En cocina también las modas se suceden y, no hace mucho, hemos visto extenderse como mancha de aceite por los principales restaurantes españoles una mal entendida nouvelle cuisine que, llenándonos mesas y ojos de combinaciones coloristas viene a dejarnos el estómago tan vacío como el bolsillo. Igualmente, las cartas de esos mismos restaurantes de prosapia se iban poblando últimamente de platos presuntamente rústicos, indefectiblemente apellidados todos como ‘de pastor’ o ‘pastoril’ intentando dar un aire de frescura primigenia a sus copetudas cocinas.
Pastor recogiendo el rebaño
De las grandes cocinas, la novedad rápidamente saltó a hospederías, mesones y restaurantes en general extendiéndose finalmente por toda la geografía gastronómica. Entre nosotros, al amparo de las nacientes conciencias locales, sus deseos de autoafirmación y el justo empeño por reverdecer y honrar nuestros valores vernáculos, la moda de lo pastoril también se asentó por estas comarcas serranas y así, en nuestros restaurantes y casas de comidas, abundan los platos de sonoros apellidos montaraces y amplias genealogías pecuarias. Sin duda, en una comarca esencialmente ganadera como la nuestra, donde tantas generaciones han fatigado los campos tras los rebaños, no debiera sorprendernos el ascenso de los guisos pastoriles desde los cortijos a los restaurantes, si no fuese porque en realidad el camino fue recorrido inversamente y, dichas ansias pastoriles y arcádicas nos llegaron desde alturas capitalinas bien alejadas de la existencia aldeana.
Augusto llamando a sus ovejas
Parece que esto de lo pastoril viene de lejos, emperadores romanos como Augusto ya gustaban de retirarse al campo sin más compañía que un pequeño rebaño del que cuidar, y en nuestro Siglo de Oro, la nobleza suspiraba por la vida supuestamente bucólica que culteranísimos y redichos pastores llevaban en idílicos predios, lo que dio lugar a todo un género literario, la más que repelente y aburrida novela pastoril donde hasta Cervantes incurrió. También en la gabacha corte de Luis XVI, fue moda impuesta por
Luis XVI y María Antonieta
María Antonieta que cortesanos y cortesanas debidamente incrustados en lujosísimos disfraces de pastores, profusos en lazos y sedas, triscasen en pos de ovejas no menos atildadas y perfumadas como excusa oportuna para perderse por los campos y entregarse a menesteres más venéreos. De románticos e impresionistas que redescubrieron las campiñas hasta nuestros días donde los que triscan son ecologistas y domingueros, vemos como una constante de nuestra estresada sociedad urbanícola ese ansiado retorno a los campos y sus usos, que se manifiesta en este llevar a los menús los rústicos platos campestres como paradigma de virginal suculencia.
A bote de pronto y sin salir de nuestra comarca, entre las cartas de no más de cinco restaurantes hemos encontrado gazpachos pastoriles, patatas al buen pastor, cabrito en guiso de pastores, caldereta antigua de pastor, cochofro de pastores, conejo pastoril, mataburrillo de los pastores y, cómo no, las tan afamadas como indispensables migas de pastor y algunos otros que no recordamos. Llegados a este punto, hay que preguntarse si: ¿bajo la zamarra del pastor no se encuentra en realidad un fino gourmet, un delicado gastrónomo o, cuando menos un recóndito artista guisandero pasmo de chefs y maestros obradores?. Puede que algo de eso haya, pues precisamente quien estableció el primer asador de éxito fue Abel, pastor cuyos asados, barbacoas y parrilladas debían ser tan logradas que ‘agradose Yahvé de Abel y su ofrenda’ (Gen, 4, 2ss) mientras que los potajes, estofados y pucheros del Caín labrador no tuvieron el mismo éxito, lo que fue la evidente causa de desavenencia entre los hermanos cuyo desenlace conocemos.
Pese a tanto mito sobre el arte culinario del pastor y tanta milonga a cuestas, uno ha constatado que, al menos en estos pagos, el pastor practicaba una alimentación tan recia como sencilla y sus gustos gastronómicos no iban más allá de la moderación impuesta tanto por sus menguados recursos, como por la forzosa limitación para preparar guisos a la que su marcha tras el ganado le obligaba. Hemos visto a los pastores que, para matar el tiempo en el campo iban antaño armados de caramillos y dulzainas más tarde metamorfoseados en transistores y ahora en teléfonos móviles, pero no cargados de aceiteras, chorizos, morcillas, pimientos, aceite, ajos, pan duro y cuanto es preciso para oficiar una migas de pastor decentes, sin olvidarse del necesario perol de más que mediado tamaño. Esta frugalidad impuesta por la continua marcha debió ser lo que llevó a exclamar al Conde de Keyserling, alocado filósofo alemán, tras un viaje por la Extremadura de los años veinte ‘Para conocer el arte culinario de la edad de piedra no hay más que visitar a los pastores de las sierras españolas’.
