Cáceres: ecos de historia, laberinto de palacios
Un paseo guiado por el interior de la ciudad
© Texto y fotografías: JAVIER PRIETO GALLEGO
Cáceres presume, con toda razón, de uno de los mejores cascos históricos de Europa. Tanto que a quien lo degusta le resulta inevitable asociarlo a un pasado plagado de leyendas, de torbellinos dinásticos, de sagas intocables, de espadachines, de venganzas, de conquistadores legendarios, avaricias cegadoras, de fortunas imposibles de medir. A eso resuena ese escenario de piedra, laberinto de intrigas y pasiones, de auténticos castillos encastillados tras el parapeto de una muralla que lo ha resistido casi todo, incluido el asalto despiadado de una modernidad que acabó con tantos y tantos de nuestros recintos medievales.
Este, en concreto, comenzó a fraguarse en los avatares de la Reconquista. Aquí llegó en el siglo XII de manos del rey leonés Alfonso IX. Tras mucho cambio de bando quedó definitivamente en el cristiano el 23 de abril de 1229, día de san Jorge, patrón de la ciudad. En su carta puebla quedó claramente establecido que en el poco espacio disponible no iba a quedar sitio para que asentara en él la residencia ningún noble, ni órdenes religiosas ni militares. Se pretendía recompensar así una clase villana que no tardó en echar sólidas raíces y prosperar gracias a la adquisición de territorios, dehesas y extensos pastos cuya finalidad principal no era otra que sostener a una cabaña ganadera que parecía insaciable. Tanto como el ansia de riqueza que poco a poco se va concentrando en unas pocas familias. Buena contribución a ello fue la instauración de un sistema de transmisión hereditaria basada en el mayorazgo. Esta indivisibilidad de propiedades, que a su vez generaban enormes rentas, conllevó la acumulación, por vía de matrimonio, de inmensas fortunas por unas pocas familias y en unas pocas generaciones. Los segundones de muchas de estas sagas, sin acceso directo al patrimonio familiar, encontraron su oportunidad en la conquista americana, de la que muchos regresarán con grandes fortunas que añadirán nuevas riquezas a los cada vez más inmensos patrimonios.
Es así como el recinto cercado de esta ciudad ve crecer en su interior la colección impresionante de palacetes, auténticas mansiones que se convierten en emblemas de las principales sagas nobiliarias, mientras que los menos afortunados, un pueblo villano cada vez más desposeído de propiedades y formas de subsistencia, se ve obligado a trasladar sus viviendas al otro lado de la cerca amurallada. Una muralla que, pasado el tiempo de las guerras, solo servirá para marcar la frontera clara e intimidante entre dos mundos: el de afuera, dispuesto para el pueblo llano, y el de dentro, reservado a una clase nobiliaria bien sustentada en sus fortunas y privilegios que tendrá que compartirlo, no obstante, con una comunidad judía con la que se verá obligada a establecer lazos de dependencia. A la fuerza obligan…
Tal concentración de estirpes tratando cada una de hacerse un hueco en ese reducido y privilegiado espacio alentó continuas disputas y rencillas entre clanes, siempre enredados en hacer o deshacer pactos de convivencia. Ante la posibilidad de que un vecino amigable se trastoque en enemigo, los palacios nacen con torres defensivas que los convierten en auténticos castillos. Desde las aspilleras se dispara a quien no viene en son de paz y las calles de la ciudad son escenario frecuente de venganzas y crímenes que nadie osa castigar. Una ciudad sin ley a la que los Reyes Católicos tratarán de meter en vereda con una medida que también impusieron en otros lugares de su reino: mandar derribar todas las torres fortificadas de la ciudad, en especial las de aquellos nobles levantiscos que no habían apoyado a la reina en su causa de sucesión. De todas las torres que se asoman por encima de la muralla en aquel momento, año 1476, solo salvará sus almenas la torre palacio de Las Cigüeñas, en recompensa por los servicios prestados a la reina por su dueño, el capitán Diego Cáceres Ovando.
TORRES SIN DIENTES
La sucesión al trono de la corona de Castilla tras la muerte del rey Enrique IV estuvo acompañada por una serie de continuas batallas entre los diferentes bandos de la aristocracia dominante, unos en apoyo de Juana “la Beltraneja” y otros de la princesa Isabel. La coronación final de Isabel la Católica como reina conllevó una serie de duros castigos contra los nobles que no habían sido leales a su causa. Una de las principales fue ordenar el desmoche de todas las torres fuertes existentes en su reinado para evitar que ningún noble, partidario o no, pudiera en el futuro rebelarse ante el poder de la Corona y atrincherarse tras las almenas de ningún castillo.
