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Entre puntada y puntada
(XLV)
La señorita Pepita, después de la muerte de su hermana, tardaría mucho tiempo en parecerse a quien era antes. Lo consiguió agarrada a su fe y a la “seguridad” de que Paulita se merecía disfrutar cuanto antes de la presencia de su Dios. Aun así, por sus propios defectos, amor filial y condición humana, se preguntaba quién la necesitaba más, Él o ella. La conclusión fue que era ella, por lo que sentiría la necesidad de confesarse. Y no llegó a esa deducción hasta el momento que descubrió una familia totalmente desconocida para ella. Desde su más tierna infancia recordaba que había cubierto sus etapas, de una u otra manera, dentro de un cuartel. Su padre, militar de carrera, nunca había vivido fuera de los cuarteles en los que estaba destinado, sino dentro, sí, inmerso en un ambiente militar férreo. Luego vino el noviciado, donde el régimen de vida tan estricto no difería mucho del militar. Y después el convento, etapa que no pudo soportar y que abandonó apoyada y acompañada por Paulita. Descubrir una familia cuyos individuos se habían añadido a una madre y una hija que habían perdido al hombre de la casa, y descubrir que sus relaciones permitían crecer y aprender a cada uno de ellos, pero sin perder la jerarquía, le sorprendió y agradó. La libertad que consumía Joselillo no le evitaba ver la autoridad moral de todos los demás, fueran estos familiares de sangre o no, el crío asumía su papel de benjamín sin ningún problema. Y se le veía orgulloso de los demás, feliz de pertenecer a un grupo que se ocupaba y preocupaba por él y por su hermano. Se sentía querido, arropado, ayudado. La señora Casta, piedra angular de esa variopinta sociedad, cual gallina, defendía a sus polluelos a capa y espada. Joselillo pasó de tener una madre enfermiza y sometida por un hombre que no merecía tal nombre, a tener una madre tan cariñosa como la anterior y dispuesta a todo por él, porque la señora Casta podía y no tenía más remedio. Casi cincuentona y metida en carnes pálidas, salvo las mejillas, esta mujer, fuerte de espíritu y de brazos, asumía su papel de cabeza de familia con una sencillez y vocación pasmosas. Las obligaciones que le había alquilado su hija, no pocas, las había comprado y hecho propias, y si bien sabía donde estaba su Reme, los demás no estaban muy lejos de ella, tanto, que a veces ni ella distinguía la diferencia. Cada uno de los tres le había ganado el corazón de una manera, pero todos por igual. Y aquel corazón tan grande era difícil de conquistar en tu totalidad. Gertru, aquella asturiana que no lo parecía, había asaltado sus defensas egoístas, primero por su impresionante físico, sueño de cualquier madre, pero aquellos diecisiete años, los mismos que Reme lucía, no habían variado la inocencia y la dulzura con las que cualquiera nace. La generosidad que esa cara preciosa les ofrecía había acabado por subyugar a la señora Casta. El trato que Reme recibía por su parte, al tratar como una igual a su hija coja sólo cabía en un corazón limpio. Limpieza que compartía aquel isidro del que Reme se había prendado, incluso a regañadientes, por no entender que una rosa defectuosa pudiera ser bonita. Cuando la madre miraba a su futuro yerno al hablar éste con o de Reme, no sólo descubría aquellas facciones angulosas y morenas, aquellos ojos castaños vulgares, sino que también veía en elloss el mismo reflejo que su difunto marido tenía cuando se conocieron. Verle alto y fuerte como un toro, y enamorado como un bobalicón de su hija, le daba tranquilidad y le hacía sonreír. Su hombría era distinta de aquella que su Jesús aireara, primero porque Venancio no aireaba nada, y segundo porque no tenía a gala ser varón. Sólo encontraba un pero en aquella relación, Joselillo. Si Venancio se hubiera visto en la tesitura de elegir entre su hija o al hermano, la señora Casta tenía muy claro a quien hubiera elegido. Y lo que en un principio le pareció un inconveniente, con el tiempo lo vio como una ventaja. Venancio siempre haría lo que tenía que hacer. Y eso no podía ser malo para Reme. Si Joselillo era el talón de Aquiles de Venancio, también era el preferido de la señora Casta. Le encantaba hablar con él, siempre tan directo como despeinado, y, ahora que no estaba en el campo, le recordaba a ella misma, blanca pero siempre con las mejillas coloradas, ella por naturaleza, él por estar siempre corre que te corre, desplazando aquel cuerpo que parecía estar hecho con los deshechos de su hermano. Todo eso es lo que la señorita Pepita vio pasar por su casa día tras día. Su deterioro no sólo fue emocional, sino también físico. Empezó a usar garrota, sus casi setenta años pesaban más que su corpachón uniforme. También su cuerpo empezó a usar dolores de reuma y artritis y acabó dependiendo de esa familia a la que se incorporó en el rol de abuela, aunque nadie usara jamás esa apelativo. Como cinco eran sus miembros no pesó en ellos la obligación que nadie impuso de pasar todos los días por el tercero derecha. Al repartir las posibles molestias, éstas no les pesaron como hubiera ocurrido a una posible hija única. Cada día entraba uno, sin ponerse de acuerdo, incluso dos o tres a lo largo del día. Hasta Joselillo pasaba alguna tarde con ella y ponía en valor el ego de la señorita Pepita que le explicaba, con paciencia y tesón, como multiplicar quebrados o como resolver una raíz cuadrada.
—¿Te gusta leer, Joselillo?
—Mucho. Don Zacarías me deja libros y manina. A veces se pone pesao.
—Don Zacarías es un buen hombre y un mejor fraile.
—Y un buen maestro también, no se crea, a pesar de la lata que me da.
—Sí, hijo, sí me lo creo. Si lo dices tú…
—¿Sabe?, la Gertru dice que todo lo que sabe se lo debe a su hermana, la señorita Paulita. Ella también se lee los libros que me deja don Zacarías.
—Pues díselo al fraile, seguro que se alegrará. Igual que me alegró yo, aunque tenga más motivos que él.
—¿Usté cree que no senfadará?
—No, Joselillo. Al revés, se alegrará. Pero cuidarlos, eh. Cuidarlos como un tesoro, que es lo que son. Oye, ¿tú has hecho la primera comunión?
