¿Les gusta escuchar leyendas? Pues tengo una muy interesante que envuelve a estas piedras que parecen brotar del agua, en su redondez perfecta y oscura, acariciadas por las olas.
Según cuentan las sagas maoríes, una gran canoa surcó los mares del Sur durante semanas, cargadas con clanes enteros que en un acto de suprema valentía se habían lanzado a surcar el océano para buscar nuevos horizontes donde establecerse. Se dispersaron por gran parte del actual Pacífico, y dieron lugar a las actuales etnias que pueblan Nueva Zelanda, Hawai y varios archipiélagos de la Polinesia.
Pero he aquí que una tormenta muy violenta hizo que la barca primigenia se estrellara contra las rocas, lanzando a todos sus ocupantes con sus bártulos a tierra. Afortunadamente la mayoría sobrevivió y pobló las islas, pero dejaron sobre la arena la comida y bebida que traían para el camino.
Así que esas grandes rocas son odres y calabazas llenas de agua que el tiempo ha petrificado y si nos fijamos bien están acompañados de otras piedras también pulidas pero de forma menos geométrica. Son los restos de la indispensable kumara, un tubérculo dulce que para los maoríes es un auténtico maná.
Esa es la parte legendaria de las Moeraki. Y lo fue durante años, hasta que prestigiosos geólogos dieron con la razón de su tamaño y redondez.
Como si de perlas se tratara, las gigantescas rocas se formaron al acumularse varios materiales alrededor de un guijarro o una concha. La presión a la que fueron sometidas durante 55 millones de años hizo que se formaran grandes esferas de diversos tipos de barros, arcillas, rocas y conchas. Al irse desmoronando los acantilados, las rocas fueron liberándose y cayeron rodando hasta la orilla del mar.
Realmente no se con cual de las dos historias quedarme. Me gusta la fantasía y la leyenda, pero no dejo de maravillarme ante los portentos de la Madre Naturaleza.
Al día siguiente pisamos la ciudad de Dunedin, que tiene un par de puntos de interés, como su estación de trenes.
Cuando tomar el tren es entrar en una obra de arte.
Vamos a entrar de nuevo en la máquina del tiempo, a remontarnos al principio del siglo pasado, cuando la ciudad de Dunedin, heredera de la Dundee escocesa y poblada por emigrantes provenientes de esta urbe de los Highlands era el auténtico dentro comercial de Nueva Zelanda. La riqueza fluía y llenaba las manos y las arcas de aquellas familias que habían llegado a las islas bajo la protección de la Reina Victoria que les había encargado la siempre difícil tarea de colonizar las vastas extensiones de su todopoderoso imperio.
Trabajaron duro durante décadas y querían que su nueva ciudad brillara como una joya más en la corona de Su Benefactora Majestad. Y como no podía ser de otra manera, debían dar un paso adelante y honrar a ese medio de transporte que tanto hizo por la Revolución Industrial y el auge económico y social del Imperio Británico. Decidieron levantar una estación de tren que fuera orgullo nacional y al tiempo hablara de la pujante riqueza de la ciudad.
La delicada y blanca piedra caliza de Oamaru fue la elegida para hacer resplandecer la filigrana de estilo renacentista flamenco que a partir de 1906 se levantaría junto a las vías del tren para sustituir a la poco atractiva estación que hasta entonces había servido de andén de bienvenida a Dunedin. Para resaltar la blancura de la piedra, se usó un basalto negro que contrastaba de manera espectacular con ella y que dotaba al edificio de una elegancia hasta entonces poco vista.
Los años pasaron y con ellos la pujanza económica de la ciudad, que vio como su poderío iba decayendo y con él y con la llegada de las carreteras, la decadencia del tranvía. La estación fue dejada de las manos que hasta entonces la cuidaban y se fue ennegreciendo y perdiendo lustre.
Pero he aquí que de nuevo la fortuna tocó a las puertas de la ciudad, puerto protegido por una benefactora bahía, y recuperó parte de su antiguo esplendor. La estación fue restaurada y mimada, sus suelos de mosaico con más de 750.000 teselas de porcelana Royal Doulton pulidos y abrillantados, limpiadas sus preciosas cristaleras y barnizados su pasamanos de noble madera; en su piso superior se instaló el Hall of Fame, que exalta el deporte por antonomasia del país, el rugby ( y sus adorados All black)
Ya no sirve como estación de trenes al uso, sino que se ha convertido en la mayor atracción arquitectónica de la Isla Sur, y lugar apeadero y acceso para una excursión turística que tiene gran aceptación. El exterior es realmente magnífico, enmarcado por unos cuidados y coloridos jardines que son orgullo de todos los ciudadanos y que miman al más puro estilo inglés
No es de extrañar que sea el edificio más fotografiado del país. Es sencillamente precioso.
