Nueva Zelanda en estado puro (VIII)

En velero por el lago Taupo
Antes de ir a Nueva Zelanda, habíamos estado mirando posibles actividades para realizar en las islas, algo diferente al mero hecho de recorrerlas. Kayak, puenting, bangee, rafting, paraseiling.. Muchas pasaron por nuestra cabeza, pero sólo unas cuantas permanecieron de firme, y una de ellas fue navegar en velero por el lago Taupo.





No hay muchas empresas que se dediquen a navegarlo, y sólo ésta tiene un barco lleno de historia y velas para hacerlo.







Así que decidimos reservar aunque el día se presentaba ventoso aunque con un sol radiante, y tuvimos que esperar hasta última hora para confirmar la travesía. Tras las presentaciones de rigor, y calarnos unos ponchos impermeables forrados de tela polar zarpamos hacia el otro extremo del lago.
Rápidamente el viento se apoderó de nuestro velero, y lo hizo avanzar rápida pero incansablemente a manos de un capitán joven pero experto que hizo que en muchos momentos los costados del barco tocaran el agua de tal manera que nos empapamos los pies.







Y no debe ser fácil gobernar un barco que tiene 90 años, ya que fue botado en California en 1926, ganado a las cartas por Errol Flynn, participó en protestas antinucleares y finalmente fue restaurado por su actual propietario, que lo dotó de las últimas tecnologías ecológicas basadas en motores eléctricos.





En este velero repleto de experiencias y millas fuimos recorriendo las orillas del lago hasta llegar al punto estrella de la excursión, la talla maorí que se encuentra en uno de los pequeños acantilados de la costa noroeste de la gran masa de agua.
Estas rocas de 10 metros de altura, fueron realizadas por el escultor Matahi Whakataka durante la década de 1970. Su localización hace que sólo sean accesibles en barca y relacionado con esto, debo decir que representan al navegante visionario Ngatoro-i-rangi, guía de las tribus que habitaron en su momento el lago Taupo, sus antepasados, descendientes y una inconmensurable pléyade de dioses, criaturas y guerreros guardianes.







Pero llegó la hora de volver, y el Barbary se dirigió rápido como una flecha hacia su hogar en la bahía. Eso si, la sensación al bajar del barco fue de una absoluta relajación, recuperándonos del frío de la navegación bajo un sol caliente y luminoso, con la certeza de haber vivido una pequeña aventura en las azules aguas del lago Taupo.


Hierba y vapor

Alrededor del Museo de Rotorúa y como si de un collar de esmeraldas para el edificio se tratara, se encuentran estos cuidados jardines de estilo inglés, un espacio de postal con un césped perfecto, abundantes rosas, humeantes piscinas de aguas termales (unas salvajes, otras domesticadas), campos de criquet y de bolos, un campo de golf y uno de los más elegantes spa de todo el hemisferio sur.







Multitud de estatuas aborígenes, victorianas y contemporáneas adornan este maravilloso jardín que se complementa con los antiguos Blue Baths que desde 1933 y en puro estilo art decó se encargan de poner esa nota de elegancia tan "british" en esta zona de la isla norte.









Aunque sin duda la verdadera atracción que desde lejos llama nuestra atención es el Museo, un hermosísimo edificio estilo Tudor, que en sus orígenes fue un elegante balnearios de retiro llamado Bath House, con sus "especiales tratamientos" basados en baños eléctricos o en la Bergonie Chair, un artilugio que controlaba y reducía la obesidad mediante descargas eléctricas, toda una precursora de la silla mortal que se usa hoy para ejecutar a los condenados a muerte en Estados Unidos.









Recomiendo asistir al pase de una película que incluye la erupción de un volcán y que es tan realista que se aconseja a los niños no entrar solos.
Si no quieren pasar tanto pánico, pueden pedir permiso para deambular un poco por el maravilloso y restaurado interior del balneario, que incluye un museo maorí con tallas, tejidos, exhibiciones de talla de jade y multitud de objetos de buen gusto reunidos por el coleccionista Don Stafford.







