Crítica Independence Day 2 Crítica Independence Day 2
Digan lo que digan los (benditos) tangos, veinte años pesan. Y mucho. Sería imposible, además de un terrible problema, que fuéramos la misma persona que en 1996 se lo pasó bomba con ‘Independence Day’, un espectáculo de acción y destrucción masiva con el que Roland Emmerich destruyó y conquistó el mundo a base de palomitas e imágenes tan inolvidables como la de una Casa Blanca saltando por los aires. Por entonces, el género del blockbuster era más cercano al thriller que a los fuegos artificiales, pero el director alemán apostó a todo o nada. Y contó con el beneplácito de la suerte, reventando taquillas, convirtiendo a Will Smith en superestrella y descubriendo la vis cómica de Jeff Goldblum, entre otros (inesperados) logros. Entonces, ¿cómo es que se ha tardado dos décadas en dar forma a una secuela? Bueno, aunque no lo creáis, hubo un tiempo en el que la luz verde para las continuaciones de los grandes éxitos no se encendían con tanta facilidad.
La cuestión es que, en plena exaltación de la nostalgia y los regresos ‘inesperados’, multiplicad comillas, mucho se estaba tardando en repetir la jugada extraterrestre.
Emmerich, vendiendo como tiempo de gestación y maduración de una idea lo que tiene más pinta de ser una vuelta obligada al ruedo de la acción después de sus desastrosos intentos de cambiar de género, no se ha calentado demasiado la cabeza, no ha esperado a que la agenda de Smith se liberase y, con prisas y a lo loco, ha facturado una continuación que, de nuevo, consigue entretener casi sin descanso pero que, al mismo tiempo, ha perdido todo lo demás. Es decir, el carisma, la diversión y el ritmo trepidante de su predecesora. Goldblum, el único que parece no tomarse demasiado en serio la película, una decisión que el resto de compañeros del reparto podrían haber seguido, se erige como el único nexo en común realmente aprovechable de ‘Independence Day: Contraataque’, simpático referente de una secuela que tira por tierra sus buenas ideas, con la combinación entre tecnología extraterrestre y humana a la cabeza, para construir una réplica a mayor escala de lo que ya vimos hace veinte años.
En los puntos a favor, podemos seguir apostando por Emmerich para contar varias historias de manera simultanea sin dejar ninguna de lado, repartiendo sabiamente los minutos. Una virtud que aligera el peso de una propuesta cuyos mejores momentos se dan cita en un clímax final tan pasado de rosca que termina por generar algo parecido a la hipnosis más absurda posible. Es en esos momentos, gigantes en lo visual, lo estúpido y lo espectacular, cuando el espectador puede sentir algo similar al recuerdo de un disfrute que propició la decisión de ir a ver una segunda parte que nace pensando más en la estructura de una futura franquicia que en el pasado que justifica su existencia, algo que demuestra sin una pizca de sutileza su insultante desenlace. No, no merecía la pena que intentaran conquistarnos una vez más. Ni los extraterrestres, ni Goldblum, ni Emmerich.
Redacción: Alberto Frutos
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