De la misma forma, y como castigo por la falta de apoyos en esa lucha de la nobleza cacereña, ordenó en una Real Cédula de 12 de mayo de 1476 que a todas las torres almenadas de los palacios les fuesen derribadas sus defensas en señal de sumisión al poder de la Corona y cerradas sus saeteras. Las torres nuevas no podrían ser más altas que el tejado del palacio al que pertenecieran. No fue una medida acatada con gusto por una nobleza que veía sometido el inmenso poder acumulado durante los años de Reconquista, y la orden de desmoche tuvo que volver a darse el 9 de julio de 1477.
Un paseo por la ciudad
Son varios los paseos que pueden establecerse por el interior de este espacio, el corazón más monumental de Cáceres, declarado Patrimonio de la Humanidad desde 1986, pero todos deberían empezarse por la puerta más bella de su muralla, el arco de la Estrella, el nexo de unión que desde el siglo XV une ambos mundos, el de dentro y el de fuera. Como no podía ser de otra manera, se abre ante el espacio que poco a poco se va conformando como el corazón administrativo y comercial de la ciudad, la plaza Mayor. Es también el marco noble ante el que se ejecutan rituales y ceremonias de importancia, como la jura de los fueros de la ciudad por parte de la reina Isabel la Católica, en 1477, y del rey Fernando el Católico, en 1479.
Junto a ella se alza la mazacótica torre de los Púlpitos, cuyo fin principal no fue otro que defender desde su saeteras el paso al interior de la ciudad. Fue la única torre levantada con posterioridad a la construcción de la muralla y la única que se comunica mediante un arco con un palacio del recinto de intramuros, el de Mayoralgo. Este pasillo aéreo fue la solución ideada por los dueños del palacio en el siglo XVIII para ejercer, sin abandonar sus propiedades, el derecho de asomarse desde un balcón privilegiado al espacio de la plaza Mayor y asistir así a los acontecimientos importantes que tenían lugar en ella.
Todavía junto a la puerta, otra torre, la de Bujaco, alberga en su interior un centro de interpretación cuya visita se vuelve imprescindible para entender mejor el contexto histórico que dio lugar a esta parte de la ciudad. Una vez visitada la exposición merece la pena subir a lo alto del almenar para disfrutar de las vistas que se ofrecen tanto de la ciudad intramuros como la que se extiende fuera de las murallas.
Traspasado el arco de la Estrella, se alcanza en un suspiro la plaza de Santa María, abierta frente al templo del mismo nombre. Desde la Reconquista fue el corazón neurálgico de la ciudad y hasta que la presión aristocrática expulsa al pueblo llano al exterior de las murallas, también fue el lugar en el que se reunía el Concejo y tenían lugar las celebraciones especiales. En una de las esquinas de la iglesia se ve la estatua en bronce de san Pedro de Alcántara, de gran devoción en la ciudad. El bruñido de los dedos de sus pies obedece a generaciones de estudiantes que, como tradición, vienen a frotarlos con ahínco para que los ayude a encontrar pareja o aprobar.
Se mire hacia donde se mire, se ven palacios y edificios de talla monumental. Hacia el norte queda el palacio de Hernando de Ovando, construcción renacentista perteneciente a una de las familias más linajudas de la villa. Hacia el costado occidental de la plaza queda el palacio Episcopal. Prueba del ennoblecimiento que sufrió el recinto amurallado desde su reconquista es que este palacio se levanta sobre el solar que ocupara, hasta 1261, un conjunto de tiendas. De la misma forma, los palacios que ahora se ven en este mismo entorno ocupan el lugar que en un primer momento correspondió a talleres artesanos y agrupaciones gremiales.
La iglesia de Santa María es el templo más señalado de Cáceres y una visita a su interior revela que si el primer afán de la nobleza cacereña era hacerse con un palacio intramuros, el segundo consistía en adquirir sepultura en el interior del templo. Tal es el repertorio de escudos, mármoles, lápidas historiadas o alegorías funerarias que abundan en él. De entre todas ellas destaca el enterramiento de los Maroyalgo. Pero el atractivo artístico del templo se centra en el retablo mayor, obra barroca en madera sin policromar realizada por Guillén Ferrant y Roque Balduque en 1551. La sacristía alberga un interesante museo de piezas sacramentales.