Y para los más aventureros, se puede subir al tejado.

Un rincón olvidado

En la zona oeste de la ciudad de Rotorúa, a un par de calles del centro, encontramos, en medio de un parque, esta pequeña pero muy estropeada muestra de la actividad volcánica de la Isla Norte.





No entiendo como la " Ciudad del Sulfuro", con su "encantador " olor a huevos podridos que tanto nos recordó a Islandia, puede dejar que un espacio de estas características, en plena ciudad, pudiera haber llegado al deplorable estado en el que está.
Con casi tres millones de visitantes al año, Rotorua mima alguna de sus atracciones, mientras que otras las deja absolutamente de lado.
Kuirau Park, una zona volcánica en activo, sólo tiene una cosa buena, es gratis. En 2003 una erupción volcánica cubrió de lodo una buena parte del parque, y nadie se ha encargado desde entonces de acondicionar el lugar, apenas protegido por unas verjas.





Ahora se puede entrar al recinto para ver restos de lo que un día fue un lugar espectacular, con un lago en el cráter, pozas de agua hirviendo, chorros de vapor y demás parafernalia geotérmica.
Una auténtica pena....

La tribu en la ciudad

Rotorua es, como habíamos dicho " La Ciudad del Sulfuro", la de las aguas termales, la del olor nauseabundo pero natural, la Rotovegas del Pacífico ( por su gran cantidad de moteles). Pero sobre todo es la Nueva Zelanda maorí.



Todas las tribus que la conforman y que forman la población de la ciudad son descendientes de aquellas que participaron en las Guerras por la Tierra de finales del XIX, por lo que su tradición y costumbres siguen vivas y latentes. No en vano esta zona concentra la mayor cantidad de aldeas tradicionales maoríes, hangi ( hornos tradicionales para cocer alimentos con el calor de la tierra) y eventos culturales que impiden que muera el universo de los aborígenes neozelandeses.



Y una de ellas es Ohinemutu, localizada a orillas del lago Rotorua y que es un claro ejemplo de la fusión de la cultura europea y maorí.



Creo que lo más acertado es aparcar nuestro vehículo en el pequeño parking a las afueras del pueblo, justo en los márgenes del lago, lleno de cisnes negros y pequeñas gaviotas y andar un poco. Lo primero que encontramos es una enorme casa de encuentros y reuniones llamada Tama-te-kapua, levantada en 1905 y que no permite la entrada a pakehas, por ser un lugar tapu (sagrado). Si que tiene una ventana por la que asomarnos y ver el interior y que comparte en una de las fotografías que podéis ver.









Caminamos entre chimeneas volcánicas y pequeños lagos de agua y lodo hirviente, hasta llegar a la iglesia de St. Faiths Anglican Church, que veremos más adelante con más detalle, pasando por varios totems sagrados, casas donde viven los descendientes de aquellos aguerridos guerreros, hoy vencidos por la tele por cable y los móviles de última generación.







Un poco apartada encontramos una pequeña tienda de souvenirs que es más un pasatiempo para algunas mujeres del pueblo que un negocio, entre otras cosas porque venden lo mismo que en otras y encima más caro.





Al margen de esto, el pueblo tiene un encanto especial y por ello, y por ser sagrado debemos visitarlo con respeto y silencio, ya que sus habitantes no ven con buenos ojos a los turistas fisgones y escandalosos. Por el contrario, si los saludamos con educación y mostramos verdadero interés por su cultura nos regalarán una sonrisa y seguro que alguna historia llena de magia y mitología...


He dejado aparte la visita a la Iglesia de St. Faith, aunque pertenece a la aldea de Ohinemutu, porque creo que se merece un poco más de atención.


Primero por su arquitectura, diferente a todas las iglesias que había visto en Nueva Zelanda pero al mismo tiempo tan parecida al balneario que encontramos en Government Gardens, en ese estilo Tudor descafeinado que durante una época pareció encandilar a los neozelandeses. No es una iglesia grande, al contrario, parece mayor por fuera de lo que realmente es su interior. Eso sí, la combinación de colores, materiales y formas hacen que llame nuestra atención desde muy lejos y magnéticamente nos obliga a dirigir nuestros pasos hacia ella. Y aquí entra en juego su segunda característica fundamental.