—¿Y eso qués?
—Ay, Señor, Señor. ¿En qué estará pensando ese fraile tuyo?
—Pos no tengo nidea, señorita. Yo sólo sé lo que piensa mi hermano. Bueno, y yo.
—A mí me pasaba lo mismo con Paulita, que en gloria está.
—Se dice esté.
—Sólo nos faltaba que me corrigieras tú a mí... Pero, hijo, el presente de indicativo, si se tiene la certeza de algo, está bien empleado, el presente de subjuntivo expresa deseo no aseveración. Paulita no puede estar en otro sitio que no sea en la Gloria.
—Tiene razón, eso dice to el mundo. ¿Y por qué estaba to el rato sonriendo?
—Porque era feliz, aunque no hiciera lo que a ella le gustaba hacer. Porque estaba satisfecha de sí misma. Y porque veía a Dios donde mirara. Entre los números, entre las palabras, entre los niños, entre los pucheros… Le pasaba lo mismo que a una Santa de Ávila.
—Yo la conozco, se llama Santa Teresa de Jesús.
—Bien, me desdigo de la crítica al fraile —. De aquella conversación salió el regalo más provechoso que recibiría jamás Joselillo, aparte del libro de Mendrugo. Una colección de libros de cien títulos. Pero también el peor regalo, porque obligó al muchacho a hacer la catequesis con chicos más “pequeñajos” que él, a disfrazarse de marinero y desfilar, primero en una iglesia llena de gente, y después en la procesión de la Virgen del Carmen, en último lugar, con una vela en la mano insertada en un cucurucho para no quemarse ni mancharse con la cera, y junto a una orgullosa señora Casta que iba descalza, a la que él envidió durante todo el trayecto porque los zapatos nuevos y blancos le destrozaban los pies acostumbrados, como estaban, a las alpargatas.
Pero, cuando no era Joselillo, era la señora Casta, que bajaba o subía una ración de comida o cena al tercero derecha. Ritual que se convirtió en cotidiano, por lo que no siempre actuaba de camarera la misma. Con Gertru, la señorita Pepita hablaba de don Mauro, de la castidad y de los libros que leía gracias al trabajo de Paulita “que en gloria está”. Cuando subía o bajaba Reme, hablaban de Venancio y de la castidad, del tiempo que hacía, de su madre y de Paulita “que en gloria está”. Con Venancio hablaba de Reme, del respeto que un hombre debe a su futura mujer, de Cirilo, de Carmina y de Joselillo, de Paulita “que en gloria está”. Y con la señora Casta de los que ambas habían perdido, “que en gloria estén”, y a los que echaban tanto de menos. Así es como, sin notarlo, se unió a esa familia tan dispar como unida. Incluso algún domingo subía a comer. Asistida por Venancio, que le hacía reír “porque tardaríamos menos si la subiera en brazos, señorita”, subía al cuarto derecha, a comer y a disfrutar de aquella gente que lo poco que tenía no sabía que era suyo o que ni siquiera sabía que tenía. Y como el nombre de la “abuela” se les hacía a todos muy largo, sobre todo a Joselillo, la señorita Pepita era nombrada, cuando no estaba presente, como la Seña Pe, hasta que su inventor metió la pata y la apodada supo de su apodo. Mote que asumió con toda naturalidad y cariño por venir de quien venía. “Pero no se lo digáis a nadie”.
———— o O o ————
—¿Quieres ir al cinematrófago, José?
—Sí, claro que sí.
—Qué suerte, ¿no? —apuntó la señora Casta al oír la invitación de Venancio.
—Sí, es que ma contao el Doctor que se lo pasó fenomenal, que es como ver fantasmas en una paré blanca, moviéndose y to.
—¿Y cuándo has ido tú al médico en la escuela? —preguntó la portera.
—Eso digo yo. ¿Estás malo?
—¿Yo? Yo no he ido al médico, Venan, ¿tais tontos los dos?
—¿Y ese doctor? —preguntó la tonta con una sonrisa en la boca.
—Ah, ése. Es un compañero. Es hijo dun médico y le llaman así.
—Bueno, pues si haces rápido la tarea esta tarde, vamos después.
—Claro, no te procupes, que yo lacabo enseguida.
—Ya estaré yo encima dél, no te procupes, Venancio
—¿Te importa que venga la Reme, José? —preguntó Venancio a su hermano.
—A mí no, como si viene la Señá Pe. Oye, ¿y Balín?
—Y Balín, ¿qué?
—Que si pué venir.
—No sé, José. El cinematrófago es mu caro, chaval —a la broma se sumó la señora Casta.
—Pero mu caro, hijo. No sé yo si es buena idea que vayáis los tres, Venancio.
—Bueno, es verdá —contestó resignado y triste Joselillo.
—Que no, ques broma —Joselillo se vio zarandeado por asu hermano—. Claro que pué venir tu amigo. Linvitas tú y yastá.
—Pos me voy corriendo a decírselo, antes de comer. Habrá llegao ya de la fábrica, y si no, le dejo recao a su madre.
—Dile que se venga aquí esta tarde en cuanto pueda. Vamos a ir mu pillaos de tiempo, y aunque el barracón está cerca… Bueno, la verdá es que podemos quedar allí. Es ahí en Fuencarral, al lao de la glorieta de Bilbao.
—Ah, ya se donde. Allí fue el Doctor, vive mu cerca, en la calle Luchana. Sí, mejor vamos yo y Balín allí. ¿A qué hora?
—Como mu tarde a las ocho.
—Allí estaremos yo y él.
—Eso ya lo sé yo —Venancio sonrió y pensó que haber arrendado Huerta Baja tenía sus ventajas, como ésta, poder llevar a José y a Reme al cinematrófago.
—Oye, Venancio, como es más barato mirar por detrás de la sábana, a nosotros no nos importa —Joselillo no dejaba de procuparse por el costo de la invitación.
—¿Y eso quién te lo ha dicho, el Doctor?
—Sí, se las da de rico y nos contó que por detrás de la sábana que ponen se ve fatal, él sasomao, pero se ve.
—Pos nosotros lo vamos a ver bien, no te procupes.
