Fantasías góticas, barrocas y renacentistas pueden ser admiradas en toda su plenitud y esplendor con solo andar por el centro de la ciudad, como si ésta se mostrara orgullosa de todo lo que puede ofrecernos.
Y que mejor manera de empezar a conocerla que visitando su iglesia más famosa, la de San Nicolás.
Su exterior, de líneas muy limpias nos lleva a 1495, momento en que se construye esta filigrana de piedra de torres puntiagudas que parecen querer alcanzar el cielo. Dentro, encontramos el hermoso iconostasio dorado y multitud de frescos que representan momentos claves de la historia de Rumanía y de la propia Brasov, como por ejemplo la entrada en la ciudad del príncipe rumano Miguel El Valiente o la coronación del rey Fernando I de Rumanía.
Ya fuera, no podemos evitar visitar un edificio que se encuentra en sus jardines y que hoy tiene un valor incalculable, la primera escuela que rumana que ha estado en activo ininterrumpidamente desde el siglo XIV.
Nos recibe su actual conservador, que tras sentarnos en unos pupitres añejos y cargados de historia nos presenta una descripción muy detallada del ámbito histórico del edificio y luego nos acompaña por el resto del edificio museo, orgulloso de que veamos joyas como la primera imprenta rumana, aún en funcionamiento o colecciones de mapas, lienzos y grabados de un valor incalculable.
Andando hacia el centro nos encontramos con retazos sueltos de la historia de la ciudad, como ésta puerta defensiva de Santa Catalina, única superviviente de la época medieval. Costeada por el gremio de sastres en 1559, tiene el encanto especial de una arquitectura que recuerda los cuentos de hadas, adornada por el escudo de la ciudad y cuatro torres que simbolizan la autonomía judicial de su ayuntamiento.
El siguiente punto de interés es la llamada Iglesia Negra, nombre que le viene dado por un incendio que casi la destruye por completo en el siglo XVII y dejó ennegrecidas sus paredes.
Este templo ostenta el título de la iglesia gótica más grande de Rumanía y desgraciadamente estaba ya cerrada en el momento de nuestra visita, por lo que no pudimos ver su interior, que guarda un enorme órgano de 4.000 tubos que está entre los más grandes de Europa, ni los exquisitos tapices turcos del siglo XVII que según me contaron son auténticas obras de arte. Eso si, desde abajo pudimos vislumbrar su gigantesca campana, que con sus seis toneladas de peso es la más grande del país.
Terminamos nuestra visita a la ciudad en la Plaza del Ayuntamiento, construida por los sajones y que constituye una hermosa muestra del barroco rumano. Es en esta plaza donde tiene lugar el célebre festival de música del Ciervo de Oro a finales del verano.
En uno de sus lados recomiendo visitar una pequeña joya que suele pasar desapercibida, la catedral ortodoxa de la Asunción de la Virgen. Es interesante saber que el culto ortodoxo estuvo durante un tiempo sometido al control del estado, por lo que esta iglesia no pudo levantarse de manera que mostrara una fachada llamativa, así que tenemos que fijarnos bien ya que se confunde fácilmente con los edificios que conforman el perímetro de la plaza.
Dentro nos percatamos que la verdadera entrada al templo se encuentra en un patio y que la diminuta iglesia sólo mide
Sinaia y el Castillo de Peles
Esta hermosa localidad, paraíso de esquiadores, amantes del buen vivir y de los balnearios, es meta de muchas de las excursiones que salen desde Bucarest, ya que se encuentra muy cerca de la capital de Rumanía.
Aparte de sus lujosos hoteles y estaciones de esquí, Sinaia tiene una joya única y cargada de historia, el Castillo de Peles.
Localizado a las afueras de la población, este palacio más que castillo, ya que no se usó nunca con fines defensivos, acabó de construirse en 1914, bajo el mandato y las órdenes del rey Carol I de Rumanía, que pretendió deslumbrar a sus visitantes y al resto de las familias reales europeas con las que estaba emparentado, con un fastuoso conglomerado de ostentación y lujo.
