Algo que no entendí demasiado al visitar este rincón del Sáhara, es la idea que tienen los lugareños de disfrutar de un día de playa. Parece que para ellos, lo ideal es reunirse para disfrutar del sol (los hombres, ya que las mujeres deben estar totalmente cubiertas) y la frescura de las aguas de un mar abierto, es ir a las playas más cercanas a la ciudad de El Aaiún que cuentan con apenas unos metros de costa, pedregosas y pegadas a la carretera donde pueden aparar sus coches y montar sus tiendas para pasar el día en familia. Abarrotadas hasta la bandera ( si la hubiera), las playas favoritas de los saharahuis de estos pagos no tienen nada que ver con la de Tarouma.
Desértica, enorme, salvaje, compuesta por una suave y dorada arena salpicada por alguna que otra roca donde crecen libremente los percebes y las almejas, sin viento y sobre todo, sin un alma que rompa el equilibrio del paisaje, se encuentra a pocos kilómetros de las que parecen ser las favoritas de los habitantes de la zona.
Tiene un aire de pueblo de pescadores, con pocas construcciones pegadas a la playa donde se amontonan las pequeñas barcas de pesca que parecen no querer salir a faenar nunca. Recuerda a uno de esos lugares abandonados que suelen aparecer en películas donde la fotografía lo es todo, donde la narración y los personajes rompen el encanto del paisaje.
Es un auténtico placer casi desconocido ya, pasear por las arenas de Tarouma, mojar los acalorados pies en las frescas y transparentes aguas que bañan la costa, investigar y disfrutar de la vida marina que sale al sol cuando la marea baja y gozar del choque de colores que nos ofrece la naturaleza.
No me explico, por mucho que lo pienso, porqué la playa aparecía vacía, sin gente, porque alma tiene y encanto también.
No me perdonaré nunca no haberme decidido a disfrutar de sus aguas y del calor de sus sol. ¿Será que su voluntad es que nadie la profane? ¿ Querrá mantenerse virgen y sólo dejar que la surquen las barcas de pesca que pacientemente esperan en la orilla? Nunca lo sabré, pero la imagen quedará siempre en mi retina como una estampa única y diferente, mágica e hipnotizadora.
Uno de los atractivos que presenta una escapada a El Aaiún, quizá el más importante, sea recorrer parte del desierto del Sáhara que casi toca el mar. Y es que mar también lo es, pero de doradas arenas, de fuertes vientos y de soledad casi inmensa, inabarcable pero hechizante.
Ali Salem, nuestro guía nos llevó a la caza de las dunas, esas grandes e imponentes que parecen tsunamis de arena. El 4X4 sube, baja, cabecea como un barco del desierto y hace varias paradas para que contemplemos esos gigantes que se mueven por capricho de los vientos y no de los hombres. Desaparecen para dejar paso a los pastizales de aulaga y otros verdores de los que se alimentan los camellos guiados por pastores que poco más pueden encontrar por estos lares aparte de algún que otro pozo donde abrevar sus rebaños.
Ali Salem se muestra tranquilo, relajado, y mientras nosotros fotografiamos, extasiados, las formaciones arenosas y la pobre riqueza del desierto, él reza a Alá, dándole gracias por permitirle disfrutar de un día más en su particular paraíso de arena y viento.
Los colores son uno solo pero con infinidad de tonos, la luz es una sola pero con multitud de intensidades, la vida es una pero con incontables experiencias. Aquí el tiempo parece detenido, como si lo que hay más allá de la última duna, del último arbusto no importara nada.
El Sáhara es vida escondida bajo un velo de resplandores, tan sólo hay que levantar esa delicada gasa para poder ver lo que oculta, para embeberse de su encanto y de la eternidad de su existencia.
Sahara significa "Tierra dura". Y no es ningún eufemismo ni metáfora, es un significado literal.
Con casi ocho kilómetros cuadrados de superficie, ha sido residencia de pueblos nómadas y sedentarios, que han tenido que buscarse la vida para sobrevivir en un territorio evidentemente hostil.