De camino hacia la plaza de San Jorge se pasa ante el palacio de los Golfines de Abajo, con la fachada más plateresca de todo Cáceres. A la derecha queda la imponente torre con matacán que evidencia el afán defensivo de quien se levantaba aquí una vivienda.
La apretada disposición del casco histórico de Cáceres hace que cada pequeño desahogo, cada pequeña plaza o ensanchamiento se celebre con la intensidad de un bien escaso. Es lo que pasa con esta plaza convertida en marco de lujo para celebraciones culturales -como el Festival de Teatro Clásico y conciertos. Como casi no puede ser de otra manera en el Cáceres añejo, a ella se asoman palacios e iglesias y sirve como breve descanso para continuar un callejeo, por la cuesta de la Compañía, que encamina hacia las plazas de San Mateo y Las Veletas.
La del San Mateo se abre en la parte más alta de la ciudad intramuros. Y de nuevo, más iglesias y palacios. Por aquí asentaron los suyos los Ulloa, los Ovando, los Saavedra… En el costado oriental de la iglesia se alza el palacio del capitán Diego de Ovando, también conocido como el de Las Cigüeñas, con la única torre almenada que, entre tantas torres fuerte como hubo en Cáceres, logró el privilegio de no ser desmochada por orden de los Reyes Católicos.
En la contigua plaza de Las Veletas se localiza, haciendo esquina, el palacio del mismo nombre, sede del Museo de Cáceres. Se alza sobre el solar que ocupara la fortificación almohade destruida por los cristianos tras su definitiva conquista y alberga en su interior uno de los rincones imprescindibles de la ciudad: el aljibe, joya del patrimonio arqueológico cacereño y una de las más importantes construcciones de este tipo de toda la Península. Destaca tanto por sus dimensiones como por su estructura. Construido en un hueco de la roca sobre la que se asentaba la fortificación. Durante la ocupación almohade era común que las casas contarán con algún tipo de estructura subterránea para almacenar agua. Unas estructuras que aprovecharon muchos de los palacios que se construyeron tras la conquista cristiana, si bien su construcción y mantenimiento era un privilegio, por su coste, al alcance de los más pudientes.
Junto al palacio queda el convento de San Pablo. De su obrador se fugan aromas de repostería que, además de trocarse en tentación irresistible, dispersan a los cuatro vientos el buen hacer en esta materia de la comunidad de clausura de la Orden de Santa Clara que lo ocupa.
Más allá, en el arranque de la calle Ancha, aparece la casa solar de los Ulloa. Y en el de la calle Condes, el palacio de los Saavedra y la torre de los Sande. Es el inicio del regreso hacia la puerta de la Estrella. Al final de la misma calle despunta el palacio de los Golfines de Arriba. Su torre, desmochada primero y reconstruida después, fue la única que los Reyes Católicos permitieron levantar más allá de los tejados después de su decreto sobre las torres defensivas.
Después de un menú monumental con tanta piedra sorprende, de repente, en la Cuesta de Aldana, la llamativa obra de ladrillo y argamasa de la Casa Mudéjar. Algo más abajo, la Casa de los Espadero Pizarro, conocida popularmente como la Casa del Mono, alberga la biblioteca del académico Alonso Zamora Vicente. En su interior, además de libros, guarda también la intriga de un acertijo labrado en piedra: en el inicio de la escalera que arranca en el zaguán se localiza la peculiar talla de granito que da nombre a la casa, un mono se agarra a una cadena que corre por la pared mientras que entre el mono y la cadena se abre una ventanita por la que se asoma un rostro de rasgos negroides.
Monos, exóticas mascotas, tal vez un criado traído del Nuevo Mundo… un acertijo o puede que una simple escena cotidiana en una ciudad que vivió con intensidad la aventura de muchos de sus vecinos en las exploraciones americanas. No hemos pasado por él, pero muy cerca del arco de la Estrella tuvo su palacio un descendiente de la hija del emperador Moctezuma II. Así es Cáceres, misteriosa, evocadora, poética. Un paréntesis de silencio hecho de cuestas, piedra y caserones inmensos sobre el que reinan, guardianas de todos sus secretos, las cigüeñas.
INFORMACIÓN. Turismo de Cáceres.
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