Queridísimos Soletes, he vuelto, he vuelto porque la ocasión lo merecía, porque vosotros lo merecíais y porque por fin parece que voy recuperando el equilibrio y las fuerzas para hacer cosas que no son esenciales (aunque no por ello sean menos importantes). Sin más, os dejo con un muy demorado nuevo post: abrochaos los cinturones, o casi mejor los arneses, porque en esta montaña rusa los giros de guion os pueden tirar de la silla.
7 de febrero
Resulta raro llenar la maleta con ropa de verano mientras puedes ver nieve por la ventana, resulta extraño meter el bañador y la protección solar cuando te acabas de quitar el abrigo y tu cuerpo te pide manta… pero resulta aún más extraño hacerlo cuando ni si quiera sabes si podrás volar y si lo haces, cuándo será la próxima vez que puedas dormir en una cama. Con suerte, 4 países, dos continentes y muchas aventuras me acogerán en las próximas dos semanas… con muy mala suerte, sopa de lata, velas y algún libro serán mi mejor compañía mientras todo vuelve a la normalidad.
Me parece que me he adelantado un poco, Soletes, os daré algo de contexto. Estamos en alerta por tormenta de nieve y viento. La semana pasada nevó dos días y la ciudad entera se paralizó… En este momento hay activo un plan de emergencia en mi trabajo por condiciones meteorológicas extremas y algunos supermercados están vacíos de suministros. De verdad, a estos americanos les gusta más un escenario de desastres naturales… Mi querida Ciudad Esmeralda tiene muchas cosas buenas, pero saber prepararse para la nieve no es una de ellas. Ahora entiendo que en Nueva York, Minneapolis o Chicago se rían de nosotros, les doy toda la razón.
Mi primer vuelo estaba programado para el sábado por la tarde, pero el jueves a las 7 de la tarde me llamó mi jefa (cosa que rara vez hace) y supe que algo no iba bien. Me dijo que teníamos todas las papeletas para quedarnos en tierra con el vuelo cancelado, que intentase volar mañana (viernes) a primera hora, antes de que empezase la alerta. Mi primer vuelo era a Vancouver, que no está demasiado lejos, pero el tren no es una alternativa porque tienes que hacer el viaje completo, con todas las escalas para que te mantengan los billetes. Así que no nos queda otra que salir desde aquí en avión… El problema es que al haber reservado con una agencia de viajes (política de mi trabajo) no podemos cambiarlo nosotras con la aerolínea y tenemos que esperar a que abran a las 7 de la mañana. Total, que yo pensaba que tenía un día más para prepararme pero tuve que atar todo los cabos de trabajo que pude (sabiendo que iba a pasar dos semanas desaparecida) y salir corriendo hacia mi apartamento a limpiar y hacer la maleta. Y aquí me hayo, Soletes, manejando esta incertidumbre como puedo y escribiendo para relajarme. Sé que estaréis pensando: “Pero ¿dónde vas?, ¡deja de hacerte la misteriosa!” Pues nada más y nada menos que a dos de mis destinos soñados, a los cuales no pensaba que pudiese llegar a ir: Auckland, Nueva Zelanda y a Sídney, Australia. La idea es pasar una semana en cada destino, en el primero en un congreso y en el segundo haciendo una visita de laboratorio.
Lo que sé de Nueva Zelanda es que allí viven los maoríes (y lo poco que sé de ellos es por los All Blacks y el Haka), que son dos islas preciosas y que allí se rodó El Señor de los anillos y El Hobbit. Si el plan de emergencia sale bien, vuelo a Vancouver, paso un día allí, espero conseguir algún lugar para pasar la noche y luego vuelo directa a Auckland. Llego a las 5.30 de la mañana (dos días más tarde, porque se cruza la línea de fecha… la cual ignoraba que existiera hasta ahora) y tras un vuelo de 14h me alojo en un AirBnB que espero encontrar. Ese día pretendo visitar con mi jefa una isla con unos viñedos y unas playas con muy buena pinta. Pero a saber, porque creo que voy a llegar que no sé ni quién soy.