Tras las disputas de tierras entre los maoríes y los europeos ( pakehas) que se sucedieron en las dos islas desde finales del siglo XVIII hasta mediados del XIX, las oleadas de súbditos del Imperio de su Majestad la Reina Victoria, que alentados por el mismo gobierno británico y la New Zealand Company ( mismo perro con distinto collar) fueron constantes en su llegada.
Ingleses, irlandeses y sobre todo escoceses de las tierras bajas, ( aparte de chinos, alemanes y escandinavos) fueron asentándose por las dos tierras, modificando el paisaje, derribando bosques enteros y roturando nuevas tierras para el cultivo.
Precisamente fueron los escoceses, cuyo número superaba incluso a los que se habían establecido en la nueva tierra de Canadá, los que tomaron posesión con permiso de la reina y de los poderes terrenales de este rincón de la isla sur ( y de otros muchos que veremos más adelante). Enriquecidos por el comercio de la lana y la carne hicieron del pequeño poblado una gran urbe que creció y creció hasta convertirse en lo que hoy podemos ver.
Pero les podía la nostalgia, y necesitaban un entorno que les recordara la Escocia que habían dejado atrás. Así que se pusieron manos a la obra y crearon un nuevo centro para su ciudad, el Octagon.
Levantaron la Cámara Municipal en reluciente piedra caliza blanca, así como la Catedral de San Pablo y el ayuntamiento, resultando un espacio de ocho lados que rápidamente se convirtió en el corazón de la nueva ciudad. En medio quedó un parque y la calle que dividía la parte superior donde se encontraban los edificios de gobierno, de la inferior que era acceso al puerto y morada de las clases bajas.
Hoy, es un lugar de exquisita belleza, con unos jardines cuidados con mimo y siempre observados por la escultura que representa Robert Burns, hijo predilecto de Escocia que ensalzó la bravura y coraje de los escoceses en la guerra, en la vida y en cualquier empresa que emprendieran.
El resultado de ese empuje escocés, de esa lucha eterna por salir adelante, es este precioso y tranquilo rincón en pleno centro de una ciudad que lleva el nombre original de la sensacional Edimburgo, Dùn Èideann.
La salvaje y casi indómita península de Otago parece, definitivamente, ser un mundo aparte. Dejando atrás la escocesa e industrial Dunedin, basta conducir unas decenas de kilómetros por una sinuosa carretera que bordea la costa ( a veces peligrosamente cerca de ella) para meternos de lleno en un territorio semisalvaje donde parece que quien gobierna es el reino animal.
Mas bien diría que los humanos, siempre cómodos y apegados a los lugares que les proporcionan cobijo y confort, no se atreven a pasar de un límite. En este caso, y tras las últimas casas de la preciosa bahía de Dunedin, una especie de sucedáneo de fiordo sin altas montañas pero con una envidiable entrada de mar, el paisaje deja de ser un calmo y tranquilo paraje y se convierte en un ventoso peñasco donde las aves, las focas y los pingüinos han recuperado o que siempre fue suyo.
Un paisaje accidentado es la carta de presentación de este extremo de la península, con su increíble y superpoblada colonia de albatros reales que se pasea a sus anchas por los numerosos miradores y entra y sale del fuerte que se levantó para prevenir una posible invasión rusa a finales del XIX.
Es una experiencia extraña la de poder caminar entre los nidos, con las aves tan cerca de nosotros que podríamos tocarlas si se dejaran. Acantilados que quitan el hipo, un faro de postal y sobre todo un centro de interpretación que nos informa e instruye sobre las costumbres de los animales de la zona.
Si tenemos oportunidad, que no la tuvimos, al atardecer hay que mirar hacia abajo, muy por debajo del aparcamiento, donde se encuentra la playa de Pilots Beach, donde tocan tierra los pingüinos azules que regresan de su jornada de pesca.
La península de Otago es un lugar diferente, inhóspito y desafiante, extraño pero al mismo tiempo atrayente.
Me pregunto lo que pensarán las aves cuando nos miran tan fijamente a los ojos....