La experiencia propia nos ha enseñado que en el zurrón del pastor se esconden tan sólo algunos embutidos junto a una hogaza de pan y algo de queso. Ocasionalmente algunas sardinas, rápidas de preparar en un improvisado fuego y con frecuencia, una bota de vino al hombro y, por cierto, no es fácil imaginar a ningún cabrerizo, porquero o ni siquiera mayoral que tras una buena churrupada a la bota exclame: ‘¡rediez! Que este vino tiene equilibrio en boca con sensación de madurez, carnosidad y tacto pulido que redondean su riqueza tánica. En la nariz se aprecian notas tostadas de buena madera y agradables sensaciones avellanadas en vía retronasal’.
En tiempos más antiguos, cuando se formaban grandes rebaños que en verano no regresaban al redil por algunos días pernoctando en ranchos los pastores, éstos estaban precisados a disponer una cierta intendencia. Para ilustrarlo, nada mejor que estas coplillas recogidas en el Valle de los Pedroches a principios de siglo, que recrean la adoración de los pastores en el Portal de Belén:
Hicieron lumbre,/ Y con vaivenes/ Muchas sartenes/ Fueron sacando,/ Y de una bota llena/ Tragos colando./ La longaniza es buena/ Sin más enredo,/ Que detrás de las migas/ Se van los dedos./ Y los perniles,/ Fueron partiendo/ Y componiendo/ Los salchichones,/ Sin dejar cosa viva/ En los zurrones./ Perote dijo, venga/ La bota santa,/ Que se pegan las migas/ A la garganta.
En realidad la alimentación de los peones campesinos no variaba a lo largo del año, la mañana comenzaba necesariamente con unas migas y, a medio día, en el campo se mataba comía algo que renovase los fuerzas para el trabajo como matanzas y torreznos y a la noche, de regreso al cortijo, aguardaba el indefectible cocido diario. Por contra la preparación del pastor para su jornada comenzaba de manera más liviana para poder seguir a los rebaños y a medio día en algún prado o abrevadero donde se detenían las ovejas se mataba el gusanillo con algo de embutido. A la noche, de regreso al chozo, el invariable cocido .
Esto se completaba con gazpachos en verano, la leche de las ovejas y cabras propias y en ocasiones guiso de cabrito o cordero cuando alguno de éstos moría accidentalmente. Por supuesto, el pastor como peregrino y conocedor de los campos no desdeñaba la ocasión de hacerse con cuanta carne de pelo y pluma podía conseguir por medios más o menos lícitos. En cambio nunca fueron recolectores de setas, espárragos, trufas y otras delikatessen que el campo ofrece, seguramente por su nulo valor energético, lo que no dice mucho en favor de su ‘gourmetismo’.
En definitiva, si alguien dominaba el arte coquinario entre pastores, eran sin duda las santas esposas de éstos que tenían que salir adelante con la menguada ración de la cabaña, que así se llamaba a unos pagos en especie: tocinos, embutidos, aceite, harina, legumbres… que el amo entregaba mensualmente al pastor y cuyas cantidades se ajustaban en San Miguel, comienzo del año agrícola. Si en nuestros restaurantes encontramos ahora tantos platos de pastores, se debe sin duda a que, aparte el lejano origen pastoril del guiso, tiene más tirón y más marketing un cochofro de pastores que una caldereta de banqueros, y más un conejo pastoril que una liebre a lo broker.
Francisco J. Aute
Unos ejemplos:
Venado en salsa a la mode del furtivo
En descargo de pastores y para solaz de gastrónomos montesinos, traemos aquí esta antiquísima receta originada en las rancherías de nuestra sierra y afinada a través de generaciones de corcheros, pastores y furtivos, y que felizmente se ha preservado por tradición familiar en el Bar Pedro de las Navas de la Concepción, cuya visita recomendamos vivamente a quienes quieran conocer de primera mano el gusto agraz y sencillo de los calderos primitivos sobre fuegos de encina y jara.
A la carne de venado, por dura y montaraz, se le aplicará un corte a cuadros y se espumará abundantemente con fuego vivo. En el mismo agua y ya a fuego medio, se añadirá cebolla, ajo, laurel, aceite crudo y sal al gusto. Se condimentará con tomillo, orégano, pimienta, comino y vino blanco. No incluimos las proporciones, porque entre pastores no se usaba de fórmulas de precisión y bastaba el buen ojo del gañán oficiante.
Mataburrillo
En un caldero al fuego se pone cantidad suficiente de aceite donde se frien abundantes pedazos de pan. Una vez fritos se añade la leche y, cuando hierva se continua agregando pan y moviendo hasta que quede encallado.
El mataburrillo era comida mañanera de los pastores que, en sustitución de las migas, tomaban antes de salir con el ganado.
F.J.A.