—Venga, ve. Que se vacer tarde como sigas con las preguntas —azuzó la señora Casta—. Y no pongas siempre al burro delante pa que no sespante.
—No voy a llevar a la Perla, señá Casta. Me voy corriendo—. Y Joselillo salió a la carrera por el portal sin entender el refrán de la portera.
—Señora Casta, voy a echarme un cigarro ahí fuera.
—Vale, hijo. Y luego mechas una mano y pones la mesa, desde que murió doña Consuelo, estás chicas vienen cada día más tarde a comer.
—Sí, no se procupe.
Este día no se les iba a olvidar nunca. ¡Ir al cinematógrafo! Y Reme, además, no se lo espera. Él también había oído maravillas del nuevo espectáculo. Y al invitar José a su amigo le quitaba un peso de encima, el de llevar también a Reme. Entre las cavilaciones que echó junto con el pitillo que lió en el portal y encendió en la calle, le dio tiempo a Joselillo a ir y volver.
—¿Por qué fumas, Venan?
—Fumar es de hombres, José. Ya lo entenderás, cuando crezcas.
—Pos yo no voy a fumar. Me molesta mucho el humo que mechas.
—Pos pa no querer fumar, los lías de maravilla.
—Es que al liarlos no secha humo.
—Mira, ahí vienen Gertru y Reme. No me digas que no son guapas.
—A mí me gusta más Gertru.
—Mía tú qué bien. Así no discutimos y no te tengo que partirte la cara, chaval —. El empujón que propinó Venancio a su hermano, hizo que éste se metiera en el portal
—Eh, Joselillo, no tescondas —gritó la Reme al llegar.
—Si no mescondo, es el imbécil éste que ma empujao. Cuando me haga grande como tú y tú tagas viejo, te vas a enterar.
—Bué, cuando eso pase ya te sa olvidao.
—Pos toma… —Joselillo dio una patada a su hermano y salió disparao calle arriba —. ¡Pa que no se molvide, listo! —gritó casi desde la esquina el huidor.
—Pero bueno, ¿cacéis aquí de cháchara? Venga pa dentro los cuatro, a comer. ¿Y tu hermano? —dijo la señora Casta que había salido del chiscón al oír los gritos de uno y otro—. ¡Tú, baja pacá. A comer!
Oído y hecho. Cuando se trataba de comer a Joselillo se le quitaban todas las penas y huían todos los peligros, aunque sabía que su hermano no la iba a tomar con él como otros en la escuela. Durante la comida sólo se habló del cinematrófago, claro, salvo el anuncio de Gertru sobre su visita con don Mauro al Parque del Buen Retiro. Después de darle la noticia a Reme, que se puso como loca de contenta, pasaron a los planes.
—Vaya semanita, eh, hija. Hoy el cinematrófago, y mañana al baile. Cómo vivís los jóvenes ahora.
—¿Quié ir usté, madre?
—No, hija, no. No mentiendas mal. No era un reproche.
—¿Queréis que nos lleve la Perla? —preguntó sin pensar Venancio ante la posibilidad del cambio de acompañante
—Pero si no has traído el carro, Venan. Tas tonto.
—Es verdad. Pos tendremos quir a pata, ¿no, Reme?
—Pero si está mu cerca. Bajáis Luchana y ya estáis allí —. Se adelantó la señora Casta a su hija.
—A mí no mimporta ir andando. No soy de las cojas que neseciten de relingos.
—No hija, nunca tan gustao los relingos ni los remilgos, eso es verdá.
—¿Qué son relingos, las muletas esas? —preguntó curioso Joselillo sin entender la corrección de la señora Casta.
—No, son carantonias tontas —terminó de arreglarlo la que cojeaba también con las palabras. Pero, de verdá que no mimporta. Además, a éste y a su amigo, les gustan las carreras.
—Ya, pero ellos van por su lao.
—Y hay música y to. Un piano, ma dicho mi compañero. Un señor lo toca mientras sale la peluca en la sábana.
—Película, Joselillo, película —corrigió Venancio.
—Pos eso, mientras se ve la película.
—Pos yo nunca hescuchao un piano desos —dijo Reme.
—Anda, ni yo —coincidieron en decir los hermanos.
—Pues yo —dijo Gretru—, no sé ni lo que es.
—Es como un armario que le hubieran dao un bocao, pero tumbao y con patas. Aquí, en el chiscón, no cabría uno —explicó la señora Casta.
Barracón de cine, 1912. Calle Fuencarral, frente a lo que sería el cinema Bilbao/Bristol cerrado en 2004.
De entredosamores.es
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Susana había conseguido cobrar a casi todos los morosos, si no toda la deuda, sí parte. Las tres modistillas estaban más que contentas, por ello y por los planes que tenían para la tarde, a saber, pasear por el Parque del Retiro, asistir a una función de un cinematógrafo y terminar de leer La España invertebrada(1) de reciente publicación, si bien los dos primeros planes incluían novio, aunque el tercero no lo necesitara. Pero, claro, el dinero no se lo esperaban y, en sus circunstancias, ayudaba tanto o más como las distracciones. Y fue tan bien venido que Gertru y Reme pensaron en la señora Casta.
—A mí me gustaría hacerle un regalo a tu madre, Reme.
—Y a mí también, nunca la he regalao na, y ya va siendo hora, me paece a mí.
—Lo que pasa es que, a lo mejor, senfada con nosotras, siendo como es. Cualquiera…
—Mira, Gertru, mi madre paece qués mu estiricta, pero es una persona humana como cualquiera de nosotras, así que, a naide lamarga un dulceleer más
a nadie le amarga un ~. 1. expr. coloq. Denota que cualquier ventaja que se ofrece, por pequeña que sea, no es de desperdiciar ... leer más
»">(2). Amos, digo yo.
—Eso es verdá. Y, además, ella senfada por otras cosas.
—Los ricos deben disfrutar a lo grande regalando, porque a mi mace una ilusión…
—Pues yo creo que lo son porque no regalan.
—¿De qué habláis? —preguntó Susana que entró en el comedor de la señora Julia.
—De los regalos y de los ricos.
—Ninguno me interesa, de momento.
—¿No te gustaría tener mucho, mucho dinero para poder hacer regalos a quien tú quisieras? —preguntó Reme.
—Para eso no.
