Por más muros que pusieran entre ellos, por más distancias o fronteras que se impusieran entre ambos era imposible alejar sus almas.
Su cuerpo. Su cuerpo era el refugio de todos los males. Su compañía era su única pócima para mitigar el dolor del alma.
Raquel corría a sus brazos de manera instintiva, de forma casi mecánica a pesar de que cada día se proponía empezar un nuevo despertar alejada de aquella adicción. De una manera irrevocable se sentía invadida por los recuerdos, por los anhelos de aquella furia pasional.
Un instinto primitivo desbordaba su razón con la presencia de unas únicas huellas en su piel. Todo lo demás quedaba imperceptible a su alrededor.
Una noche más se habían buscado, como siempre. Una noche más a la que sumar grandes momentos enredados entre las sábanas de lo inexplicable.
Las yemas de los dedos ardían. Fuego portaban aquellas manos recorriendo cada rincón del otro cuerpo. Aún sus cuerpos vestían telas que aún así no impedían sentir el calor del deseo. Sus manos acariciaban atrapadas entre el algodón y el apetito.
Por más que quisieran detener el reloj, era un pulso perdido. El tictac del reloj avanzaba a la par de sus besos.
Sin previo aviso el vestido de Raquel cayó al suelo, dejando a la vista la lencería negra que había escogido para la ocasión. Los ojos de Fernando emanaban lujuria al contemplarla a contra luz de las velas del salón.
Las manos de Fernando acudían al calor que brotaba del interior de los muslos de Raquel. Acariciaba la suavidad de la zona buscando el calor. Recorría con sus manos una y otra vez la zona para adentrarse por debajo de sus bragas. Justo en ese mismo momento, Raquel expiró un pequeño suspiro. Ansiaba ese momento dulce e inquietante. Cada vez sentía a Fernando más suyo y menos lejos. Mas cerca y más adentro.
La espalda de Raquel se arqueó al sentir los dedos de Fernando rozar con mucha suavidad su clítoris. Esa sensación que la erizaba por completo. Que le proporcionaba esos escalofríos que solo él podía darle.
Ella necesitaba descubrir al completo toda su desnudez. Ansiaba que sus cuerpos rozaran piel con piel, así que terminó de despojarse de la poca ropa que tenía y continuó desvistiendo a Fernando.
Ya con sus cuerpos desnudos, lo abrazó con tanta fuerza que salió de lo más profundo de su alma un último hilo de aliento de añoranza. Ya todo el anhelo había acabado. Ya estaban allí los dos, cuerpo a cuerpo, piel contra piel.
Raquel sabía que aquella sensación de plenitud era su propia condena. Que aquella atracción animal por los brazos de Fernando, era su cárcel, su infierno. Pero bendito infierno. Era el infierno que la calmaba. Era esa calma que la aceleraba y perturbaba sus sentidos.
Las manos de Fernando ya no solo jugaban en su entre piernas, ahora recorrían todo su cuerpo. Hacía círculos alrededor de los pezones buscando darle mucho más placer a Raquel. Él conocía con exactitud cada milímetro del cuerpo de Raquel. Sabía a la perfección el mapa de sensaciones y de zonas erógenas con total rigurosidad.
Se colocó encima de la joven para poder mirarle fijamente a los ojos. Para no perder ni un solo detalle de su frenesí. Lentamente se introdujo en ella. Muy suavemente, casi como una tortura invadió todo su ser. La respiración entrecortada de ambos ensordecía el espacio. Las gotas de sudor comenzaban a deslizarse lentamente por los poros de la piel caldeando mucho más el ambiente.
Fernando enredó sus brazos alrededor del cuello de Raquel para poder atraerla con más intensidad hacia él. Para poder sentirla con muchas más ansias. La agarró bien fuerte contra su pecho, uniendo la pelvis y caderas de ambos en una unión que rozaba el martirio.
Fernando continuaba besándola de una forma deliciosa, sin perder de vista su intensa y extenuante mirada. Raquel respondía sus besos de manera entrecortada entre gemidos. Los jadeos se intensificaban a razón del ritmo. Las caderas bailaban con exaltación y potencia.
Sin previo aviso sus cuerpos comenzaron a estremecerse. Sus respiraciones casi sin aliento se quebraban en un exaltado orgasmo que retumbó en toda la habitación en el silencio de la noche.
Casi de manera inmediata sus cuerpos exhaustos descansaban uno sobre el otro. Impregnándose del sudor y olor del otro.
Y así, una vez más, una de tantas, aquel infierno se volvió a convertir en su refugio, en su casa. En el hogar donde siempre sabían que podrían volver en busca de la calma.
Recuerda Cupidero que el erotismo, al fin y al cabo es menos perverso que la hipocresía.
LES QUIERO CON MUCHO HUMOR
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