Nosotros optamos por alquilar un coche, lo que nos permitió movernos con facilidad por la isla y aprovechar al máximo los cuatro días que estuvimos en ella. Además, decidimos alojarnos en un precioso apartamento en el centro histórico lo que fue todo un acierto. Su propietaria, Pilar, nos hizo sentir como en casa. A nuestro bonito alojamiento de techos de madera y suelos de barro no le faltaba detalle y además estaba tan bien ubicado que podías ir paseando a cualquier parte de la zona monumental.
Llegamos el miércoles a medio día y esa tarde la aprovechamos para hacer una primera toma de contacto con la ciudad (sí, he de confesarlo, y para merendar la primera de las muchas ensaimadas que me comí durante mi estancia). El jueves por la mañana nos levantamos bien temprano y pusimos rumbo para la Sierra de la Tramontana, merecidamente declarada Patrimonio Mundial en 2011. Aunque circular entre senderos de vegetación, peñascos y acantilados hacia el mar ya es un placer en sí mismo todo ello se completa por los bellos pueblos que la salpican. Nuestra primera parada no podía ser otra que Valldemossa.
Este precioso pueblo de piedra, ventanas verdes y vegetación en todos sus rincones en, sin duda, uno de los más turísticos de la isla pero ni siquiera eso le resta el encanto que sólo poseen esos lugares que parecen anclados en el tiempo. Gran parte de la historia de este municipio su concentra en La Real Cartuja, cuyo edificio alberga, entre otras maravillas, la celda de Chopin o el Palacio del Rey Sancho.
Tras recorrer el pueblo, obligado es hacer un alto en el camino para reponer fuerzas y nada mejor que hacerlo degustando una coca de patata en Can Molinas, una panadería fundada en 1920 y que a día de hoy sigue cociendo sus pasteles en el mismo horno moruno con el que abrió sus puertas hace casi cien años. Can Molinas tiene dos sucursales en Valdemossa y como imaginareis yo tenía que hacer parada en ambas. En el obrador me zampé una coca de patata (su producto estrella) y en su terraza de la Via Blanquerna opté por una ración de ensaimada de crema tostada y una horchata de almendra que ha pasado a convertirse en la mejor que he tomado en mi vida.
Tras la visita a Valldemossa pusimos rumbo a Deià, un pueblo muy pequeño pero enclavado en un entorno privilegiado: a la sombra de la montaña del Teix y al abrigo del Mediterráneo. En nuestro paseo por sus empinadas calles aprovechamos para comprar un bote de mermelada casera de naranja que aún no hemos probado pero que seguro veréis pronto en el blog.
Nuestro siguiente destino fue el restaurante de Canet (en la carretera que une Valldemossa y Palma, a la altura de Esporles) donde nos dimos nuestro primer homenaje mallorquín: un arroz brut espectacular, frito mallorquín y tumbet (se me hace la boca agua cuando lo recuerdo). La comida resulto fabulosa, las raciones enormes, el servicio estupendo y el precio más que ajustado. Sin duda fue un acierto seguir las recomendaciones de Pepi, una amiga de mi hija, que conoce la isla casi como la palma de su mano.
Ya con la barriga llena tomamos rumbo a Sóller. Este pueblo,enclavado en un valle repleto de naranjos, tiene como principal atractivo turístico la parroquia de San Bartolome, cuya fachada es todo un exponente del modernismo mallorquín, y el tranvía que une el pueblo con el puerto de Soller.
Tras un recorrido cultural por la ciudad, decidimos subir en el viejo tranvía que haciendo un recorrido entre huertos de naranjos nos llevó hasta el puerto. Una vez allí, como no podía ser de otra manera, disfrutamos en una de sus muchas terrazas de un zumo de naranja recién exprimido.
Después de un intenso día pusimos rumbo a Palma donde, una vez más nos esperaba un homenaje gastronómico en La Bodeguilla (Carrer San Jaume). Este sitio, junto con el Burladero (Calle Concepción), por recomendación de Lorenzo (un artista aguileño afincado en Palma), fueron nuestras opciones nocturnas durante nuestra estancia en Palma. De nuevo os recomiendo ambas porque todo estaba delicioso. Nosotros pedimos croquetitas con jamón de bellota y ceps, mollejas de cordero lechal al ajillo (deliciosas), patatas ali-bravas, muslitos de pato al toque de ciruela y. taco de bacalao con tomate seco y wakame.