—Ya, tú lo usarías todo para estudiar, ¿no?
—Sí, Gertrudis. A mí los novios y sus regalos o los míos me la traen al fresco.
—¿Pero si tuvieras mucho, mucho, mucho?
—Si tuviera tanto como dices, Reme, no estaría aquí. Pero para que te quedes tranquila, a mi también me gustaría regalar. Yo también creo que eso gusta a todo quisqui.
—Ya mextrañaba a mí.
—Lo que ocurre es que cuando sueño algo que veo imposible, me lo quito de la cabeza y asunto arreglado —mintió Susana—. ¿Y tú, Gertrudis?
—Mis sueños son muy cortitos, así es que no es difícil que se cumplan. Aunque hay uno ques más largo, pero que no me parece posible.
—Si te puedo ayudar… —se ofreció Susana.
—No, creo que no. Encontrarme con mis padres se me antoja increíble. Y, a saber siquiera si están vivos. Mi tía me contaba muchas cosas dellos, y de cómo vivían. Cómo eran, porqué me llevó a vivir con ella. Todo eso. Yo no macuerdo de nada. He creado mis recuerdos con los suyos. Pobre tía mía. Así que me acuerdo de cosas, pero no sé si son verdá.
—Nadie recuerda la realidad, Gertrudis. Si es bueno, lo hacemos mejorándolo, y si es malo lo empeoramos o lo olvidamos, que es mejor.
—Creo que tiés razón, Susana. A mi me pasa con mi padre. No sabía que me quería tanto hasta questiró la pata. Ahora le quiero más que cuando se iba al trabajo, y le veo hasta más guapo. Creo ques por lo que me cuenta mi madre. Así, como le pasa a la Gertru, pero menos.
—Pues yo estoy muy a gusto lejos de ellos.
—Mujer, no hables así.
—¿Por qué no, si es la verdad? Mi padre se empeñó en que viniéramos a servir a Madrid, y claro, lo consiguió. No quería que trabajáramos en el campo. Nunca respetó que yo quisiera estudiar. Incluso me sacaba de la escuela del pueblo, aunque la maestra protestaba y muchas veces no lo conseguía. Y mira que le decía que “su hija tiene mucho futuro”. Mi padre le decía que estudiar era de hombres adinerados, y que yo ni era hombre ni adinerado. Así que, me castigó con el destierro. Mejor que no vea a esta vaga, le dijo a mi madre cuando le pidió que se despidiera el día que me trajeron a Madrid.
—Eso, ¿y tu madre?
—Mi madre no contaba, solo asentía y consentía. No le quedaba otra a la pobre. Aunque yo hubiera mandado al cuerno a mi padre, pero, claro, yo no soy mi madre.
—Qué penita, Susana.
—No, mujer. Que no te dé pena, no lo veas así. La verdad que en la escuela del pueblo no podía aprender ya más. Ya no tenía libros para leer, por ejemplo. Yo no me di cuenta de que venir a Madrid me permitiría acabar el bachiller y poder ir a la universidad. Ves, no hay mal que por bien no venga(3). Y rica no voy a ser, pero si esto sigue así podré acabar mis estudios.
—No lo sé, Susana, pero yo daría todo lo que tengo por poder volver donde nací y estar con mis padres, aunque poco tengo la verdá…
—Gertrudis, no todas somos iguales. En este caso por desgracia para mí. Aunque, en general, lo maravilloso del ser humano es que todos somos iguales, pero diferentes.
—Pos yo eso no lo entiendo —comentó Reme.
—Claro, porque no te lo han explicado. Verás, todos tenemos los mismos derechos. Los hombres y las mujeres somos iguales en eso, somos personas. Y según la Iglesia, las mujeres también tenemos alma. Esa es la igualdad, Reme. La diferencia es aún más clara y más aceptada, cada uno es hijo de su padre y de su madre, como se dice vulgarmente. Es decir, cada uno es como es. Tú y Gertrudis no sois iguales, ¿no? pero tenéis los mismos derechos. Pues entonces, sois iguales y diferentes.
—Pero lo primero no es verdá. Yo no soy igual cun hombre.
—¿Cómo que no? No ves que son ellos los que nos meten en la cabeza que deben mandar. Nos convencen y nos educan para que dependamos de ellos, para que seamos unas mosquitas muertas a su servicio. Pero te aseguro que una mujer puede hacer más cosas que un hombre. Nos necesitan más ellos a nosotras que nosotras a ellos. Y si no, piénsalo.
—Bueno, eso sí. Mauro me ha dicho alguna vez que me necesita, es verdá. Y también piensa como tú, que todos somos iguales.
—Anda, y el señor Cirilo, que no quiere que le llame don.
—Lo veis, y lo dicen dos hombres. Me dais una alegría, no sabía yo que había hombres que pensaran así. Claro, que como hablo tan poco con ellos. Oye, Reme, ¿y tu Venancio?
—¿Mi Venancio qué?
—Que qué piensa desto, tonta —preguntó Gertru.
—Pos que quié casarse conmigo y si pué, regalarme la luna —dejó Reme la labor en su regazo, miro hacia arriba y suspiró.
—No te han preguntado eso, boba —intervino Susana.
—¿Entonces, qué? —volvió a la tierra Reme.
—Que si te ve como una igual.
—No lo sé. A mí, lo único que mimporta es que me quié y me respeta. Él no ha estudiao mucho como don Mauro o como tú, así que… Y, de todas maneras, nunca hemos hablao dello.
—Pues deberías. Hay muchos que cuando están de novios son un encanto, pero en cuanto se casan y tienes un hijo, se acabó.
—A ti los hombres te caen mu mal, ¿no, Susana?
—No lo voy a negar, pero te aseguro que tu Venancio me cae muy bien, y no te preocupes, no me interesa. Así que tú tranquila.
—No estoy procupá por eso. Lo estuve por otra cosa, se lo pregunté, y me lo dejó mu clarito. Además, mi madre, que yo creo ques bruja, ma dicho quese chico me quiere. Y que lo que otros ven como una tara, el lo ve como una gracia.
—Pues no sabes tú la suerte que tienes, Reme. Yo también creo que el Venancio está loco por tus huesos. Eso se ve a la legua.