Para ello diseñó y levantó un edificio con más de 30 baños y 160 habitaciones, adornadas en los estilos más variados y sin reparar en gastos ni fantasías. Decenas de lámparas de cristal de Murano, vidrieras multicolores, detalles en marfil, oro y plata, cerámica de una exquisita elegancia y transparencia, maderas nobles y ricos tapices y alfombras, llenaban cada estancia.
Por si fuera poco, y siguiendo las tendencias e innovaciones de la época, el castillo tenía ascensor, y su propio sistema eléctrico y de agua corriente, lo que en aquel entonces era todo un lujo.
Y todo para convertirse en la residencia de verano de la familia real rumana.
O eso parecía, ya que con el paso de los años, la política también se adueñó del castillo, y en él se celebraron importantes reuniones políticas, vitales para la historia del país, aparte de ser lugar de nacimiento del príncipe Carol II, hermano de aquella princesa Ileana que heredó el castillo de Bran.
Tal y como ocurrió con este último, con la Revolución pasó a manos del Partido Comunista, que afortunadamente lo convirtió en museo. Se dice que Ceausescu quiso usarlo como residencia presidencial, pero los avispados conservadores del edificio, temiendo las barrabasadas que podía cometer el tirano, lo convencieron de que el castillo estaba lleno de hongos perjudiciales para la salud. Buena jugada
Una de las curiosidades del Palacio, es que el techo del gran recibidor estaba hecho de cristal, ya que el rey sentía debilidad por la observación de las estrellas en las cálidas noches de verano.
Entre sus habitaciones destaca una completísima biblioteca, una sala de arte con más de 4.000 obras, una sala de música, un teatro ( donde se proyectó la primera película en Rumanía) y una sala de conciertos.
Fuera nos espera un delicioso jardín a varias alturas, lleno de esculturas de estilo clásico, estanques y balaustradas.
No hay que olvidar maravillarse también ante el capricho Art Noveau que constituye el pequeño castillo de Peliçor, que encontramos un poco antes de llegar al Castillo de Peles.
Este pequeño joyero, decorado personalmente por la reina María, contiene piezas de arte de valor incalculable, como cristalerías de Lalique, Tiffany o Gallé. Su arquitectura refleja la vasta cultura de la soberana, con reminiscencias bizantinas, celtas y orientales, tan al gusto de la época.
Y nos vamos a Bucarest para poner punto a final a nuestro maravilloso viaje. La capital de Rumanía, fundada como tantas otras a orillas de un río, en este caso el Dâmbovita, está consiguiendo, con tesón y éxito, deshacerse del velo negro que la cubrió durante la dictadura de Nicolae Ceausescu, un periodo de la historia que la mayoría de rumanos desea olvidar.
Para ello se embarcaron hace unos años en un proyecto de renovación total y absoluta de su ciudad, una urbe donde conviven enormes contrastes entre el devenir de una gran ciudad que pudo haber evolucionado como cualquier otra ciudad europea y los restos de las heridas del periodo comunista.Así vemos como se alternan los ejemplos arquitectónicos del más hermoso Art Decó con ejemplos más fríos, del mismo modo que la población demuestra por un lado la casi gélida amabilidad de los mayores de cuarenta años, reservados y a veces un poco distantes (consecuencia de la dureza de una vida sin libertades que vivieron durante el Régimen), y por otro el desenfado y alegría de los jóvenes nacidos después de 1989, cuando el tirano fue derrocado.
Las calles son un ejemplo de la esperanza de ese cambio que va a toda prisa, como intentando recuperar el tiempo perdido, rehabilitando el centro histórico y llenándolo de nueva sangre, vital y sedienta de cambios.
La Belle Epoque de principios del siglo XX, convirtió Bucarest en un referente artístico y cultural de primer orden, hasta tal punto que llegó a ser conocida como la “petit Paris” o la “París del Este”, y sus edificios y parques lograron sobrevivir a la Segunda Guerra Mundial, no así a la dictadura que comenzó en 1967, ni al devastador terremoto del 77. Ambos hechos infligieron más daño a la arquitectura de Bucarest que la guerra o el paso del tiempo.
