Hace tiempo le preguntaban a Christoph Waltz si, tras el éxito de su personaje en Malditos Bastardos y a la vista de todos los proyectos que le ofrecían, no temía que Hollywood le estuviese exprimiendo en exceso. A lo que este respondía que si en Estados Unidos pensaban en él como un limón recién recogido, lleno de zumo, porqué no dejar que los yanquis hiciesen un poco de limonada con sabor a chucrut (lo del chucrut no lo dijo él, lo pongo yo, porque es alemán).
Los términos europeo, al igual que latino o asiático, son etiquetas nada desdeñables en el cine americano para un actor extranjero que por allí quiera instalarse. Desde Jackie Chan hasta Sean Connery, pasando por Penélope Cruz o Roberto Benigni, muchos han sabido tanto explotar gestos y acentos como exportar tópicos a un país poco preocupado por exactitudes geográficas o étnicas. La diferencia en sus carreras reside, tan solo, en la facilidad con la que hayan realizado la venta.
Luego está el caso de Ben Kingsley, que siendo de Yorkshire solo interpreta a gente de la india, pero eso lo vemos otro día.
Colin Firth (Grayshott, Inglaterra) es el más inglés de los ingleses en Hollywood. Es cierto que tiene una carrera más dilatada que Christoph Waltz, pero al igual que el alemán, y sobre todo tras el éxito de El discurso del rey, no parece tener miedo a que expriman su flema inglesa o su educado aspecto británico. Presume indirectamente de ambos atributos constantemente en sus apariciones públicas, indicando con esto que más que un personaje medido, tal vez su conducta sea solo fruto de una marcada pero natural personalidad.
En Kingsman (que por si no se acordaban, es la película de la que hemos venido a hablar), el personaje de Firth es tan inglés como Liam Gallager bebiendo té, y tan agresivo como Liam Gallager bebiendo cerveza en un partido en el que el Manchester City vayaperdiendo. Su grupo (el del actor en la película, porque el del músico en la vida real a quién le importa) es conocido como Kingsman, una organización más secreta que el propio MI6 y distinguible por los trajes de sus miembros, su educación, su puntualidad y sus nombres en clave, todos sacados de los caballeros de la legendaria mesa redonda del rey Arturo. Así Firth sería Galahad; Michael Caine, el líder de la organización, sería Arthur; y Mark Strong, el informático y líder táctico, tendría como apodo Merlín.
A este sujeto que es Galahad, el relato le plantea un oponente a medida, como un buen traje: el multimillonario Valentine, interpretado por Samuel L. Jackson. Papeles en Pulp Fiction o Jungla de cristal han hecho de Jackson tan embajador de los Estados Unidos y su cultura como Firth pueda serlo de la británica. Sus opuestos acentos, dispares formas de vestir y actuar o, porqué no decirlo, diferente color de piel, no solo resultan idóneos para el desarrollo del conflicto entre ambos personajes, sino que dejan un curioso retrato a modo de cruce entre las diferencias en sendas carreras de estos hoy ya veteranos actores.
También hay una dosis de incorrección política hacia los Estados Unidos (y hacia todo lo que no sea inglés, en realidad) verdaderamente notable, por mucho que citen a Hemingway ("There is nothing noble in being superior to your fellow man; true nobility is being superior to your former self"). Políticos a los que les explota la cabeza a ritmo de KC and the sunshine band y a los que se les reconoce por sus espaldas son lo más suavecito de Kingsman, sobre todo cuando las grandes orejas de Obama no dejan duda en la referencia.
Así que Kingsman puede ser, para Firth, una forma de explorar otros territorios sin huir de la marca que tanto le ha costado crear. Una vez que Hollywood ha demostrado lo rentable que es volverse un poco violento para algunos actores en etapa de madurez (Liam Neeson), es lógico que el actor no se cierre puertas al género, siempre que haya directores y guiones capaces de adaptar este a su identidad. Y los hay.
Porque la película representa la segunda adaptación de una obra de Mark Millar por el director Vince Vaughntras Kick Ass. Si juntamos el espíritu macarra y la violencia de esta junto a un grupo de adolescentes siendo adiestrados de forma secreta, como ocurre en X Men: First Class, también dirigida por Vaughn, las referencias de lo que vamos a ver están de sobra marcadas. El resto, las cientos de películas de jóvenes rescatados de la calle por todopoderosos benefactores que aspiran a salvarse también a ellos mismos (se nombran algunas como Pretty Woman o My Fair Lady) o las también numerosas cintas de espías donde un malvado megalómano suelta su discurso final mientras el protagonista está a punto de (no) morir de la forma más rocambolesca posible (prácticamente la totalidad de la saga Bond), esas ya saben cuales son.
El guión de Kingsman se empeña en evidenciar estas referencias además de lo canónico, lo establecido de su relato por activa y por pasiva, narrativa y dialógicamente, para luego poder jugar en lo visual. Así, cuando nos repiten que ya sabemos lo que va a pasar, la sorpresa es doble si no ocurre precisamente eso, y si ocurre, pues bueno, ya nos habían avisado y por lo menos ha resultado divertido. Nos referimos, principalmente, a las fantásticas escenas de acción que propone Vaughn; impagables secuencias pensadas, como decíamos, tanto para adaptar el género al discurso de Firth como a la ya consolidada identidad del propio director y que cuentan con un ritmo que las hace endiabladamente divertidas, contrastando esta sensación con la crudeza de algunos momentos.
Muy listos.
En una frase: la has visto mil veces, te ha gustado mil veces, ¿por qué no verla una vez más?
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