Siguiendo con nuestro itinerario, la mañana del viernes la dedicamos a "maravillarnos" con la visita a las Cuevas del Drach; un precioso recorrido de unos 1200 metros entre estalagmitas y estalagtitas que concluye con un emocionante concierto en el lago Martel ¡Realmente impresionante! (Imagen: click-mallorca.com)
Después de la visita nos dirigimos hacia Sineu. Desgraciadamente nuestra visita no coincidió con el mercado que se realiza los miércoles por la mañana y en el que los payeses venden sus productos. No obstante este bonito pueblo bien merece un paseo por sus callejuelas y una visita a la iglesia de Santa María de Sineu...
También es altamente recomendable en Sineu una parada en el horno Ca´n Toni donde compre un delicioso cuarto mallorquín (un bizcocho suave, esponjoso, delicado...).
Desde allí, pusimos rumbo a Inca con la intención de comer en un restaurante que llevábamos recomendado: El Antic Celler Can Ripoll. Fue suficiente entrar a su precioso comedor para saber que ibamos a disfrutar de una buena jornada gastronómica.
En Can Ripoll degustamos diferentes platos mallorquines como los sesos rebozados, el frito mallorquín, los calamares con sobrasada y miel y, el plato estrella, una espectacular lechona asada que no dudaría en volver a pedir si volviese (espero que sí) a Mallorca. Como postre, un sorbete de higo chumbo a la altura del resto de la comida.
Después de esta suculenta comida aprovechamos para dar un paseo por Inca y el destino quiso que en mi camino se cruzase una nueva pastelería (las dulcerías me persiguen y yo no sé resistirme a ellas). En la calle Mayor de Inca se ubica desde 1856 la confitería Casa Delante de la que es imposible marcharse sin uno de sus borrachuelos (para comerse allí mismo) y sin una bolsa de las famosas galletas de Inca; una especie de galletas de pan que son el acompañante ideal de la sobrasada mallorquina. El resto de la jornada del viernes así como la del sábado la pasamos en Palma. Una ciudad que nos sorprendió por la gran cantidad de maravillas que esconde entre las estrechas callejuelas de su casco antiguo.
Los patios mallorquines escondidos en la calle Morei; la tranquilidad de los baños árabes; la culturalidad de la plaza Mayor; el recogimiento de la Iglesia de San Miguel en contraposición con el bullicio de la calle del mismo nombre; las vidrieras de la Catedral; el lujo del Paseo del Born (con su parada obligada en el bar Bosch para degustar una "langosta", que nos es otra cosa que un bocadillito caliente elaborado con el tradicional pan llonguets); los productos frescos del Mercado del Olivar...creo que nunca me olvidaré de estas maravillas. Pero lo que estoy segura que siempre se quedará grabado en mi memoria son esos suculentos desayunos a base de chocolate caliente, ensaimadas y cuartos y las meriendas con helado de fresón en Can Joan de S´Aigo. Sin duda, esta casa fundada en el año 1700 es visita obligada para todos los que pongan sus pies en la isla balear.
Nuestra ultima comida en la isla volvió a ser todo un tributo a los fogones mallorquines. Comer en el Celler Pagès, por recomendación de Lorenzo, volvió a ser un acierto. Y es que esta casa mallorquina, que abrió sus puertas en 1956 en la calle Felipe Bauza, en plena lonja de Palma, ofrece una comida de temporada, deliciosa y fiel a la tradición de las cosas bien hechas. Allí volvimos a deleitarnos con el frito mallorquín, unas manitas de cerdo, una sepia con sobrasada que casi hace que se me salten las lágrimas y de postre el tradicional pastel de pobre.
Como no podía ser de otra manera, antes de despedirnos de la isla llegó el momento de recoger todas las ensaimadas que tenía encargadas. En total 16 kilos de este sabroso dulce. Sí, sí, he dicho 16 kilos y para los que os preguntéis como pude traerlo en el avión os informo de que facturé una maleta exclusivamente para ensaimadas y sobrasadas. Algo que, me consta, sólo podréis entender vosotros, mis queridos amigos apasionados, al igual que yo, por la gastronomía. El resto del mundo pensará que estoy medio loca (tal vez sea cierto jajaja). Los lugares escogidos para las compras, después de mucho indagar, fueron mi querido Can Joan de S´Aigo y el Horno La Gloria, un negocio familiar cuya historia parece remontarse al siglo XIII.
Y aquí os dejo, como hago siempre una foto de todas las compras que traje a casa (en mi maleta facturada para tal fin jajaja): quesos mallorquines, sobrasadas artesanas, camaiot, longaniza, galletas de Inca, cuartos, ensaimadas, mermelada de naranja de Soller y un sin fin de delicias más que me sirvieron para recordar, ya en casa, mis fabulosos días en Mallorca.