Agricultura casi inexistente, pastos escasos y sobre todo un gran aislamiento han obligado a pueblos como el tuareg a sacar de donde no hay. Y precisamente una de sus fuentes de alimentación y transporte lo ha constituido desde hace milenios los camellos y dromedarios.
La escena cada mañana es la misma: las mujeres montan en sus asnos y dirigen el rebaño hacia los pozos para que beban litros y litros de agua con las que alimentar sus reservas. Realmente el rebaño está formado por ejemplares de dromedarios, recordemos que tienen una sola joroba mientras los camellos son propios de Asia y tienen dos, aunque siempre nos refiramos a ambos como camellos, lo que intuyo debe ser por facilidad lingüística.
El animal está tan adaptado a la escasez de agua del desierto que muchos árabes lo llaman bebedor del viento, aunque yo prefiero el más poético nombre de barco del desierto. La madre Naturaleza le ha otorgado la capacidad de poder pasar cinco o seis días sin abrevar cuando el calor aprieta hasta llegar a los 50º y durante la época "invernal", y si los pastos están verdes, hasta cuatro y cinco meses. Pero eso no es todo, ya que la grasa acumulada en su joroba le proporciona alimento continuo y le permite pasar también semanas sin probar bocado. Todos hemos visto alguna película donde el protagonista, desesperado mata a un camello para comerse la joroba, y no debe ser muy sabrosa por las cara que pone.
Otro mito es el que cuenta que el camello es bruto y desagradable. Nada más lejos de la realidad. Tras acercarme a ellos, salvajes pero confiados, pude comprobar que es un animal noble y refinado, que mira y olfatea muy de cerca el agua que ha de beber hasta encontrarla limpia y es muy selectivo a la hora de comer de este u otro pasto.
Vale la pena hacer unos kilómetros para encontrarse con estos dromedarios en su hábitat natural y acercarse a ellos con cautela y respeto, aunque sólo sea para comprobar que son muy diferentes a la idea que teníamos de ellos.
No es muy habitual, por no decir poco usual, que cerca de una población del noroeste de África encontremos un paisaje tan atractivo como el que aquí nos ocupa. El río Saquia el Hamra, que recorre tímidamente esta región del Sáhara Occidental, fue apaciguado hace décadas mediante sencillas presas de adobe y piedra y luego, con la llegada de nuevos materiales de construcción, reforzado para conseguir hacer de su cauce una presa que pudiera abastecer a los habitantes de la ciudad de El Aaiún.
Pero con la llega del agua corriente, estos mismos pobladores dieron la espalda al embalse, que poco a poco fue relegado a un tercer plano y hoy presenta aspectos contrarios y chocantes.
Por un lado tenemos las consecuencias del desarrollo moderno, léase contaminación, basuras y desechos, y por otro la fuerza de la madre naturaleza, que siempre busca la manera de dar a sus hijos nuevas salidas ante los cambios impuestos por la siempre tirana especie humana.
Por eso, si obviamos la primera de las dos facetas y nos centramos en la segunda, más atractiva y enriquecedora, encontramos un auténtico oasis vegetal y animal a los pies de la ciudad. Palmerales, marismas y grandes extensiones de dunas doradas y rojas, sirven de hábitat a gran cantidad de aves y pequeños mamíferos que se alimentan de pequeños peces los primeros y de dátiles e insectos los segundos.
Hay dos principales miradores que nos permiten disfrutar de este inusual paisaje. El primero es un puente construido sobre uno de los muros de la presa, que nos deja ver ambos lados de la misma y que separa radicalmente las aguas poco bravas pero límpidas del curso del río de las amansadas y menos atractivas que se pegan a la parte norte de El Aaiún.
El otro mirador nos sumerge casi completamente en el oasis del palmeral y se encuentra localizado en la parte más antigua, donde nació y fue fundada por los españoles aquella primitiva aldea saharaui.
Un lugar diferente de la también desconocida "Ciudad de las Fuentes y los Manantiales".