El puente sobre el río Clutha
La enorme, ancha y caudalosa cinta de agua del Clutha, nace en las orillas del lago Wanaka y es un río un poco extraño, porque es el único que en uno de sus tramos está a 12 metros por debajo del nivel del mar, y eso de forma natural, sin ingeniería humana. Lo bautizaron los primeros colonos escoceses como Clutha, en honor al río Clyde ( Clutha en gaélico), en un intento de traer a tierras maoríes una parte de su tierra natal. Nostalgia.
Su extensión es impresionante (340 kilómetros) así como su inmenso caudal ( un 18% menos que el Nilo), y en su tramo final forma un estuario que es actualmente reserva nacional, dada su importancia para la fauna de la zona.
Durante décadas sirvió como autopista fluvial para mantener el flujo normal de mercancías y pasajeros a lo largo de sus tramos navegables. Pero llegó la era moderna y el vapor y el agua fueron sustituidos por la gasolina y el asfalto. Así que tuvieron que construir un puente para poder unir la ribera norte del río, donde se encuentra la ciudad de Balclutha con la sur. Para ello en 1935 se inauguró un puente que debía solventar el problema. Son 244 los metros que cruzan el río, en una preciosa amalgama arquitectónica hecha de acero y hormigón armado, heredero de dos puentes anteriores y de un embarcadero de ferries que transportaban mercancía y personas de un lado al otro del río.
Es una maravilla pasear por la pasarela peatonal del puente y ver las dos perspectivas del río con los enormes arcos sobre nuestras cabezas, y un poco más arriba un puente más estrecho, exclusivo para el tren.
Quien haya tenido la suerte de visitar Edimburgo, notará inevitablemente un flashback con la imagen del impresionante Forth Bridge. Este de Balclutha es más modesto, pero hijo orgulloso de los emprendedores escoceses que lo levantaron hace ya 80 años.
Southland es el nombre de esta región de la Isla Sur, inexplorada e injustamente olvidada, tranquila y casi desértica, llena de belleza y de paisajes que parecen salidos de un sueño.
Quizá algún que otro viajero haya pasado por los Catlins, o al menos oído hablar de ellos. Si es así recordará siempre los hermosos rincones, el color de la arena, la inmensidad del mar y los verdes prados que casi tocan el agua.
Viniendo del norte, las calas de arenas doradas y suaves olas se suceden sin parar, separadas por islotes o lenguas de roca que albergan pequeñas casas reconvertidas en lodges, diminutas granjas o huertos donde la naturaleza es generosa con quien sabe cultivarla. Desde hace años la carretera que bordea el mar se ha convertido en lo que los anglosajones llaman Scenic Route, que viene a ser algo así como una ruta escénica que nos regala lo mejor de la zona y que casi debe ser de visita obligada.
Pero aunque todo el recorrido es interesante y fotogénica, la palma se la lleva sin duda Nugget Point, un peñón que se adentra en el mar y que desde lejos parece inaccesible pero al que se llega con bastante facilidad tomando un desvío que nos lleva hasta un aparcamiento muy ventoso del que parten varios caminos, unos que bordean el acantilado y otros que llevan hasta el faro y la punta del roque.
Tomamos éste último y empezamos a caminar, el viento arrecia y se acompaña de una llovizna agradable pero fría. Lentamente vamos desgranando el camino que sube y baja siguiendo la ruta del paredón de piedra. Abajo entre las rocas abruptas descansa algún que otro lobo de mar que ni siquiera parece percatarse de nuestra presencia.
Llegamos al final del sendero que se corta bruscamente al chocar contra la preciosa mole del faro. Tras él una plataforma de madera nos permita acercarnos tanto al abismo que parece que fuéramos a alzar el vuelo.
Islotes dentudos, algas kilométricas que se mecen con el vaivén de las olas, focas y leones marinos que se tumban en las rocas como turistas en un hamaca, pardelas, gaviotas y alcatraces que han hecho de las paredes su hogar son los únicos habitantes del paraje. Ni siquiera hay farero, ya que la luz se ha automatizado. El color del mar cambia con los rayos de un sol que parece no querer mostrarse nunca, pero que nos regala luz suficiente como para apreciar la belleza del lugar, lo salvaje de las rocas que se sirven de cobijo a animales y plantas que de otra manera quizá hubieran desparecido, un paraíso en miniatura.
Volvemos al coche con la imagen de la roca y su entorno en nuestras retinas, sabiendo que hemos estado en un rincón privilegiado de la Naturaleza.