—Bueno, dejémonos de novios y novias. Tenemos que pensar en cómo podemos encontrar más clientes, que es lo que necesitamos.
—Pero, Susana, si no damos más de sí, hija.
—¿Y qué pasa, que no vamos a encontrar a nadie que sepa coser, y mejor que alguna de nosotras?
—Eso sí es verdá.
—Lo difícil es encontrar clientes, no modistillas —reiteró Susana—. Yo he pensado una cosa, pero no sé si es una locura.
—¿Cuál? —preguntó Gertru.
—Pedir un teléfono.
—¿Y pa qué queremos nosotras un parato desos? —se cuestionó Reme.
—Vamos a ver, Reme. ¿Quién tiene teléfono aparte de los negocios y comercios?
—¿Quiénes van a ser? Pues los ricos.
—Justo, eso es lo que he pensado yo.
—¿Anda, y qué?
—Pues que podríamos llamarles por el teléfono y ofrecerles nuestros servicios, decirles que cosemos para fuera. Les contamos qué hacemos para quien trabajamos. Tenemos un par de marqueses y un par de apellidos nobles, ¿no? Y ya sabes lo envidiosos que son, lo que tiene uno lo quiere tener otro igual o mejor.
—Bueno, si tú crees que debemos hacerlo, a mí no me parece mal —apoyó Gertru.
—Pero lo que yo quiero saber, es que os parece a vosotras.
—No tengo nidea, Susana, yo puedo decirte si ese entredós está bien, si esa puntilla está bien pegá, pero desotro, no sé na.
—Es que os afecta. El teléfono no es gratis. Y seguramente, tengáis que olvidaros de los regalos para tu madre, Reme.
—Eso no importa, Susana. Gertru y yo estamos acostumbrás a soñar. Y no vamos a dejar dacerlo. Ni el teléfono ese dichoso, ni tú lo podéis impedir. No te sientas mal por nosotras, ¿verdá, Gertru? —ésta asintió con la cabeza—. Los sueños puén esperar, pero las necesidades no. Haz lo que creas que tiés cacer. Hasta ahora has acertado. Mi padre siempre me decía que tenía derecho a equivocarme.
—Pues entonces, voy mañana a enterarme ahí a la Telefónica, en el cinco de Conde de Peñalver (hoy Gran Vía)
—Mira, vas a tener razón, Susana, porque, ¿sabes?, esas señoras emperifolladas están más aburridas que una ostra. Y si pueden llamar o que alguien las llame por ese teléfono, pues como no tienen na que hacer, se entretendrán llamándonos para ver que tal van sus encargos. ¿no creéis?
—Mira, eso no lo había pensado yo, Gertrudis. Es una buena idea para lo del teléfono. Ya estoy más tranquila. Y ahora, venga, a coser.
—¿Y qué te crees questamos haciendo to la tarde, maja?
———— o O o ————
—Mira, ahí vienen los chicos, Reme. Ya puedo sacar las entradas.
—¿No te fiabas de Joselillo?
—Sí, pero nunca se sabe —. Venancio se acercó a la caseta y recibió el impacto de Balín —. ¿Qué pasa, que era yo la meta? —protestó el empujado.
—Sí, tú o cualquier señor con gorra questuviera cerca la puerta —. Balín no dio más importancia al topetazo porque se volvió y se chuleó delante de su amigo—. Te gané Joselillo. Ves como eran los zapatos.
—Deso na, moná. Si no se pone esa vieja delante mía(4), no me ganas, chavea —. Joselillo sí dio importancia al golpe —. Perdona Venan, el que te tocara ganaba. Pero yo creía quibas a estar arrimao a la Reme.
—Ya, y que a mí miba a dar vergüenza, ¿no? Eso son trampas, pa que tenteres.
—Ya veremos luego, cuando salgamos del cinematógrafo.
—Eh, pareja, a ver si nos vais a tener toda la tarde a la Reme y a mí de metas. Que cuando estáis juntos no paráis, bueno, ni cuando estáis solos tampoco. Menos mal que ahí dentro no se pué correr.
—¿Y cuándo entramos?
—Cuando me dejéis sacar los billetes en la caseta —. Mientras la Reme miraba y leía los carteles de la fachada del barracón, Venancio se acercó a la taquilla—. Cuatro, de las buenas —. Al soltar las cuatro pesetas sintió la satisfacción de invitar. Se sintió feliz de poder hacerlo. Era una sensación maravillosa ver la cara de expectación de sus tres acompañantes. Ya no le hacía falta más, pero también estaba ilusionado por ver aquella novedad de la que todo el mundo hablaba últimamente. Al volver con los muchachos Balín le preguntó.
—Oye, Venancio. ¿La Reme es tu novia?
—Ya te dicho yo que sí, pesao —contestó Joselillo.
—Pero si es coja.
—Y tu delgao, y éste despeinado, y el otro gordo, y aquel dallí rubio.
—¿Y eso que tié que ver?
—Pues que ca uno es ca uno. Y que tos somos distintos, chaval. ¿Qué más da que sea coja o gorda, o baja, o gitana?
—No, si a mí no mimporta. Mi agüela era vieja.
—Todas las agüelas son viejas, mía éste —criticó Joselillo.
—Pos yo conosco a una que no.
—¿Quién?
—Mi tía.
—Una tía no es una agüela, listo.
Así, los dos más jóvenes llevándose la contraria en todo, y los novios cogidos del brazo, entraron en el barracón, previa rotura de las entradas por un hombretón en camiseta, y que enseñaba los tirantes. Aquel mocetón imponía mucho respeto en la entrada, aunque el ruido dentro de la sala era ensordecedor. Unos fumaban mientras el resto hablaba a gritos porque no podían escucharse los unos a los otros. Los nervios provocaban empujones que algunos críos compartían, y por lo que unos mayores protestaban y otros, más cercanos, regañaban también a gritos. Tal era la algarabía que el de la puerta se subió en una silla y trató de que los ánimos se calmasen. Lo consiguió a medias, porque las carreras de los más pequeños no sufrieron merma alguna por sus palabras.
—Señoras y caballeros y gente en general, la proyección, que viene directamente de París…
—¿Y eso aóndestá? —gritó uno mientras el resto reía.