Mi futuro yo
Al día siguiente a las 6.30 de la mañana me recogen para hacer un tour del cual tengo muchísimas ganas: Hobbiton (el sitio donde se rodó el Hobbit y el Señor de los Anillos) y La Comarca, un sitio donde hay géiseres y unas cuevas llenas de luciérnagas. Al día siguiente empieza el congreso con un Powhiri (una ceremonia maorí de bienvenida) y ya nos metemos en materia. Aunque sea trabajo también tengo ganas de ir por la temática tan interesante y por la de contactos que pueda hacer.
Tras el congreso tendré una mañana libre para rebañar lo que pueda de la ciudad y me iré al aeropuerto rumbo a Sídney. Esa parte del viaje será más relajada: tendré varias visitas de laboratorio y tiempo para hacer turismo. Con suerte podré ver a una amiga que vive allí y a su bebé, ir a un zoo a ver ornitorrincos, canguros, koalas, wombats… ir a un planetario y aprender las constelaciones del hemisferio sur, visitar la ópera, buscar a Nemo y probar las hamburguesas bañadas en queso. Y creo que me dejo lo más importante: disfrutar de un poco de verano y del sol.
Pero claro, eso será si consigo 1) llegar al aeropuerto y 2) salir de Seattle… Esperemos que todo quede en un “hay que ver las cosas que te pasan” porque me daría mucha pena perderme las cosas tan chulas que tengo planeadas. Tengo la sensación de que voy a vivir experiencias de esas que te cambian, que voy a tener que dejarme llevar y ampliar mis límites si quiero disfrutar. Pero, ¿sabéis qué? Que estoy dispuesta a hacerlo.
8 de febrero, 9 de la noche
“Que llueva, por favor… que llueva…”. Me encuentro a mí misma deseando algo que nunca hubiera sospechado en Seattle: que caiga agua del cielo, que caiga y limpie toda la nieve que se ha ido acumulando a lo largo de las horas. Oigo un avión pasar por encima de mi cabeza y eso me da algo de esperanza. Me asomo y es nieve, un montón de nieve. En otras circunstancias estaría maravillada, muy contenta e incluso aliviada de tener la excusa del mal tiempo para pasar el fin de semana en casa calentita. Pero ahora no, aunque me sigue pareciendo precioso y creo que nunca he visto nevar con esta intensidad, lo último que me conviene es que se siga acumulando la nieve por todas partes.
Sí, sigo en Seattle. Esta mañana me levanté temprano, me vestí, lo dejé todo listo para salir y en cuanto dieron las 7 llamé por teléfono a la agencia de viajes. Tras media hora al teléfono con una agente que no entendía por qué no me parecía bien coger un vuelo a las 4 de la tarde (cuando le había explicado mil veces lo de la alerta por nieve), me dijo que tenía que consultar cuánto me costaría, que como mi aerolínea no tenía ninguna política referente al mal tiempo, si quería hacer cambios eso corría de mi cuenta, así que me llamaría en media hora.
Cuarenta y dos minutos después estaba de los nervios… el potencial vuelo que iba a coger salía en tres horas y la hora punta de tráfico estaba comenzando. Justo entonces me sonó el teléfono. Mi amiga la agente me dijo que si quería hacer ese cambio tenía que pagar mil dólares. Mil. Por cambiar un vuelo a Vancouver que está a la vuelta de la esquina. Le dije que lo dejase como estaba… Llamé a mi jefa y se lo conté, me dijo que suerte mañana, que ella por fortuna sí lo había podido cambiar (viajaba con otra compañía).
Compuesta y sin novio, decidí ir a trabajar para que me diera un poco el aire, despejarme y ya de paso adelantar cosas y no tener tanto que hacer en el viaje. Para la una estaba de vuelta, llevaba media hora nevando y no me arriesgaba que se pusiera peligroso. Conseguí hacer el check-in online y comprobé aliviada que, de momento, no habían cancelado los vuelos. Una amiga me dijo que otras veces el aeropuerto ha funcionado bien aún con nieve, aunque ha salido en el periódico que hoy han cancelado 157 vuelos. En fin, aún tengo esperanzas de que si consigo llegar a la estación de tren (supongo que será peligroso o imposible ir por carretera al aeropuerto) aún tengo posibilidades realistas de volar.
Y aquí estoy, mirando embobada por la ventana este agridulce espectáculo, sintiendo que con cada centímetro que se acumula, se levanta un muro más alto entre Nueva Zelanda y yo, entre esas aventuras tan soñadas y yo. Sé que llegaré… pero espero que con tiempo de algo más que sólo ir al congreso. Se supone que de madrugada dejará de nevar… espero que hayan activado algún plan de contingencia y puedan limpiar las pistas de los aviones o lo que sea… ay, voy a ver alguna serie para despejarme que mañana, en cualquier caso, será un día largo.
