El conjunto monumental, único en su género, se encuentra dispuesto en las laderas de un anfiteatro natural, y se caracteriza por una sucesión de desmesuradas y grotescas esculturas talladas en la roca.
Las obras surgen en 1550 del extravagante deseo de Pierfrancesco II Orsini motivado por el reciente fallecimiento de su esposa, Giulia Farnese.
Un extraño homenaje
Bomarzo es una localidad del Lacio, a 70 km al norte de Roma, que surge entre montañas y bosques. La agreste naturaleza que la envuelve, la vegetación y los arroyos serpenteantes, convirtieron la zona de Viterbo durante la Edad Media en residencia de verano de los Papas.
A mediados del siglo XVI Pierfrancesco II Orsini, descendiente de una de las familias más poderosas de Roma, comúnmente conocido como Vicino Orsini, hereda tras el fallecimiento de su padre el ducado de Bomarzo. Vicino se había desempeñado como mercenario en la guerra entre los francos y los españoles, luego de haber caído prisionero. Tras la finalización de la guerra, retorno a su patria donde tomo matrimonio con Giulia Farnese, cuya muerte nunca superó.
Tras el fallecimiento de su esposa, encargó a varios arquitectos, Jacopo Vignola y Pirro Ligorio la construcción en los jardines de sus tierras, de una serie de obras por demás extrañas, de carácter absurdo y terrible en homenaje a Giulia.
Así, de entre los árboles, parterres y arroyos, surge a la vista del paseante formas grotescas y caprichosas de aspecto terrible o absurdo, que representan personajes míticos y seres fantásticos.
Es un conjunto monumental de figuras míticas inspiradas en el Renacimiento, está cargado de simbolismo. Y así son conocidos estos jardines de Bomarzo también como ?El Sacro Bosco de Bomarzo?, ?El jardín de los delirios?, ?El parque de los monstruos? o sencillamente ?El jardín de las maravillas?.
Esta peculiar obra artística llevaría a la inmortalidad al Castillo de los Orsini.
El jardín de las maravillas
Se dice que estos personajes míticos y animales fantásticos, salpicados de máximas herméticas escritas en ánforas o en muros de piedra que pueblan este bosque, parecen transmitir el secreto de un camino iniciático que, en la medida que se avanza en él, parece transportar también al interior de uno mismo, mostrándonos las pruebas, los umbrales y los peligros del sendero que conduce a la conquista interior.
Un ejemplo son las dos esfinges que flanquean la entrada, moradores benignos del umbral que en vez de inquirir con severidad nos recomiendan con advertencias: «Quien con la ceja arqueada y el labio apretado no va por este lugar, carece de admiración, pues éste es uno de los lugares solitarios más famosos del mundo?» «Tú que entras aquí, pon tu mente aparte y dime si puede ser que tanta maravilla esté hecha por engaño o por un arte puro».
Siguiendo el sendero, se pueden ver los rostros de Jano, Hécate, Saturno y Fauno así como una enorme cabeza con las fauces abiertas dispuesta a devorarnos, adornada con espumeantes olas de mar.
Siguiendo el recorrido nos topamos también con un gigante (Hércules) descuartizando a Caco «el que roba el sustento de los más indefensos». Es la lucha entre el bien y el mal. En lo moral, representa la victoria sobre uno mismo, de aquello que nos convierte en héroes sobre lo que nos transforma en ladrones.
Junto al gigante, en un recodo donde el agua salta entre las rocas, una tortuga se enfrenta desafiante a una ballena. Sobre el caparazón, un jarrón invertido y una esfera alzan a una Victoria. La tortuga, lenta pero constante, es el símbolo de la paciencia, que se enfrenta al abismo del tiempo, es el lema renacentista «medita mucho tiempo y actúa con rapidez».
Surgen igualmente Pegaso, símbolo platónico del alma que vuelve al mundo de lo inteligible, al mundo de los arquetipos, donde habitan la Belleza, la Verdad, la Justicia y el Bien; las tres Gracias y a sus hermanas las Musas, símbolo del aprendizaje, de la instrucción, es presentarse ante las guardianas de las ciencias y las artes; una Casa inclinada, construida aprovechando la inclinación de la roca, e imposible de habitar pues nada más entrar te envuelve una sensación constante de vértigo y es cuando se entiende la máxima en latín esculpida en la entrada: «Animus Quiescendo fit prudentior, ergo» («Buscar tranquilidad para que el alma gane en prudencia»). Es la casa de la Fama, tan inestable como efímera e ilusoria, recordándonos los vaivenes de la Fortuna que nos hacen padecer sufrimientos por las cosas pasajeras. También nos encontraremos con la Fuente de la Sabiduría, custodiada por Neptuno.
Es en fin, como argumentan los estudiosos de lo hermético, un combate por la conquista de la conciencia más allá del tiempo que se representa mediante La puerta, la figura más conocida y sobrecogedora del jardín: el Ogro. Una enorme cabeza petrificada con un grito de dolor y espanto, que nos dice «todo pensamiento es fugitivo». Es la entrada al mundo subterráneo, es la bajada a los infiernos de los relatos mitológicos. Aquél que es devorado encuentra una sala circular con un banco adosado a la pared y una mesa o altar, y descubre que no ha muerto, que la extinción no existe, más bien una sensación de serenidad, la quietud completa, el silencio, el vacío, como si los pensamientos no se atrevieran a entrar.
Al final, en un claro que se abre entre las ramas de los árboles, se encuentra Proserpina, que nos aguarda con la sonrisa hierática del misterio de la inmortalidad. Ella da la bienvenida al lugar del que ya no se retorna, la meta, la conquista y el premio: «De vuestro ingenio angélico y celeste, de la bella alma y del pensar ardiente de fuego puro e inmortal, hace clarísima alianza en todo gesto la belleza que como regalo has tenido del cielo», nos dice.
El jardín fue abandonado durante más de 400 años. El musgo fue conquistando terreno en la roca viva de las estatuas, pero a mediados del siglo XX la familia Bettini se hizo cargo de él y lo restauró, dándole el merecido prestigio y reconocimiento. Hoy en día está abierto al público.
La novela histórica Bomarzo, de Manuel Mújica Láinez, está ambientada en ese contexto.