St Faith parece mezclar perfectamente, como si del mejor cóctel del más reputado barman se tratara, la fe y las creencias impuestas por el cristianismo con el sentido de la muerte maorí.
Por fuera, vemos túmulos hechos con cemento y blanqueados con pintura o cal que esconden los cuerpos de las familias que durante décadas han vivido en el poblado y nos recuerdan que el espíritu de un maorí muerto nunca deja la tierra del todo, sino que permanece en el poblado, específicamente en el marae, que es la casa de reuniones donde forman parte del consejo. Los maoríes creen que los muertos deben ser recordados y respetados por lo que regularmente la familia visita a la tumba y la mantienen limpia y en perfecto estado.


Dentro de la iglesia, donde la madera cuidada y barnizada reluce como el sol que brilla fuera, las tallas maoríes acaban por atrapar del todo nuestros sentidos, pero nuestros ojos se van rápidamente a una vidriera, mas bien a un cristal tallado donde aparece un Jesús que camina sobre las aguas, pero sobre las aguas que le sirven de fondo, el lago Rotorua. ¿Y que lleva encima? Pues una capa maorí echa de plumas de kiwi... Lo dicho, la mezcla no puede ser más perfecta.


Whakarewarewa, un poblado maorí vivo y turístico

Pues si, vivo y turístico. Por una parte llama nuestra atención el hecho de que aún vivan en él los llamados tangata whenua, que vendría a significar "el pueblo original", es decir los maoríes que llevan habitando el asentamiento tal y como lo han hecho durante siglos. Por otro, desde que entramos y vemos la gigantesca recepción donde se adquieren las entradas, recuerdos y se muestran algunas de las tradiciones maoríes de la zona, nos damos cuenta de que lo que teníamos en la cabeza como algo "tradicional" se convierte inmediatamente en una transacción comercial. Lo intentamos disculpar pensando en que también ellos tienen derecho a sacar tajada de su propia tierra, y tragando un poco de orgullo pagamos la entrada y esperamos al guía.





Son los propios aldeanos los que se encargan de llevar al viajero por los caminos del poblado, hablarle de su forma de vida, del significado de las pozas humeantes, las terrazas de sílice y los géiseres que se ven desde varias plataformas de observación.
A lo largo del día hay varias representaciones de danzas tradicionales, pero cuando entramos nosotros había terminado la última del día, así que nos dedicamos a recorrer el pueblo.





El camino parte desde una entrada adornada con un arco que recuerda a los habitantes del poblado que murieron en la primera y segunda Guerra Mundial, y tras cruzar un puente nos mete de lleno en el pueblo, en la plaza que cobija la Whare Tipuna, o Sala de Reuniones, para tomar un camino a la izquierda que discurre entre pozas de barro y varios lagos de agua hirviendo.









Como el recorrido es casi circular, volvemos de nuevo al centro, para caminar por una calle que no puede evitar ser el centro comercial para los turistas que visitan el poblado, con cafés, tienda de recuerdos y la casa abierta de algún artesano o tatuador.









Pasamos de largo y vamos directamente a lo que nos interesa, los afamados chorros de vapor localizados en la parte superior del pueblo. Aunque antes pasamos por el cementerio, con sus tumbas en la superficie debido al intenso calor que surge de la tierra y que impide un enterramiento al uso. Un poco más arriba y llegamos a las plataformas de observación. Desde aquí podemos ver bastante bien los tres principales géiseres de Rotorua: el Kereru, el Príncipe de Gales y el famoso Pohutu.






