Nueva Zelanda en estado puro ( y IX)

El impresionante poder de la naturaleza

En la Península de Coromandel encontramos este extraño y embrujador lugar que aparece ante nuestros ojos como una obra maestra de la Naturaleza. De nuevo aparcamos el vehículo y andamos por un sendero que bordea la costa y poco a poco se interna por el campo que casi toca el mar, entre vacas y ovejas. Tras varios repechos y pendientes llegamos, después de 40 minutos, a la arena de la playa donde se encuentra esta maravilla formada por un gigantesco arco de piedra y una enorme roca que parece flotar sobre el mar.





La sensación de magia lo envuelve todo, reforzad por la soledad del lugar, rota sólo por el murmullo de las ola que rebotaba contra la lisa pared del acantilado que delimita la playa. Alguien había iniciado hace tiempo la costumbre de hacer montoncitos de piedra con no se sabe que intención y una esquina de la playa aparecía lleno de ellos.











Disfrutamos del momento y de la paz del lugar, observados por el gigante que parecía mecerse entre las olas, manteniendo un equilibrio que sólo la edad y el tiempo pueden permitirse.








Que no, que no pienso volver a hacer una excursión de avistamiento de ballenas. Doy mi palabra que éste fue mi último intento. Nunca mais, que dirían mis amigos gallegos.



Y es que habiendo visto la abundancia de fauna de Nueva Zelanda, decidimos hacer de tripas corazón y pagar los 60 euros que nos costaría esta excursión en Bay of Islands, vendida con un 98% de seguridad de que vas a ver ballenas, delfines, orcas y cachalotes. Pero de nuevo no hubo suerte.








Ilusionados y con un tiempo de perros, subimos a la embarcación que nos llevaría desde Paihia a lo que supuestamente eran santuarios de ballenas repartidos por los mil y un recovecos de la la Bahía de las Islas, al norte de la Isla Norte.
Buscando las ballenas de marras avistamos lugares con historia, como antiguas villas que fueron base de la flota ballenera en el siglo XIX, el lugar donde se dijo la primera misa en Nueva Zelanda el día de Navidad de 1814, el punto exacto donde ancló el " Endeavour" del capitán Cook... De todo menos ballenas.








Así que tras tres horas de paseo por la bahía volvimos a puerto, no sin antes pasar por la oficina a recoger un bono para otro viaje gratuito. Dijeron que no caduca nunca, y que incluso hay gente que ha vuelto a Nueva Zelanda y lo ha usado. Lo guardaré por si acaso. Nunca se sabe....

Agua en forma de herradura

Antes de abandonar la zona de Bay of Islands, no quisimos dejar de visitar estas cascadas que tienen un significado espiritual muy importante para el pueblo maorí, que las llama Haruru, es decir, " Gran Ruido". Y no se trata de una cascada alta, ni demasiado caudalosa, sin embargo es realmente hermosa y muy accesible, ya que podemos dejar el coche a escasos 50 metros de la caída. Acercarnos a ella es, por tanto sencillo y posible para todas las edades.




El camino lleva justo hasta el rompiente, donde vemos cómo las mansas aguas del río Waitangi se desploman sobre una poza grande y plácida que es el destino favorito de muchas excursiones en kayak.






La zona es destino de muchos veraneantes de la propia Nueva Zelanda, al tratarse de un lugar tranquilo con múltiples posibilidades de diversión y actividades deportivas y de recreo.

Antiguos y venerables árboles
Reserva forestal desde 1952 fruto de una gran presión popular, es el mejor ejemplo y casi único vestigio de los grandes bosques de kauris que cubrieron el norte del país hasta que el hombre puso su mano sobre ellos. Gracias a los dioses, el control de la zona volvió a manos de la tribu te roroa que ha llevado a cabo un trabajo intenso e incansable para la conservación de estos gigantes.