—Decía que la función no empezará hasta que esta sala…
—Esto no es una sala, es una barraca —interrumpió otro que también provocó el regocijo entre los presentes.
—Hasta que este barracón esté tranquilo y en silencio. Si no, la municipalidad lo desalojará.
—¡Y un cuerno! —se oyó al fondo, pero las risas no acompañaron este último comentario.
El silencio tardó un poco en llegar. Antes lo hizo la tranquilidad por los pellizcos y capones que más de uno se ganó por sus fechorías y sordera ante las advertencias de sus padres. También ayudaron las llamadas al silencio contenidas en los “chis” que se oían por todas partes. La gente estaba deseando que aquello empezara cuanto antes, estaba ya un poquito harta.
—Ése es más grande que tú, Venancio —dijo Balín después de que se bajara de la silla el portero.
—Pero no más fuerte —defendió Joselillo a su hermano.
—Como que yo no los he visto juntos al entrar.
—Seguro que en una pelea Venan le da una paliza.
—Oye, dejar de discutir ya. Yo no me voy a pelear con nadie. Y vosotros tampoco. Y callaros ya, que no hay quien os aguante, joroba —. Los dos muchachos se miraron y se encogieron de hombros.
—Mirad, allí hay cuatro sillas libres —. Bastó eso para que los dos corredores salieran pitando hacía donde indicaba Reme.
—Aquí estamos bien, ¿no?
—Seguro que sí.
Cuando la curiosidad sustituye a la maldad el mundo funciona mejor. Para Balín, conocer a un cojo era lo mismo que conocer a un viejo. Ante los ojos infantiles, crueles por naturaleza, saltan a la vista los detalles que nos diferencian, pero Balín, al vocearlos, no cargaba de juicios sus palabras, sólo remarcaba el hecho de que él ni era viejo, ni era cojo. Otra cosa es que una jauría de infantes la tomara con un compañero gordo por el hecho de serlo. Entonces la masa, esa comunidad maliciosa donde el individuo no se siente como tal, hacía una presa que, generalmente, acababa destrozada, sin que nadie se sintiera responsable. Y así ocurrió en aquel recinto, la gente empezó a protestar por el retraso. Los que tenían reloj avisaron a los que tenían al lado de que pasaban ya unos minutos de las ocho, hora prevista para el inicio de la función, y las protestas y pitos arreciaron. El alboroto inicial se quedaba en un murmullo comparado con el nuevo bullicio. Y todos vieron al grandullón de los tirantes otra vez, subirse, en este caso más formal, al estrado donde estaba colocada la “sabana” y hacer gestos al personal con las manos para que se calmaran.
—Señores, señores —rogó el encargado como si no hubiera mujeres en la sala que protestaran—. Señores, señores —insistió esta vez en dejar fuera de las advertencias a las mujeres—. El retraso se debe a causas ajenas a esta empresa. Tengan ustedes paciencia que enseguida empezará esta preciosa película que les va a encantar. Si están en silencio podrán escuchar las piezas que aquí el maestro —señaló a su izquierda mientras sonaban las notas de un piano— tocará para ustedes. Tengan paciencia—. Se bajó de la tarima y las notas de la bagatela Para Elisa llenaron el barracón y mantuvieron en silencio al personal. Sin acabar el pianista, el hombretón que parecía el encargado de todo, empezó a apagar, una a una, las seis lámparas que alumbraban a duras penas el recinto. La parte que quedaba detrás del telón no necesitó de ese trabajo. En tanto sucedía todo eso, Balín en voz baja y con la mano en la boca dijo a su amigo, sentado a su izquierda, que la novia de su hermano era “mu guapa”.
—Eso también te lo había dicho yo, quera mu guapa —. La contestación de Joselillo se produjo sin sordina, y Venancio, sentado a la derecha de Balín, y pese a las palabras del multidisciplinar empleado, entendió el comentario de Balín, con lo que se vio obligado a intervenir.
—¿Qué pasa, que una coja no pué ser guapa? —. La coja, distraída por el maestro músico y el corpulento orador, no escuchó nada de lo que decían los chicos porque se había colocado a la derecha de su novio. Sitio que antes de empezar la proyección cambiaron porque a Venancio no le gustó nada el tipo que se había sentado junto a ella.
—¿De qué hablan los hombrecillos? —dijo al intercambiar el sitio con Venancio.
—De cojas —gritó Joselillo mientras Balín se ponía colorado por ser el origen de la conversación.
—O sea, de mí.
—Y también de guapas —echó un capote Venancio.
—O sea, de Gertru.
—No, señorita —negó elegantemente Venancio—, en eso sequivoca usté. Aquí, Balín, sextraña de que seas tú tan guapa.
—Pos muchas gracias, caballerete. Así que tú eres el famoso Balín.
—Sí, señorita —a Balín le salió toda la educación que volcaba en su nuevo trabajo.
—A mí no me llames señorita, soy la Reme.
—Y la novia de Venan —apostilló el hermano.
—Mu bien, Joselillo. Y la novia de Venancio. Por si acaso tenías otras intenciones —y Reme guiñó un ojo a Balín que volvió a las vergüenzas—. Que es guasa, hombre.
Entonces, una vez apagada la última luminaria, un haz de luz chocó contra la blancura de la “sábana” y unas figuras en blanco y negro, empezaron a transitar por ella. Un “oh” generalizado precedió a otra sintonía de piano, ésta más alegre. A partir de ese momento, sólo se repitieron las exclamaciones de sorpresa y las risas. Incluso se oyó perfectamente un comentario de una manola por la pena que sentía por la joven protagonista del film, a lo que siguió los correspondientes “chis” de los más cercanos, junto al “¡cállese, señora!, que no veo” de un hombre al que molestaban tanto el tocado exagerado de la apenada como sus palabras. Y no le faltaba razón al protestón, porque, aún sin cultura de espectador de cine, las mujeres eran las que más hablaban y las que se tocaban con los sombreros tan fijados al pelo como inoportunos para asistir a un evento de aquellas características, si se tiene en cuenta que todos los espectadores se encontraban sentados al mismo nivel. Si bien, para defensa de las féminas asistentes, hay que recalcar que no fumaban ni escupían en el suelo, como lo hacían muchos de los hombres.