Como sólo la madre Naturaleza determina el momento en que los chorros de agua saltan a la superficie debemos esperar a que ella sea la que marque el tiempo. Pero por mucho que esperamos, a veces tarda hasta una hora, no podemos contemplar el increíble chorro de 40 metros del que tanto hablan las guías de Nueva Zelanda. Así que nos limitamos a ver las fumarolas y las modestas explosiones de vapor que continuamente salen del geiser y continuamos camino para ver otras muestras de la actividad geotérmica como las pozas donde los maories cocinan sus alimentos o la zona domesticada donde las aguas se han conducido a bañeras de cemento donde poder bañarse.













No se si sería porque no fue nuestro primer contacto con la cultura maorí, pero de toda la visita al poblado me quedo con la parte natural, con los tímidos géiseres, con los preciosos lagos de Tamaheke y Kanapanapa, sagrados y azules como el cielo de Nueva Zelanda.

El lago de las aguas tranquilas

El lago Tarawera no suele estar dentro de los planes de visita de quien recala en la isla norte, ni siquiera estaba en los nuestros. Pero para nosotros sería el primer intento de probar las hot pools o piscinas calientes que salpican la geografía de las islas de Zelanda. Llegamos pues al lago con la intención de hacer la caminata que nos llevaría hasta ellas.



La gran masa de agua es conocida entre los neozelandeses por la quietud de sus aguas, que permiten practicar todo tipo de deportes acuáticos, y bien avanzado el verano incluso bañarse, pero menos conocida es su actividad geotérmica, que calienta una playa aislada en el borde del mismo. Hasta hace poco el lugar sólo era accesible en barco, pero ahora se puede acceder por el recién inaugurado sendero de Tarawera. Aguas termales que fluyen por el lecho del lago y calientan una pequeña playa se presentaban como el lugar perfecto para terminar una jornada de exploración y relajarnos tras los centenares de kilómetros que habíamos recorrido durante el día.





Desgraciadamente, un error en la página web consultada, dio al traste con nuestras esperanzas, y los veinte minutos que se supone que tardaríamos en hacer el sendero hacia el idílico lugar se transformaron una vez allí en tres horas. Imposible hacerlo con la noche tan próxima a nosotros.





Así que no quedó más remedio que transformar el relax termal en otro no menos atractivo, el visual, y quedarnos en la orilla del lago disfrutando de los patos dormidos, el aire puro y el color único y transparente del lago Tarawera. Quizá para una próxima ocasión...

Entre dos lagos

No se cual de los nombre prefiero, si el pakeha (Blue y Green) o el maorí (Tikitapu y Rotokakahi).







Lo que si tengo claro, es que la posibilidad geográficamente mágica de poderlos ver al mismo tiempo desde el modesto mirador en lo alto de una loma, es una experiencia imperdible.
Pero las diferencias son abismales. El lago azul es el ideal para nadar, practicar esquí acuático, navegar en motora, vela o kayak, caminar por los innumerables senderos de sus orillas o recorrerlos en bici e incluso pescar sabrosos peces de agua dulce que tienen, según dicen un sabor especial. Su origen y forma es el de un cráter volcánico que las lluvias y los incontables arroyos se han encargado de llenar a lo largo de siglos, con una profundidad de unos 27 metros y un fondo de piedra pómez y riolita que refleja el sol y le da un color azulado a sus límpidas aguas.







Por otro lado, el lago Verde se encuentra extrañamente a 21 metros por debajo del lago Azul y su color es debido al fondo arenoso y la colonia de algas que aprovechan su menor profundidad y por ello un agua más caliente para medrar en la vida.
El agua caliente y el hecho de que toda actividad en las aguas del lago está prohibida, ya que es un lago sagrado, propiedad de la tribu maorí Te Arawa, que tiene en una isla en el centro del lago su lugar de enterramiento para los numerosos antepasados de la tribu.
Vale la pena detenerse unos minutos y disfrutar de una panorámica de estos dos lagos que estando tan juntos son tan diferentes.

Atrapado por la luz del día

Son sólo 232 metros de colina y aún así las vistas que se obtienen desde su cima y el camino en sí mismo valen la pena. No en vano la llaman Mauao, o El Monte, puesto que es la elevación más alta al final de la península arenosa de Maunganui.