El pequeño recorrido tiene dos partes importantes y ambas se pueden hacer con comodidad, aparcando el vehículo en los estacionamientos y andando un poco hasta llegar a ellos.





El primero y más importante es rendir tributo y homenaje a Tane Mahuta, el Dios del Bosque, un impresionante kaurí de casi 52 metros de altura, una circunferencia de 13 metros con una edad estimada de entre 1.200 y 2.000 años. Puedo asegurar que impresiona, impone respeto y te deja con esa sensación de que tu vida no vale un pimiento.





El segundo punto al que acudir es donde se encuentran las Cuatro Hermanas, que son como su nombre indica cuatro enormes kauries unidos por la base. Para que os hagáis una idea, mientras que las Cuatro Hermanas ya crecían juntas en la época de Enrique VIII y sus seis esposas, Tane Mahuta empezó su andadura por el mundo cuando lo hacía Cristo sobre las aguas. Por eso digo que nuestras vidas a su lado son las de una mosca.





El silencioso bosque aumenta la sensación de espiritualidad, de grandeza de la Naturaleza y de la pequeñez del ser humano. Una lección de humildad que todos debemos aprender.


Nuestra gente, nuestra tierra, nuestras historias

De los múltiples museos con los que cuenta Nueva Zelanda, quizá sea el de Auckland el más cautivador.


Primero porque ya de entrada nos choca que la variada muestra de la cultura neozelandesa se encuentre encerrada en un edificio neoclásico que irremediablemente nos recuerda al memorial de Abraham Lincoln en Washington, por lo menos a primera vista, y no sólo el continente sino el espacio que lo rodea, ya que la zona del Domain permitió a su arquitecto dotar de un extenso campo visual sin árboles ni edificios que entorpecieran la grandeza de esta construcción que tuvo a bien coronar con una hermosa cúpula de cobre y cristal y erigir un cenotafio que es el lugar donde se celebran las conmemoraciones militares cada 25 de abril.










En segundo lugar porque muestra no sólo objetos realmente impresionantes de la cultura maorí como una enorme canoa de 25 metros en perfecto estado, o una fastuosa marae ( casa de reuniones) con hermosas tallas y relieves que sorprenderán a más de uno, sino que también, y con sólo subir un piso, entraremos de lleno en un gigantesco monumento a los caídos en las guerras en las que participó Nueva Zelanda.












Toda la parafernalia bélica incluyendo un avión o recreaciones de trincheras y bunkers, placas conmemorativas, banderas y cañones, consiguen envolvernos en ese ambiente de recogimiento y homenaje con el que los habitantes de las dos islas han querido recordar a sus soldados desaparecidos.













La visita debe complementarse con la asistencia a una representación (desgraciadamente muy corta) maorí, donde explican el significado de sus bailes, su lenguaje y sobre todo una emocionante haka (danza de guerra) que consiguió ponernos los pelos de punta.






















Sin duda la perfecta disposición de cada uno de los objetos en cada sala y su distribución por el edificio añaden un toque exquisito a este fabuloso museo.








La ciudad de los muchos amantes

Pues sí, eso es lo que significa su nombre en maorí, Tamaki Makaurau. Y es cierto, porque lo más fácil es enamorarse de esta preciosa ciudad que mira al mar, a la tierra y al cielo.






No hay más que fijarse un poco en su localización, entre volcanes y nadando entre dos aguas, las del mar de Tasmania y las del océano Pacífico, su caída en pendiente que nos lleva desde su punto más alto, el monte Eden, hasta su beso con la bahía de Okahu.
Llena de atractivos arquitectónicos como el Civic Theatre, la catedral de Saint Patrick, el Auckland Town Hall o la impresionante Sky Tower, horadada por volcanes ( unos 48 ) y refrescada por multitud de lagos y jardines, Auckland es a menudo elegida como una de las ciudades del mundo con mejor calidad de vida y habitabilidad.






