- Francisco te quiero. Siempre te he querido. Dile a mamá que la quiero mucho y por favor cuida bien a todos. Vete y déjame morir solo, que yo no sé nadar.
Esas fueron las palabras de Ramón Martín -mi hermano-, aquella terrible noche del 29 de enero de 1998, cuando el río Ica se desbordó por el puente Socorro y un gigantesco brazo de agua, más alto que mi camioneta, nos arrastró aguas abajo.
Horas atrás, alrededor de las 7 pm, Ramón Martin, se preparaba para recibir la serenata que sus amigos le iban a dar. Aquella tarde estuvo lloviendo torrencialmente. La ciudad de Ica, había colapsado por la lluvia: la luz se había ido, las casas se habían llenado de agua por los techos y por las ventanas, todo era un desastre y yo le había pedido, por favor, que me acompañara a la fábrica de la Tinguiña para llevarles municiones y pilas a los guardianes.
De regreso a Ica, me percaté de que la oscuridad era tal que no se veía mucho, casi nada, pero lo suficiente como para ver a la gente que venía en sentido contrario a nosotros. Sus rostros eran de horror. Cuando me dispuse a cruzar el puente Socorro, el cual pasa por encima del Río Ica, vimos que el puente y sus barandas de más un metro habían desaparecido. No es que el huaico se lo haya llevado, sino que era tanto el caudal de barro negro que no se veía nada y no sabíamos si había puente o no. Me armé de valor y lo crucé, rezando todas las oraciones que había aprendido durante toda mi vida. Cuando llegamos al otro lado del puente y avanzamos por encima del dique viejo, recorriendo casi doscientos metros me di cuenta que no podría entrar a la ciudad. Que no lo lograría. Parado en la esquina, mirando a la derecha e izquierda, así como cuando un chofer quiere pasarse un semáforo en rojo o quiere ganarle el paso a un tráiler enorme, vi que venía otra ola de huaico más grande que la que vimos por el cauce del Río. Éste brazo se había abierto a la altura de Los Patos, por el recodo que hay en el fundo de La Fontela, frente a Santa María, y traía gallinas, chanchos, vacas, muebles, cocinas, colchones.
Ramón, después me dijo que también había visto personas. Nada pudimos hacer? el huaico crecía cada vez más y amenazaba con arrastrarnos a nosotros también. Solo quedaba poner retroceso y retroceder de la forma más temeraria e irresponsable como no lo he vuelto hacer jamás y desandar todo lo que había avanzado pero para atrás, hasta la avenida Siete. Yo nunca perdí las esperanzas. Subí las ventanas del auto e hice hasta lo imposible para que el motor de la Chevrolet de ocho cilindros no se apagase?
Es allí donde, Ramón Martín, me dice la frase del amor seguida de un ataque de nervios cuando el huaico se llevaba la camioneta con nosotros dentro y el motor encendido. Afortunadamente, el motor nunca se apagó. Después que en medio de ataque de pánico tuviera que propinarle un cachetadón en la mejilla cuando se quiso arrojar de la camioneta -que seguro hasta ahora le late-, llegamos a tierra firme.
Tratando de llegar a casa, donde estaba toda mi familia recorrimos todo el valle tratando de cruzar el Río por algún lugar, no sabíamos ni una pizca siquiera la magnitud del desastre. Esa noche terminé alojado en San Ramón, la Casa Hacienda de Don Alfredo Elías y su familia, quienes nos dieron posada hasta el otro día, pensando luego que amengüen los huaicos, cruzar el río a pie e ir casa.
Ese día aprendí un poco más de Ica y sus extrañas fuerzas. Llegué a casa a pie, pasando las 4 pm del día siguiente.
Francisco Massa
Ica - Perú