machacados que podían hacer que una faz fuera aterciopelada o irisada. Esta mujer también trajo muestras a Meresanj de los nuevos tejidos vegetales que fabricaba una muchacha de su mismo país. Quedó encantada con lo que vio y enseguida encargó un nuevo guardarropa. Después le tocó el turno a las pelucas que con el uso habían perdido brillo y color y presentaban algún que otro habitante que no se quería marchar.

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Hacía unos cuantos días que no veía a su esposo y estaba inquieta. Conocía sus últimas jornadas dedicadas a supervisar la construcción de una pirámide en el valle así como una calzada procesional desde la misma hasta la ribera del Nilo. Sabiéndole muy ocupado no quiso ir en su busca y esperó pacientemente a que volviera a su lado. El faraón anunció su visita unas horas antes por medio de un sirviente, de esta forma la reina tuvo tiempo de componerse adecuadamente. Mandó llamar a la esclava siria y fue maquillada con polvos iriscentes que hacían brillar su faz igual que si el sol se hubiera colado en el interior de su cabeza. Los ojos se ribetearon con khol negro plateado y los párpados se tiñeron de azul antimonio haciendo juego con el vestido del más sutil de los linos y que dejaba al descubierto sus senos. Los pezones se lacaron en dorado mientras se revestía la cabeza con una peluca de cabello humano en tono negro azabache, trenzada con diminutas joyas de oro y flores de lino. Su cuerpo fue frotado con aceite aromatizado y la piel brillaba igual que un espejo. La esclava terminó su tarea cubriendo las uñas y los labios de la reina con ocre rojo y óxido de hierro acentuando el grosor y la curvatura de los mismos.

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Meresanj esperó de pie la inminente llegada de su esposo, incapaz de sentarse en el escabel. Cuando el soberano la vio allí, enmarcada su silueta por la última luz de la tarde se quedó petrificado. Durante unos minutos no se movió ni dijo una sola palabra, creyendo estar en presencia de la diosa Hathor, tal era la belleza que irradiaba aquella joven. No pudo esperar a tomar la cena para llevarla al lecho. El deseo enardecido del monarca les hizo pasar la noche en un continuo grito de pasión. Detrás de esta vigilia vinieron muchas más hasta que Meresanj quedó nuevamente embarazada. Esta vez Jafra no despareció de aquel lecho hasta apenas un mes antes de que su esposa diera a luz. La reina en esta etapa utilizó su cuerpo, decorando su abultado vientre y los senos con intrincados dibujos de henna y ocre, en la misma medida que su conversación que se había enriquecido notablemente con las enseñanzas que recibía junto con sus hijos en el jeneret, para hablar de minerales y rocas más propicias para decorar la pirámide que se estaba construyendo en el valle de Gizeh, o presentarle dibujos realizados por ella misma sobre una esfinge gigantesca, tallada en la roca, que podría llevar los rasgos del mismísimo faraón, teniendo el cuerpo la forma de un león. En aquellas pinturas aparecía con todo detalle la decoración de la misma en vivos colores: rojo el cuerpo y la cara, y “el nemes”, tocado real que incluía el Uraeus, con la cobra y el buitre entrelazados, cubriendo la cabeza con las características rayas amarillas y azules. El monarca no salía de su asombro, su esposa Meresanj parecía leerle la mente hasta en los más recónditos rincones. De esta forma la joven se convirtió en uno de sus mejores consejeros.

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Londres 1883.-

El doctor Kensington, después de aquella experiencia terrorífica vivida mientras quitaba las vendas a una momia, pasó unos días con los nervios destrozados. Se hizo preparar varios remedios, entre ellos el láudano mezclado con polen de abeja, un remedio muy a la moda, que sirvieron para apaciguar su enfebrecida mente. Volvió a visitar la tumba de su esposa, tarea que había interrumpido porque las piernas no le sujetaban el peso del cuerpo. Arrodillado en el camposanto, sin nadie a la vista, le narró de viva voz a la lápida que presidía el túmulo, toda aquella terrible experiencia que no había comentado con nadie. Al exponer el hecho en alta voz se produjo un clic en su cerebro y súbitamente recobró la serenidad. Él, como doctor en medicina, conocía muy bien el poder de la obsesión sobre el ser humano y en los últimos días, su ofuscación por obtener la momia de la reina Meresanj le había pasado factura. Se convenció de que todo lo vivido aquella horrible velada había sido fruto de su imaginación. Las señales oscuras que todavía lucía en una de sus muñecas, lo atribuyó a los esfuerzos que tuvo que realizar para romper la capa de lino endurecido con resinas de aquella momia. Se rio de sí mismo y fue consciente del poder de contagio que tenía el temor, en su caso, capaz de hacerle vivir una horrible alucinación.

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Estaba contento esa mañana, había recibido un cable en el que se anunciaba la inminente llegada del barco que había fletado para traer aquel tesoro inigualable. En un principio pensó en instalarlo en el sótano de su mansión, pero su sentido común le aconsejó que una reina debía ser custodiada en un lugar en el que imperara la seguridad de una buena vigilancia noche y día; y qué mejor lugar que llevarlo al Museo de Historia Natural, hasta que lograra arreglar una fecha conveniente en el Royal Institute para el gran evento: la presentación en sociedad de una de las momias reales más antiguas que existían en aquellos años.