De ABC.es Gloria Swanson y Rodolfo Valentino, en un filme de 1922.
La proyección duró algo más de media hora y dejó a todos los espectadores satisfechos y contentos. A los que habían disfrutado de frente y también a los que, al pagar menos por su entrada, veían la película como si todos los actores diestros fueran zurdos y viceversa. Éstos fueron los primeros en salir a la calle por estar más cerca de la salida, que también había sido entrada y aumentada para tal fin. Los otros, los buenos clientes, hubieron de esperar y aguantar de nuevo al de los tirantes, que otra vez les pedía tranquilidad y paciencia por el bien de todos, y en especial para la empresa, aunque esto no lo dijera.
—Respeten el mobiliario, por favor. Y no fumen hasta llegar a la calle.
Acaso porque la gente no sabía que era el mobiliario o porque lo que no es nuestro no nos importa, muchas sillas acabaron volcadas sobre la tierra. Y el patear y arrastrar de pies por la aglomeración generó una nube de polvo que hizo toser a más de uno, sobre todo a los que salieron los últimos del recinto.
—Menos mal que al final el guapo ese salva a la pobre. ¡Jo!, qué bonito. Yo no me lo imaginaba —dijo Reme nada más salir. Todos suscribieron su comentario.
—Eso, Venan, ha sío genial.
La vuelta a casa no fue más que una sucesión de pruebas atléticas de velocidad y una larga conversación de enamorados. Venancio no supo con qué parte quedarse de aquella maravillosa tarde. Lo cierto es que, la impresión causada por el cinematógrafo perduraría en el tiempo . Dejaron a un Balín agradecido e ilusionado en su casa y se dirigieron a Españoleto. Allí, en la portería, pusieron a la señora Casta la cabeza como un bombo, al que golpeaban con sus comentarios sobre su experiencia cinematográfica. La pobre no pudo llegar a otra conclusión que no fuera la de que cada uno había visto una película distinta. Cuando Venancio se despidió esa noche de su hermano, a pesar de que la señora Casta insistió en que se quedara a cenar, Reme salió con él a la calle. Después de pelar la pava unos diez minutos, y de que Joselillo saliera con unas croquetas envueltas en papel de periódico, se despidieron y Reme entró en la vaquería para anunciar que Venancio se llevaba ya a la Perla. También para dar las gracias por haber echado un ojo al animal toda la tarde, aunque se entretuvo unos minutos más para informar de su primer encuentro con el cinematógrafo, y contar su escena favorita, cuando los “eneucos de la princesa mueren por ella a manos de un príncipe malo que se labía robao a su familia.”
—Pos veréis lo que tengo yo que contaros… —por fin pudo meter baza la señora Casta.
———— o O o ————
Mientras unos andaban en el cinematógrafo y otros paseaban por El Retiro, la señora Casta cumplía con su obligación de cuidar la finca. A media tarde, mientras andaba liada con las croquetas, recibió la inesperada visita de un matrimonio, algo más joven que ella, “aunque la mujer poco más que yo, y mucho más gorda”, que se presentaron en el chiscón como los nuevos inquilinos del primero izquierda. El del puro apagado y a medio consumir hizo las presentaciones. Su mujer, Agustina de Mirasaltas, y él Agustín Redondo, funcionario del Cuerpo de Empleados de Correos, y nacidos ambos en Castilla la Vieja.
—Esperamos, señora Casta, que los mozos de cuerda no la importunaran en demasía, verdad Agustina. Ya se sabe que esa gente sin cultura alguna, es lo peor de la sociedad, escoria que sólo puede ofrecer al resto de los mortales su fuerza bruta.
—Pos no, mire usté, fueron la mar deducaos y simpáticos, y me dejaron la llave pa que se la entregara a ustedes, aquí la tengo.
—Menos mal, verdad Agustina, porque don Eulogio nos dijo que la otra también la tenía usted y no sabíamos si la íbamos a encontrar en su puesto, porque como es tan normal en estos tiempos encontrar a porteros que a las diez ya están en su casa… Así, que nos dé usted las dos.
—Es costumbre que haya una en la portería, por si ocurriera algo sin alguien dentro.
—Bueno, nosotros, castellanos viejos, no tenemos esas costumbres tan liberales, verdad Agustina —. Y mientras don Agustín no se quitaba el puro de la boca para hablar, la tan nombrada Agustina, sólo suspiraba una y otra vez—. Bueno, señora, ¿nos entrega las dos llaves? Mi señora está muy cansada del viaje, verdad Agustina, y un servidor también.
—Bien, como ustedes quieran, pero luego no quiero que se me pida responsabilidá por lo que pueda ocurrir.
—Ese es el asunto, señora portera, que hubiera que pedírsela, verdad Agustina. Anda que no ha habido casos…
—¿Qués lo que quié decir? —preguntó algo molesta la señora Casta.
—Nada, nada, señora —recogió velas don Agustín—, perdónenos, pero estamos agotados, verdad Agustina.
—Pos, tome, tome. Aquí paz y después glorialeer más
o aquí gracia y después gloria. Es frase hecha con la que damos por terminado un asunto. Se dice también para dar fin a disputas y poner paz. Se ha tomado del habla eclesiástica, ya que era fórmula con la que solían finalizarse los sermones, como un deseo de paz y gracia en esta vida y de alcanzar la gloria eterna en la otra. De hecho, se acompaña la frase con un gesto de bendición como se hacía en los sermones. También los romances de ciego y las coplas terminaban así. Quevedo, Vida del Buscón: Fui el primero que introdujo acabar las coplas, como los sermones, con ‘Aquí gracia y después gloria’ (lib. 3, cap. 9) ... leer más
». Fuente: De cómo la vida monástica impregnó el lenguaje del pueblo con formas de hablar y expresiones que todavía perduran en nuestro idioma, José Luis García Remiro, 2007. Leído en Instituto Fernando el Católico.">(5), usté sabrá.
—Sí, Agustina, vamos. A ver qué nos encontramos, porque yo de esa gente no me fío ni un pelo. Pero que ni un pelo.
—No, ni de esa gentuza, ni de nadie —por fin habló doña Agustina ya casi en la puerta de su nueva vivienda.
