Viernes 11 de septiembre DESCARGA GRATUITA “Relatos inquietantes de la nube” versión kindle. (A partir de 10 a m)
Si sois amantes de los relatos de misterio o de fantasía, éste es vuestro libro. ¡Aprovechad para leerlo de un tirón!
Menfis 2445 a C.
Meresanj no cabía en sí de gozo. Su futuro esposo Jafra, hermano del faraón Jufu, le había otorgado una dote monumental, llamada Mahr, para comprar todo lo que una novia de la realeza necesitara. También recibió un collar de piedras preciosas que dibujaban el ojo de Horus. Enseguida mandó llamar a los mejores carpinteros de Menfis para encargarles un abundante mobiliario consistente en: cofres, grandes baúles para guardar ropa, mesas, sillas, camas y sillones. Así mismo compró una buena cantidad de lino blanco, el más puro y costoso, para hacerse su vestido de novia. Todavía le sobraron monedas para adquirir unas cuantas pelucas, afeites y perfumes. Todo el hogar de Kauab y Hetepheres, hermanos de sangre y también marido y mujer, se vio invadido por aquellas mercaderías compradas por su hija. Cuando la muchacha tuvo en su poder parte del mobiliario dio orden de que las sirvientas comenzaran a embalar todos sus vestidos y pertenencias, poniendo especial cuidado en envolver algunos juguetes de cuando que era una niña. Apenas faltaban siete días para el gran momento y sus nervios estaban a punto de estallar de emoción.
Meresanj mandó hacer golosinas de harina, dátiles y miel para sus esclavas. Habían trabajado de maravilla embalando sus cosas y quería homenajearlas. Sabía muy bien que los esclavos se movían mejor por amor que por temor. Máxima que había aprendido en su hogar: Sus padres no se cansaban de repetirlo a todos los que les prestaban oídos. Un esclavo resentido o triste rendía mucho menos que otro alegre y satisfecho. Era muy raro que en aquella casa se utilizase el látigo o se mandase degollar a algún sirviente. Solían mostrarse diligentes y adoraban a sus dueños y, ahora, sentían una honda pena al perder de vista a la niña que la mayoría de ellos había visto nacer y crecer.
Al día siguiente, un suceso inesperado eclipsó la dicha de la joven doncella. Su padre, Kauab, futuro rey de Egipto, murió repentinamente. La madre y la hija quedaron destrozadas por el dolor mientras el cuerpo del cabeza de familia y Chaty del faraón era conducido, pasados tres días desde su fallecimiento, a la casa de la muerte para ser embalsamado. La boda se pospuso hasta después del entierro de Kauab.
El cadáver de Kauab fue recibido por el sumo dirigente del establecimiento, así lo exigía el ceremonial, aquel cuerpo pertenecía al príncipe heredero y había que tratarlo conforme al más alto rango.
Los restos se pusieron encima de una mesa de madera de ébano con patas en forma de león. Dispusieron otras más pequeñas para apoyar las vísceras que sacarían del cuerpo. Primeramente se le extrajo el cerebro por la nariz utilizando un gancho de metal; luego, con un cuchillo ritual, se la abrió el costado izquierdo y se extirparon hígado, pulmones, intestinos y estómago, órganos que más rápido se deterioraban, siendo embalsamados por separado y guardados en cuatro recipientes llamados Vasos Canopes (o Canopos), cada uno de los cuales estaba dedicado a uno de los cuatro hijos de Horus que representaban los cuatro puntos cardinales: Hapi el norte; Mesta el sur, Tuamujtef el este y Quebsenuf el oeste. El corazón no se movió del cuerpo: era ahí donde residía la esencia de la persona y jamás se sacaba de su cavidad torácica. A continuación, se cubrió el cadáver con natrón, sal que lo desecaría en el plazo de cuarenta días. Pasado este periodo, el interfecto se hallaba totalmente deshidratado impidiendo de este modo su descomposición. Se rellenó sus cavidades con serrín, mirra, canela y betún de Judea. Se cosió cuidadosamente y se le revistió de una capa de cera de abeja. Este producto impediría que los insectos y las bacterias deteriorasen los restos. Se lavó con agua del Nilo y se ungió con aceites aromáticos. Terminada esta etapa se pasó a revestir al cadáver con alrededor de 147 (número mágico) metros de vendas de lino previamente untadas con resina, con el fin de mantener pegada la tela y endurecerla. Mientras se realizaba este proceso, un sacerdote llevando una máscara del dios Anubis, recitaba fórmulas mágicas para su protección en el inframundo. Entre los vendajes se introdujeron amuletos de oro y cerámica así como tiras de papiro con textos del Libro de los Muertos, terminando el trabajo con la cruz de la vida o Ank sujeta sobre el pecho. Así Kauab se halló preparado para su último viaje.