Dejamos el coche o la caravana en nuestro caso en un la calle que muere a los pies de la montaña y elegimos uno de los tres caminos que nos ofrece un cartel orientativo. El primero es el más sencillo, el que hacen los mayores del lugar para mantener el colesterol a raya, y que rodea la montaña por la costa. El segundo sube un poco y llega hasta la mitad; el tercero, el elegido, sube hasta la cima por el lado oeste y baja por el este, mirando al Océano Pacífico.












El trayecto dura a buen paso una hora, por un sendero con varios miradores que lleva hasta lo más alto y que nos obliga a descansar en la cumbre, para disfrutar de una vista de 360º de todo el litoral y de la preciosa población que parece descansar sobre la playa de arena dorada. Si la subida me gustó, más lo hizo la bajada, donde el camino deja de serpentear entre árboles y arbustos de pohutukawa para hacerlo por verdes pastos que rozan el mar y que están habitados por una enorme cantidad de confiadas ovejas y corderos.










Al llegar a la base, la roca se transforma en fina arena y se abre a una playa con todos los servicios, que en el verano austral debe ser una auténtica gozada.
Altas y espectaculares

Es curioso que un país tan húmedo y con tanta agua, tenga unas cascadas con tan poco caudal, me refiero que no son esas magníficas caídas de agua de Islandia, por poner un ejemplo; lo que si son es muy elegantes y fotogénicas, y éstas de Wairere quizá sea una de mis favoritas.






Son tan altas que desde mucho antes de llegar a ellas se ven desde la carretera. Y es normal, porque son nada menos que 153 los metros que recorre el agua antes de llegar a la poza que la remansa. Pero para ello debemos hacer el camino.










Aparcamos el vehículo de nuevo en un pequeño parking, que en temporada lata debe ser un pequeño infierno, ya que es un poco estrecho e iniciamos el suave pero contundente ascenso por un camino lleno de puentes que cruzaban el río Wairere, muchas escaleras y un denso bosque nativo.
Lo que comenzó como un sendero suave y entretenido, se convirtió casi repentinamente en un ascenso serio y empinado, que debíamos salvar gracias a escaleras de madera que más de una vez nos hicieron perder la respiración.
Cuando ya pensábamos que no íbamos a llegar, apareció de repente el fantástico mirador que nos regaló unas inigualables vistas de la cascada. Habíamos tardado poco más de 40 minutos a buen paso, pero había merecido la pena.










La vista era espectacular y tras descansar y tomar resuello admirando la fabulosa catarata retornamos al aparcamiento, un poco arrepentidos por no tener tiempo de hacer la caminata hasta lo más alto del salto de agua y ver el paisaje espectacular que se extiende a los pies de la catarata y se pierde en el horizonte.
Para la próxima vez...

Historia de una visita fallida

Bueno, bueno, no todo podía salir perfecto en el viaje, algo tenía que fallar. Y fue esto.





En teoría, la Hot Water Beach es una playa muy conocida porque dos horas antes y después de la bajamar se puede acceder a una zona de arena frente a las rocas, en medio de la playa, cavar un hoyo y relajarse en las cálidas aguas que mágicamente suben a la superficie.
Bueno mágicamente no, se trata de un simple proceso geológico, ya que el agua fría del mar se escurre por la arena y llega a unos depósitos de lava que se encuentran a unos dos kilómetros de profundidad y vuelve a subir calentada por el efecto del gas y enriquecidas con multitud de elementos minerales muy beneficiosos para la piel.
Pero resultó ser que la hora de la bajamar no coincidió con el de nuestra visita y aunque estuvimos casi una hora cavando con unos tablones junto a un grupo de franceses y observados por paseantes que creo que no tenían ni idea de lo que estábamos haciendo ni nuestras caras de decepción, pudimos de ninguna forma encontrar esas aguas subterráneas que debían subir a la superficie.





Así que decidimos que aquello no era para nosotros y decidimos dar un paseo por la playa y relajar nuestros doloridos brazos excavadores.
La próxima vez que vaya a Nueva Zelanda haré un estudio previo de las mareas.


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