Desgraciadamente sólo tuvimos tiempo de visitar uno de esos edificios emblemáticos de la capital, y tenía que ser el ejemplo máximo de la aplastante arquitectura comunista, el Parlamento de Bucarest.
Se dice, y está comprobado, que el Palacio del Parlamento o Palacio del Pueblo es el segundo edificio más voluminoso del planeta tras el Pentágono estadounidense. Construido por el dictador Nicolae Ceausescu, consultó y encargó a 700 arquitectos levantar los planos del edificio que luego levantarían 20.000 trabajadores (se dice que en algunos momentos hasta 100.000), para mayor gloria del Régimen comunista que encabezaba.
Son 12 los pisos que forman este delirio arquitectónico que tiene nada menos que 1.100 habitaciones, cuatro plantas subterráneas y un refugio nuclear. Se empezó a construir en 1985 y aún hoy hay partes que siguen incompletas, habitaciones y salas a medio construir. La oleada de odio que siguió al derrocamiento y ejecución del mandatario llegó a un punto en que incluso se pensó en demolerlo. Finalmente se decidió dejarlo en pie por lo caro que hubiera resultado reducirlo a escombros.
Entiendo que para todos aquellos que sufrieron la presión y las privaciones del Régimen debe ser doloroso recordar cada día, ante la vista de la mole, las penurias que trajo consigo la era de Ceaucescu, pero coincido en la idea de que este fastuoso edificio debe ser símbolo de una era pasada que de ninguna manera puede volver a repetirse.
Pero vamos a conocerlo un poco más.
Muchos recuerdan el cambio radical en la fisonomía de la ciudad que significó levantar este gigantesco mamotreto. Primero hubo que demoler varios barrios de Bucarest, que incluían siete mil viviendas, doce iglesias, tres monasterios y otras tantas sinagogas, y con ellos 40.000 ciudadanos que tuvieron que ser realojados en las afueras de la ciudad. Tan sólo doce templos y algunos bloques de pisos pudieron salvarse por su valor histórico, y fueron trasladados (con sus habitantes dentro) mediante un sistema de raíles a otros emplazamientos. Tomo prestadas unas fotos para ilustrar este increíble prodigio técnico
Luego se levantó una colina artificial que proporcionara al conjunto un punto de referencia y pudiera ser vista desde casi cualquier punto de la urbe.
Desgraciadamente los trabajos consumieron un tercio de la riqueza del país, ya que hubo que adquirir un millón de metros cúbicos de mármol, casi lo mismo de madera, 700.000 toneladas de acero y bronce Una barbaridad que veían con malos ojos, y con razón, una sociedad que apenas tenía para comer.
Cuando se ejecutó al dictador, cesaron los trabajos y quedó inacabado. Pero es imposible no asombrarse ante sus
Y para cerrar el día y el viaje, nada mejor que cenar en el lugar más típico e imperdible de Bucarest, el famoso Caru cu Bere, que desde el año 1879, cuando se fundó como cervecería, ha sido lugar de tertulia literaria, intercambio de corrientes y estilos artísticos y hoy meta de turistas y viajeros.
Y es que nadie puede resistirse a comer en este local de estilo neogótico, repleto de columnas, arcos, escaleras de madera tallada, candelabros y unas paredes cubiertas de frescos que reflejan los placeres que proporcionan la cerveza y la comida en abundancia a todos los estamentos de la sociedad.
Nosotros elegimos la comida recomendados por el camarero, y así pudimos probar la Ciorbă de fasole cu carne de porc afumată servită în pită ( sopa de judias con carne de cerdo ahumada servida en una hogaza de pan), Platou Caru Cu Bere ( parrillada de carne de pollo, cerdo, salchichas Kransky y ahumadas, mici y pechuga de pollo, acompañadas de patata asada y encurtidos, y sarmale (rollitos de repollo rellenos de carne, todo ello acompañado de una espectacular cerveza hecha en el mismo restaurante.
Y ya sólo nos queda despedirnos de un país que nos sorprendió por desconocido, que tiene historia para dar y regalar, que es mucho más que el Conde Drácula y nos enseñó que aunque aún siga manteniendo las tradiciones y las joyas que atesora, camina hacia el futuro con la cabeza en alto y paso firme.