El día en el que se le condujo por fin al lugar de su descanso eterno, una mastaba cercana a la gran pirámide de su padre, antes de entrar en el recinto, un sacerdote esgrimiendo la Azuela de Upuaut ─construida con un meteorito caído del cielo─ practicó la ceremonia de apertura de la boca y de los ojos del difunto para que pudiera hablar y ver en el más allá. Los operarios y esclavos se encargaron de sellar y más tarde de custodiar el enterramiento para evitar su saqueo por los ladrones de tumbas.
Unos días después, Meresanj, que nunca llegó a ser hija de un rey, tal y como le auguró su padre el día que nació, se convirtió en depositaria de los derechos dinásticos al trono de Egipto, tomando como consorte a Jafra (Kefren) su tío, en un documento privado ante un escriba que lo guardó en el templo de Amón Ra.
La alegría del momento quedó enturbiada por la reciente pérdida, no obstante la caravana de mercancías se dejó ver durante dos días, partiendo desde la casa de la novia hasta su futuro hogar, la corte del faraón Jufu (Keops), donde habitaba el esposo. El mobiliario quedó adecuadamente colocado en las nuevas dependencias y, al fin, los novios pudieron ser uno del otro por primera vez. Jafra demostró ser delicado con la muchacha que vivía su primera vez, tal y como se esperaba de una novia real a la que se le había ofrecido una gran fortuna por su virginidad. El esposo, muy ducho en lo concerniente a escarceos carnales, se dedicó en cuerpo y alma a hacer de su esposa toda una experta en el arte amatorio. Meresanj demostró ser una alumna aventajada desde el principio, descubriendo un mundo de pasiones y sensaciones que no podía ni imaginar, aun cuando su madre y algunas de sus esclavas habían tratado de describir. En los ratos que los dos amantes estaban cansados de copular, la muchacha cogía la lira y cantaba dulces canciones que producían en su consorte un efecto más seductor todavía, con lo que las melodías no se terminaban con instrumentos musicales sino con los cuerpos otra vez unidos en delirantes posturas. Durante dos semanas la pareja se entregó por entero a darse placer mutuo, resultado que se tradujo en el primer embarazo de Meresanj.
Nadie le había contado que había más mujeres en el ala en la que ella habitaba; fue así como se enteró que su adorado Jafra tenía una esposa más, Jamerernebty y un hijo llamado Menkaua (Micerinos). Durante dos días se negó a ver a su amado, a comer y a dormir, envuelta en un ataque de celos que la dejó exhausta. Más calmada y haciendo caso de los consejos de su esclava y nodriza, dejó atrás sus prejuicios y se dedicó a competir con su supuesta rival por el cariño del futuro monarca.
Jafra estaba encantado con su nueva esposa. Era una niña deliciosa, aunque con su temperamento caprichoso a veces le confundía, pero le encantaba acariciar sus pechos pequeños que le cabían en el hueco de la mano, su cintura estrecha y sus amplias caderas que permitían un agarre perfecto para penetrarla por detrás, tal y como a él le gustaba. Pero pronto su cuerpo de niña cambió visiblemente y se convirtió en el de una madre, y Jafra se distanció de su nueva esposa, esperando a que su vástago naciera.
Para la muchacha comenzó un periodo de soledad y asiduas visitas al templo, lugar en el que, a los pies de sus dos deidades preferidas, contaba todas sus desdichas. En una de las ocasiones oyó la voz de la diosa Hathor hablar dentro de su cabeza: ─Deja ya tus quejas Meresanj, pues pronto serás una esposa real y debes estar preparada.
El día que Meresanj dio a luz a su primer hijo, Duanre, el faraón Jufu (Keops) emitió su último suspiro. Después del periodo de luto, momento que terminó con el entierro de Jufu en un lugar secreto al que muy pocos tuvieron acceso, Jafra fue proclamado faraón y Meresanj se convirtió en esposa real. El día de la proclamación observó que su marido solo tenía ojos para ella y para su nuevo vestido tan transparente que parecía ir desnuda. Meresanj sonrió sintiendo el poder en sus manos.
Londres 1883.-
El doctor Kensington se hallaba muy contrariado. El barco que había fletado para el traslado de la momia real había ardido hasta convertirse en un puñado de cenizas inservible. Nadie se explicaba cómo había podido ocurrir aquello en una embarcación que se hallaba sin mercancías ni tripulación.