9 de febrero, 9 de la mañana
Un espeso manto blanco lo cubre todo. Todo. Miro el estado de las carreteras: normal. Miro el email: el vuelo sigue programado para la hora esperada.
Me ducho, me visto, arreglo un poco el piso y pido un Uber. “No hay coches disponibles, su viaje ha caducado”. Uy. Pido un Uber a la estación de tren en vez de al aeropuerto. Lo mismo. Lo intento una última vez mientras miro el panorama por la ventana y desisto.
Dado el estado de las carreteras no les culpo...
11.45
Decido ir andando a la estación de tren, son sólo 15 minutos. Cuando salgo a la calle entiendo el porqué de la ausencia de Ubers: no se ve un alma, ni coches ni personas. Bajo las cuestas como puedo, descubriendo que es mejor llevar la maleta por las partes por las que el hielo resbala y andar por la nieve no pisada. Madre mía, lo que hay que hacer por la ciencia. Para que os hagáis una idea, os podéis imaginar la escena de la película Vacaciones en la que Cameron Díaz va arrastrando sus maletas por la nieve. Pues lo mismo pero sin tacones, y sin tanto glamour.
Llego a una calle transversal con una marquesina y me paro a descansar un momento. Veo que me ha llegado un email de Air Canadá. No... Sí. Me dan la segunda peor noticia que podían darme: han retrasado mi vuelo una hora y media. No creo que pueda coger la conexión a Auckland con tan poco tiempo... a ver si pudieran reubicarme en un vuelo a LA y coger la conexión que iba a coger mi jefa ayer...
Al menos las vistas desde el tren son bonitas
12.30
El agente del mostrador me dice que no me preocupe, que con una hora en Vancouver tengo más que suficiente para cambiar de avión, que no tengo que entrar al país ni nada. Vale. Paso el control de seguridad, entro en una cafetería, pido la comida y: nuevo email “su vuelo ha sido cancelado, no hemos podido reubicarla en otro vuelo, lo sentimos”. Y se quedan tan anchos.
Le pido disculpas a la camarera mientras cancelo el pedido y salgo corriendo hacia… ¿Hacia dónde? Miro en un mapa del aeropuerto dónde están los mostradores de las aerolíneas o el servicio de atención al cliente y no aparece. No gracias, no necesito un masaje de cervicales ni una botella de bourbon… bueno a lo mejor sí, pero tengo otras prioridades. Termino encontrando a un trabajador que me dice que tengo que salir y volver al mostrador de facturación. Genial.
Media hora de reloj durante la cual la agente, muy concentrada, mira su ordenador, resopla, se quita las gafas, se las pone, cambia de ordenador, le pregunta bajito algo a su compañero y no me dirige la palabra, se me hace eterna. Finalmente me mira: parece que ha conseguido reubicarme en un vuelo a San Francisco. Me pide una descripción de la maleta para que puedan encontrarla y ponerla en el vuelo nuevo (doy gracias a tener un pijama y una muda en la maleta de mano… y a que terminase comprándome una maleta bastante llamativa morada de flores que estaba de oferta).
Ya más “tranquila” (en estos momentos no me creo aún que vaya a ser capaz de escapar al Seattle Snowcalipsis 2019) vuelvo al restaurante, como, y me voy a una cafetería a por un Oolong gigante para hidratarme un poco y meterle antioxidantes a mi pobre cuerpo. Y desde aquí os escribo… más noticias desde San Francisco.
8 de la tarde
Soletes, lo he conseguido, la nieve dejó paso al sol y despegamos sin problemas. Y desde aquí, desde este lobby de aeropuerto retomo el blog con el firme propósito de volver. Esperemos que sea una metáfora de mi vida, y tras estos meses de frío desierto y mustio los primeros brotes verdes de la primavera se empiecen a abrir paso en mí.
Si todo va bien, en dos semanas podréis leer mis aventuras en Nueva Zelanda. Esto ha sido sólo el principio quién sabe qué aventuras me esperan en mi primer viaje a Oceanía. No lo quiero decir muy alto, pero tengo un buen presentimiento.
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