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En escasas fechas fue invitado de honor en el Museo de Historia Natural en el que se le requirió, como experto, en una nueva exploración de una de las momias exhibidas en sus instalaciones. Su nombre unido al del evento atrajo a una masa de pseudocientíficos, más movidos por la curiosidad que por otros motivos, y el día señalado la gigantesca sala donde se iba a realizar estaba llena a reventar.

El maestro de ceremonias, Thomas Pettigrew, brillante cirujano de aquel tiempo, se explayó en explicar el origen de la palabra momia:

            “Frente a lo que se cree habitualmente, la palabra momia no es de origen egipcio, sino una derivación del término árabe mumiya, que significa betún, sustancia resinosa de poderosos efectos curativos para la medicina árabe y elemento empleado por los egipcios para embalsamar a sus muertos. La creencia en los poderes curativos inherentes a las momias fue extendiéndose desde el siglo XVI de tal forma que todas las cortes europeas demandaron este producto. Ejemplo representativo de esta pasión es el rey Francisco I de Francia, que siempre llevaba consigo un saquito con polvo de momia para solucionar cualquier eventual malestar. Como todos ustedes saben, en el siglo pasado todavía se podían encontrar en las farmacias dos formas de mumia: en polvo y en ungüento. La primera se elaboraba pulverizando los cuerpos embalsamados; la segunda, recogiendo el humor o grasa que destilaban los cadáveres, producto de su mezcla con las diversas resinas y aromas empleados en el embalsamamiento, y que producía una sustancia semejante a un ungüento. Entre las numerosas recomendaciones terapéuticas de esta mágica pócima figuran dolencias tales como las cefaleas, la amenorrea, la melancolía o depresión, los cólicos, el asma, la tuberculosis y la inapetencia sexual, por enumerar tan sólo algunos de los múltiples males que podían ser curados con el singular remedio.



Hoy ya no devoramos las momias ─Dijo el hombre mientras arrancaba unas cuantas sonrisas del público─ sino que las desvestimos, lo que nos permite estudiar aquella vieja técnica de conservación al que eran sometidos los cadáveres de estas antiguas civilizaciones de Africa, y aprovechamos el placer que supone observar con nuestros propios ojos despojos de más de dos mil años de antigüedad, pudiendo adivinar sus ritos funerarios y sus más íntimos secretos. En definitiva una oportunidad única de sumergirnos en épocas en las que los dioses antiguos convivían con los hombres”.

Cuando el cirujano terminó de hablar, hubo una salva de aplausos mientras cedía la palabra al hombre que todos esperaban: El doctor Kensington.

Kensington aparecía muy seguro de sí mismo, tranquilo y dueño de la situación. Todavía no habían llevado la momia a la sala para dar mayor expectación al momento en el que se procediera a la retirada de sus vendajes. El doctor quiso alargar la exhibición contando la historia de la momia que aguardaba en un cuartito contiguo.

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            ─La momia que vamos a estudiar hoy pertenece a una princesa llamada Sitamón, “Amada de Amón”, perteneciente a la dinastía XVIII, que vivió hacia el año 1540 a.C. Esta mujer era la primogénita del fundador de la nueva casa real, el faraón Ahmose y su Gran Esposa Real y hermana, la reina Ahmose-Nefertary. Por aquel entonces Egipto vivía una época de abundancia y tranquilidad; Ahmose había liberado el país de los hicsos y el reino se había reunificado, tal y como era en el tiempo de la construcción de las pirámides del Gizeh. Los responsables de aquel ambiente sosegado y pacífico eran, sin duda, el faraón, mano ejecutora en la pacificación y su dios más emblemático Amón. Poco a poco esta deidad iba copando los templos de Tebas y sus alrededores. Demostrando su profunda devoción, los reyes dedicaron a Amón los nombres de algunos de sus hijos, como es el caso de la princesa que aguarda conocerles personalmente ahí al lado. ─La gente rio divertida ante la broma. ─Como primogénita, Sitamón heredó automáticamente todos los títulos de su madre, incluyendo los de Esposa del dios, Mano del Dios. Ornamento Real y otros más que desde entonces se pasaron de madre a hija. El destino de esta princesa era casarse con su hermano Amenhotep, formando una nueva pareja real que trajera al mundo un nuevo rey para Egipto. Sitamón murió antes de su matrimonio, y el título de Esposa del dios pasó a su hermana menor, Ahmose-Meritamón. Junto a su momia se hallaron las de sus padres y hermanos, que por desgracia no tenemos en nuestro poder. Y ahora mientras traen a nuestra ilustre invitada, me van a permitir que me prepare para la ocasión.

Dicho lo cual el doctor abandonó el improvisado escenario y desapareció por una de las puertas. Fue al urinario antes de embutirse la bata que le preservaría de la suciedad que podría desprender el cadáver. Cerró la puerta mientras orinaba. Cuando estaba terminando oyó que alguien se acercaba a los aseos. Agudizó el oído porque el sonido de pasos que le llegaban tenía cierta nota extraña, parecía más bien el crujido de huesos contra la madera y no la pisada de un zapato de piel. Comenzó a sudar profusamente cuando los pasos se detuvieron justo enfrente de la puerta de su aseo. El sonido agudo de un hueso raspó la puerta. El profesor sintió que se le aflojaba el intestino. Un olor nauseabundo, a moho y aceites podridos se metió por sus fosas nasales. Era el inconfundible tufo de una momia…CONTINUARÁ.

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