Hubo de esperar unas cuantas semanas más para conseguir otra goleta que pudiera traer su preciada momia. Pero la fatalidad parecía perseguir al insigne doctor, pues la embarcación quedó inservible tras una tormenta de verano en la que los demás barcos que la rodeaban no sufrieron el menor desperfecto.
La momia de Meresanj no deseaba dejar su amado país para ir a ser estudiada en la pérfida Albión. Los rumores comenzaron a circular por los muelles y fue infructuoso conseguir una nueva embarcación. Aunque ya se sabe que el dinero todo lo puede, un barco de dudosa reputación, haciendo caso omiso de rumores y maldiciones, se ofreció para hacer el traslado cobrando el doble del precio inicial, o sea, una pequeña fortuna. El doctor Kensigton se vio en la obligación de vender una pequeña propiedad que había pertenecido a su muy amada esposa, Margaret, para costear el viaje de Meresanj.
Esa tarde, igual que hacía varias veces en semana, se acercó al cementerio llevando las flores preferidas de su esposa, caléndulas de color naranja, del tono de una puesta de sol y muy parecido al color de su cabello. Poniendo la rodilla en tierra, en actitud reverente, habló con ella mientras arreglaba el ramo en un jarrón que tenía en el suelo para tal fin.
─¡Perdóname querida mía por haber vendido tu casita de Susex! ¡Sé que me apoyarías si estuvieras viva! ¡Voy a traer la momia de una reina de Egipto! Va a ser el acontecimiento europeo del año. ¡Me gustaría tanto que estuvieras aquí para verlo!… Te echo de menos cada día, cada hora, cada minuto… ¡Es tan difícil vivir sin ti, mi amor!
El caballero cerró los ojos para ver la imagen de su esposa en su cabeza. Miró sus ojos verdes y brillantes mientras sacudía su cabellera roja después de un día ajetreado. Era la imagen de la hermosura y perfección, con esa piel blanca e inmaculada, en la que destacaban unos labios rojos, llenos y siempre curvados en una sonrisa. La compañera por la que hubiera dado la vida, su gran amor.
Con lágrimas en los ojos abandonó el recinto para dirigirse al Royal Institute donde su colega Marcus Smithson iba a quitar los vendajes a una momia del imperio nuevo. Fue despacio debido a la tristeza que arrastraba desde el cementerio, pero al llegar a la institución y oír la voz del profesor Smithson presentando al cadáver, todas sus preocupaciones se quedaron en la antesala. Enseguida su colega le hizo hueco a su lado, pues nadie en la capital del Támesis estaba tan versado como él en esos asuntos, ni tenía en su haber tantas momias profanadas.
El sarcófago ya se hallaba abierto y unos operarios procedieron a sacar los restos y depositarlos sobre la mesa. Según explicó el profesor, aquel cuerpo pertenecía a un hombre cuyo nombre era Nebemajet, de profesión sacerdote de Amón. Todo el vendaje presentaba papiros entrelazados conteniendo fórmulas mágicas del Libro de los Muertos y del Libro de las Puertas. Antes de romper las vendas, el profesor invitó a su colega para que diera una breve charla de los pasos a seguir por los antiguos en la momificación, completando su exposición con los materiales empleados por aquellos antiguos artífices en la conservación de los cuerpos.
Un alicate rasgó la primera capa de vendas que estaban duras como la piedra para proteger al cadáver. De inmediato una neblina verdosa surgió de aquel poro abierto, provocando un alarido de pánico y toses, mientras las velas de la sala iban apagándose una a una y la habitación quedaba a oscuras. El doctor Kensington no se movió de su sitio mientras algunos trabajadores intentaban encender de nuevo el alumbrado, al parecer, sin éxito. De repente en su brazo sintió primero un leve roce y luego una mano enguantada le atenazó la muñeca intentando arrastrarlo hacia la mesa donde descansaba la momia. Buscando con la otra mano uno de los instrumentos de cirugía que se hallaban dispuestos en la mesa, esgrimió un escalpelo y lo clavó en esa garra que amenazaba con arrancarle el brazo. Cuando las luces volvieron a la sala, el doctor estaba blanco como la cal luciendo una marca encarnada en sus puños arremangados. La momia había variado levemente la posición de sus manos, mostrando diversos agujeros en una de ellas. Un escalofrío de espanto recorrió la espalda del doctor Kensington… CONTINUARÁ.