El Pueblo Más Bonito de Ávila
© Texto y fotografías: JAVIER PRIETO GALLEGOAlgo debe de tener Bonilla de la Sierra para que en el pasado fuera escogida como lugar de residencia episcopal al que retirarse los meses de verano y ahora, desde el 1 de enero de 2019 concretamente, haya sido la primera localidad de la provincia de Ávila en entrar a formar parte del distinguido club de los Pueblos Más Bonitos de España.
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Es fama que la localidad abulense de Bonilla de la Sierra fue el descansadero veraniego oficial de los obispos de Ávila desde principios del siglo XIII hasta entrado el XIX. Una especie de Castelgandolfo episcopal levantado entre las sierras de Ávila y Piedrahita, en el mismísimo corazón del valle que abre el río Corneja en su correr de este a oeste hacia el Tormes. Es sabido también que los veraneos de antes no son como los de ahora y que el tiempo que permanecían en Bonilla los obispos pasaba de largo los quince días. De hecho, el traslado de la silla episcopal desde las murallas de Ávila hasta Bonilla implicaba la llegada de todo un séquito de prelados necesarios para que los asuntos de Dios en Ávila no sufrieran un parón de cuatro meses cada ocho. Es preciso tener en cuenta también que durante muchos siglos el poder detentado y ejercido por la Iglesia fue tal que, en la práctica, su cogollo administrativo tenía tanta importancia o más para el desenvolvimiento del pueblo llano que el poder ejercido por los organismos laicos. Para más señas, la secretaría episcopal encargada de gestionar las cuestiones ncecesaria estuvo ubicada en la calle del Mirón.
Así las cosas, vale ir pintando el paisaje urbano de Bonilla como un lugar de aires serranos apartado de los trajines capitalinos que, con la llegada del buen tiempo ve llegar también el atasco de sotanas y bonetes a las calles, doblada una población a la que se suman quienes acuden aquí para despachar asuntos de diversa envergadura, y crecida la especulación inmobiliaria por culpa de quienes pagan lo que sea con tal de levantar un palacio vistoso cercano al del obispo y picar su propio escudo en la fachada. El origen de estos trasiegos arranca en el siglo XIII, momento en el que la Bona Villa es donada al obispo abulense Domingo Blasco y pasa a convertirse en villa de jurisdicción episcopal. El tiempo y la preferencia de un obispo tras otro por estos lares hará que acabe convertida en la más importante localidad bajo su mando.
En el siglo XIV Bonilla era ya una notable villa medieval bien protegida por una muralla que la cerraba por completo, un castillo-palacio que sumaba a las de la muralla sus propias defensas y una torre, la de la colegiata, capaz de convertirse en fuerte si ello fuera menester. Tan bien protegida y con tantas defensas que fue el lugar al que vino a guarecerse el mismísimo rey Juan II cuando sintió sobre su cogote el acoso al que lo estaban sometiendo los Infantes de Aragón en su anhelo por quedarse con la Corona de Castilla. Un siglo antes, en 1384, ese palacio episcopal bien servido de almenas y matacanes había acogido las discusiones del sínodo diocesano en el que se redactaron las conocidas como Constituciones Sinodales de Bonilla.
Otro distinguido huésped que habitó, trabajó y escribió entre esos mismos muros fue Alonso de Madrigal, apodado El Tostado. Había llegado a Castilla en 1444 llamado por el rey Juan II para que formara parte de su Consejo real. Diez años después fue el mismo rey quien impulsó su nombramiento como obispo de Ávila pero el cargo solo le duró un año: falleció en el castillo de Bonilla en septiembre de 1455. Alonso de Madrigal, cuyo semblante podemos contemplar en el espectacular sepulcro de alabastro que realizó Vasco de la Zarza para su enterramiento en la catedral de Ávila, fue un prolífico escritor y uno de los más importantes teólogos de su tiempo.
Hoy los restos de ese castillo, de entre los que se ponderan unos frescos del siglo XV que dicen que lo embellecen por dentro, son un misterio para la mayoría de los visitantes. Un cartel plastificado avisa en la puerta de que verlo por dentro exige un estricto protocolo: solo es posible los “primeros cuatro lunes de cada mes” si se está allí de 9,30 a 10,30.
De unas cosas y otras le ha quedado a Bonilla un aire distinguido, una ristra de escudos deslavados, un castillo amortajado por maleza, unas murallas roídas, un perfil rural con personalidad aún sin globalizar y, sobre todo, una monumental colegiata varada mitad de la plaza porticada como un barco trasatlántico al que se le hubiera secado la piscina, tan impresionante de contemplar por fuera como para degustar por dentro.
QUÉ VER
El paseo por esta villa, bonita además de buena, depara varios rincones con los que disfrutar. El primero, se habrá visto nada más llegar, es el arco medieval de su puerta de Piedrahíta, la única que queda en pie de las cuatro que franqueaban el paso de la cerca amurallada. Su orientación a poniente, el resguardo que brinda al relente de la tarde y el hecho de que a ella aboque la carretera que llega desde la N-110, convierten sus poyos en los preferidos por muchos vecinos para ver morir el día. También para entretener el rato separando del montón a los propios de los extraños.
Se entre por donde se entre en Bonilla es inevitable que el empedrado de sus calles tarde más de minuto y medio en llevar hasta su monumental iglesia de San Martín, originalísimo templo de trazas góticas plantado en medio de la plaza Mayor. Su hilera de pináculos con gárgola, remate de los contrafuertes que mantienen en equilibrio el templo, sobresale por encima de los tejados del pueblo como si fuera la melena de una gigantesca iguana de la prehistoria. Algo que no casa para nada con los aires de sosiego y paz que emanan de esta plaza porticada. En uno de sus laterales, entre el templo y el castillo, se alza un crucero gótico con inscripciones. Si es posible, merece la pena asomarse al interior de la iglesia (se visita los sábados de 10 a 13 h o llamando al 649 340 943), con un buen repertorio de obras de arte y capillas entre la que sobresale la de los Chaves.
Como también merece la pena -y mucho- preguntar por el pozo de Santa Bárbara. Construido en un lateral de la población, junto a la muralla y próximo a la puerta de Piedrahíta, este aljibe medieval presenta la particularidad de permitir el acceso a sus profundidades mediante una escalinata abovedada de 24 peldaños y 11 metros de longitud construida en piedra de cantería. Con la misma sensación de bajar al fondo de una mazmorra, sorprende el color lapislázuli del agua cristalina, cuyo fondo aún está tres metros más abajo del punto donde acaban los peldaños. La enorme boca del pozo, que tiene 3,60 metros de ancho en la superficie, revela que estuvo entre sus funciones recoger el agua de lluvia. Y la magnitud de la obra, que pudiera datar de los siglos XII o XIII, la importancia que quienes fortificaron Bonilla dieron a contar con agua potable y fresca para resistir cualquier asedio. Incluido el de los flojos calores que casi siempre se gasta el verano de la sierra abulense.
UN PASEO ENTRE DEHESAS
Ya por fuera de las murallas, puede rematarse la visita con otro de los tesoros que ofrece Bonilla a quienes gusten de andar por los caminos. Y es la encantadora dehesa que se extiende desde el pueblo hacia el sur. Una forma de gozarla es recorrerla a pie o en bicicleta por el llamado Camino de Piedrahíta que lleva en 4 km hasta el olvidado y encantador puente medieval de Chuy sobre las aguas del Corneja.
DÓNDE DORMIR
Booking.comSource: Siempre de paso