—Amos que… Desconfiar de una servidora —se quejó y se volvió hacia las croquetas la señora Casta—. Valientes castellanos vie…
—Ah, perdone.
—¡Uy, vaya susto ma dao, hombre!
—Don Agustín, soy Don Agustín, no hombre.
—Pos vaya susto ma dao, hombre, don Agustín.
—Así mucho mejor. La educación nunca estorba.
—Eso que lo dice usté, ¿no?
—Bueno, queríamos saber mi mujer y yo, doña Agustina, a qué hora cierra usted el portal.
—Sobre las diez o así, unas veces cerramos nosotras y otras el sereno.
—Pues debería de cerrarse antes. Ahí fuera, la chusma es muy dada a desear y tomar lo que le gusta y no es suyo.
—Siempre sa cerrao a esa hora, desde que yo vivo aquí.
—Pues habrá que hacer mejoras en el funcionamiento de la comunidad. Ya hablaremos mi mujer y yo con don Eulogio.
—Me paece mu bien.
—Don Agustín.
—Ay, madre. Me paece mu bien, don Agustín —hubo de decir la señora Casta en vez de lo que pensaba acerca de lo pesado que don Agustín se ponía con su don y con su nombre.
—¿Y el sereno?
—Bien, gracias, don Agustín.
—Digo, que qué tal el sereno.
—Como todos.
—Será de fiar, ¿no?
—También le conozco de toa la vida, don Agustín —. La señora Casta estaba del don Agustín hasta la coronilla, tanto de decirlo como de aguantarlo.
—Y será gallego, claro.
—Lo es —esta vez se comió el don Agustín.
—Me lo temía.
—¿Los gallegos también son gentuza, don Agustín? Yo creía que eran solo los murcianos(6).
—No. Tiene usted razón, pero a los gallegos les gusta mucho el aguardiente. En fin, subiré a la Junta del Distrito a ver que podemos hacer mi mujer y yo. Buenas tardes otra vez.
—Adiós, don Agustín, adiós —. Esta vez, la señora Casta esperó a oír cerrar la puerta del primero para después de haber resoplado, lanzar una queja lastimera—. ¡Madre mía, la que nos espera!
[Continuará]
(1)[Volver] Jose Ortega y Gasset, 1921.
(2)[Volver] A nadie le amarga un dulce, no debe ser muy antiguo este refrán, porque no aparece en el Diccionario de Autoridades, ni lo citan Covarrubias, ni Correa, aunque sí la RAE, acaso por su popularidad y mucho uso. DRAE, 2014, 23ª edición, entrada dulce: «... leer más
a nadie le amarga un ~. 1. expr. coloq. Denota que cualquier ventaja que se ofrece, por pequeña que sea, no es de desperdiciar ... leer más
».
(3)[Volver] No hay mal que por bien no venga. Son varias las referencias de este refrán que aparece en obras de nuestro Siglo de Oro tales como El Criticón III (1657, Baltasar Gracián), Guzmán de Alfarache (1598, Mateo Alemán), No hay mal que por bien no venga (antes de 1630, Juan Ruiz de Alarcón), incluso aparece en
(4)[Volver]Delante mía, detrás mío, enfrente mío, encima mía. Estos son algunos de los errores que más cometemos al hablar o al escribir. Y lo que es peor, también es cometido por profesionales como periodistas, políticos, locutores, comentaristas, maestros, catedráticos, jueces… Si alguien tiene alguna duda, este artículo de la RAE aclara muy bien los motivos.
http://www.rae.es/consultas/detras-de-mi-encima-de-mi-al-lado-mio
(5)[Volver] Aquí paz y después gloria «... leer más
o aquí gracia y después gloria. Es frase hecha con la que damos por terminado un asunto. Se dice también para dar fin a disputas y poner paz. Se ha tomado del habla eclesiástica, ya que era fórmula con la que solían finalizarse los sermones, como un deseo de paz y gracia en esta vida y de alcanzar la gloria eterna en la otra. De hecho, se acompaña la frase con un gesto de bendición como se hacía en los sermones. También los romances de ciego y las coplas terminaban así. Quevedo, Vida del Buscón: Fui el primero que introdujo acabar las coplas, como los sermones, con ‘Aquí gracia y después gloria’ (lib. 3, cap. 9) ... leer más
». Fuente: De cómo la vida monástica impregnó el lenguaje del pueblo con formas de hablar y expresiones que todavía perduran en nuestro idioma, José Luis García Remiro, 2007. Leído en Instituto Fernando el Católico. http://ifc.dpz.es/.
(6)[Volver] La señora Casta se refiere a la frase hecha: «Gitanos, murcianos y demás gente de mal vivir», errónea del todo. A uno ya le extrañaba que en una Pragmática Real (Carlos III) se aludiera tan directamente a los habitantes de una provincia, región o Comunidad Autónoma, con tan denigrante inclusión, igual que me choca la inclusión de los gitanos, aunque no tanto. Y claro, sin saber quién se inventó, tanto la existencia de esa ley como la alusión a los murcianos y murcianas, el caso es que yo me lo tragué (porque de joven me creía todo lo que leía en los libros. Menos mal que me salvé de creer todo lo que veía y oía por televisión, cosa que no hago ahora porque no “disfruto” de ella). Volviendo a la dichosa frase, acuñada por vaya usted a saber quien, y dando por sentado, que es mucho sentar, que la ley real (contra vagos y maleantes dicen unos, o para prohibir llevar el estandarte real dicen otros) existió, cabe oponer que se hable de murcios frente a murcianos, que en aquella época y en germanía es como se llamaba al ladrón. Y, claro, de murcio a murciano hay un trecho, porque en Murcia habrá murcios, se supone, pero como en cualquier lugar de España o del extranjero. Por mi parte pido humilde perdón a esas gentes por las veces que he repetido la frase, y prometo tener más cuidado. Lo siento. Es más, pienso que algún futbolista o famoso sin méritos debería desmentir el hecho por televisión, así, quizá, los españolitos de a pie nos creamos que murcios y murcianos son cosas diferentes, y estos últimos dejen de estar hartos del tema, supongo. Rosa Regás lo explica mejor que yo en su libro El valor de la protesta: el compromiso con la vida, en su página 105, y que podéis leer si clicáis aquí, gracias a books.google.es.