No es de extrañar, porque sus rascacielos y el ajetreado puerto que la conecta con el mundo, están muy cerca de una naturaleza abundante en bosques, fuentes termales, viñedos y bodegas de un estupendo vino y multitud de reservas naturales.
La ciudad en sí misma es muy agradable para pasear, ya que el clima ayuda bastante y siempre se encuentra un momento para curiosear por las tiendas de Wynyard Quarter, el puerto de Viaduct y el distrito Britomart.


Si lo que se quiere, como es mi caso, es conocer el alma de la ciudad, aconsejo un paseo por la neoyorkina Queen Street hasta la bahía, pasando por barrios interesantes como el de los mercaderes que nos conducen hasta el antiguo Ayuntamiento o la sinagoga de la ciudad.
Desgraciadamente era nuestro último destino en Nueva Zelanda, al día siguiente volveríamos a casa con un sabor extraordinariamente dulce en nuestros corazones, el inigualable aroma, las sensaciones y el inmenso cariño desde ese momento le profesaríamos a la Tierra de la Gran Nube Blanca. E noho ra!

Y al día siguiente temprano tomamos un vuelo a Seul, donde llegaríamos sobre las 6 de la tarde. Tras recoger las maletas nos dirigimos a nuestro hotel, el Central Park Hotel Songdo.
Demasiados dorados

Bueno, como hotel de paso no está mal, aunque no me imagino yo quedándome en este hotel más de una noche, la verdad. Primero por su lejanía del centro histórico de Seúl, ya que hay que decir que está en el barrio de Incheon, que se encuentra a varias decenas de kilómetros de los puntos más importantes de la capital de Corea del Sur, y segundo porque no es mi estilo de hotel, relleno de adornos que imitan al oro, mármoles en miles de colores y sobre todo brillos cegadores de metal y piedra pulidos hasta la saciedad.












Pero bueno, la compañía Air Corea decidió que por su cercanía al aeropuerto era la mejor opción, y no le íbamos a llevar la contraria después de tantas horas de vuelo a nuestras espaldas y muchas más en el horizonte.








Así que decidimos disfrutar de este mamotreto enclavado justo frente al Central Park de Incheon, que debo decir que nos sorprendió.
El hotel en sí no está mal, camas supercómodas con colchones confortables e inmensos, ducha y bañera con hidromasaje, buenas vistas, comida oriental aceptable y sobre todo un entorno que combina el cemento y la naturaleza. Después de cenar y para hacer la digestión nos dimos una vueltecita por el Central, que si no fuera porque sabíamos que estábamos en Corea, podríamos haber confundido por su forma e imagen con su homónimo neoyorkino.




Una casa de baños donde los lugareños mojaban sus pies en agua caliente ( supongo que para aliviar sus miembros de un duro día de trabajo), un lago enorme cruzado por puentes iluminados en mil colores, un embarcadero para lanchas de remo, kilómetros de senderos para correr e ir en bici y todo esto flanqueado por edificios pertenecientes a cadenas hoteleras como Marriot o Ritz Carlton y bancos de renombre mundial, lo que claramente daba a entender que el lugar es frecuentado por hombres de negocios con alto poder adquisitivo.




Un detalle que no pasa desapercibido desde nuestra habitación que daba al frente del hotel era un conjunto de varias edificaciones de estilo coreano que con sus aires de palacio o pagoda albergaban restaurantes elegantes donde supongo que cenarían los ejecutivos casi exclusivamente puesto que desde fuera se veía el empaque y el lujo.
Bueno, repito que como hotel de paso no está mal, pero desde luego que cuando visite Seúl en serio buscaré algo que no sea tan estridente y desde luego mucho más cercano.


Al día siguiente volvimos a España, la aventura en Oceanía había terminado ( por ahora). Como siempre un nuevo destino rondaba en nuestras cabezas, no tan lejano, pero apasionantemente histórico: Berlín.

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