Le encantaba leer al aire libre, así que tomó uno de sus libros de la estantería y se fue al parque.
Inés era una joven que disfrutaba al máximo de los pequeños placeres. Ir a aquel parque con el olor a hierba húmeda era todo un regalo para sus sentidos.
Eligió uno de los bancos más alejados de los columpios para poder centrarse lo mejor posible en su lectura. Al fondo del parque se podía ver un pequeño estanco con unas mesas a su alrededor, donde los padres vigilaban de cerca a los menores que correteaban por todo el parque.
Se sentó bajo la sombra de aquellos centenarios arboles y se puso sus viejas gafas de pasta que le daba aquel aire de misterio.
Comenzó aquella novela que empiezan como todas... Érase una vez...
Josué era un joven con una belleza muy singular. Quizás no era el hombre más apuesto de todos. Pero sin lugar a dudas tenía una elegancia que lo caracterizaba. Era bastante elocuente y con una inteligencia emocional que lo hacía el amante perfecto. Su actitud era su mejor arma.
Por el contrario, Inés era una joven vivaracha pero que en las distancias cortas se hacía pequeñita, y más al lado del torrente de seguridad que desprendía Josué.
Se conocían hacia tiempo, tiempo necesario para saber que aquellas dos mentes debían enredarse en algo más que en unas sábanas. Podían estar durante horas descubriendo similitudes entre ambos. Tantas, que llegaban a asustar. Pero jamás hasta el punto de dejar escapar una ocasión como aquella.
Siempre bromeaban con tomarse una botella de vino juntos aunque los dos sabían que era una mera excusa para dar rienda suelta a sus deseos.
Una noche quedaron en la terraza para tomar aquella ansiada botella.
Cuando se dieron cuenta, los camareros estaban recogiendo todo el bar, y ellos ya iban por su segunda botella de vino. El tiempo entre ambos volaba sin percatarse del ágil movimiento de las agujas del reloj.
No era el vino, era mucho más que eso. Era magia. La magia que existía entre las pupilas de ambos. Esa extraña razón que te atrapa hacia esa persona. Ese deseo incontrolable que te impulsa hacia el vacío, sin importar absolutamente en las posibles consecuencias.
Sin miramientos, sin rodeos acabaron en la casa de Josué. Ambos sabían lo que iba a pasar. Ambos eran conscientes que aquella noche era la fecha escogida por el macabro destino para comenzar aquella tortura carnal.
Nada más cruzar el umbral de la puerta, la ropa caía lentamente al suelo. En sus cuerpos había una única dirección hacia el dormitorio. Apresurados y sedientos cayeron casi de inmediato sobre la cama.
Las manos vagaban libremente sobre cada palmo de piel. Los besos se apresuraban todas aquellas sensaciones que desconocían.
El roce de las yemas de sus dedos se deslizan con soltura pero con delicadeza por los cuerpos.
Inés susurra levemente entre gemido y gemido. Siente que su piel se reinventa con cada roce, con cada fricción. Caricia a caricia borra todo su pasado e inventa un nuevo código para amar. Como si nunca antes hubiera existido amante en su figura.
Josué puede leer en los ojos de Inés el fuego de sentirlo dentro de ella y no pudo resistirse a complacerla. Lentamente, con cautela y con deleite.
Era una sensación mágica. Sus cuerpos parecían imantados, atados por la pasión de aquella química desbordante que los nombraba como los amantes perfectos.
Cada sacudida estremecía a Inés, dejándola casi sin aliento, sin respiración, sin fuerzas. Solo alma, alma que aclama el edén entre sus muslos.
Cae rendida sobre sus pechos en la cama. Agitada, sudorosa y hechizada.
Josué abatido se desploma sobre el colchón.
Inmóviles se contemplan, se miman con sus pupilas y transfieren sus almas encadenadas a partir de ese momento. Un compromiso sin tinta, sin papel, sin contrato. Estarán encadenados por su mente y su alma por siempre jamás.
El sonido de las hojas con el viento despertó a Inés. Miró asustada a su alrededor y se encontró recostada en aquel viejo banco del parque. Intentó reponerse rápidamente, a la vez que miraba a todos lados para intentar entender como había podido dormirse sin más en aquel parque.
Se cuestionaba que hubiera podido quedarse dormida, así que agarró su bolso y su libro para marcharse a casa. En ese momento sintió como sus dedos estaban totalmente humedecidos. Acercó su dedo indice a su nariz para poder identificar de qué podrían estar mojados, y su reacción fue estremecerse. Volvió a mirar a todos lados asustada y comenzó a correr hacia su casa...
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