Nueva Zelanda, naturaleza en estado puro (V)

Nueva Zelanda es una tierra rica, riquísima en todos los aspectos. Ganado, agricultura, pesca, bosques...y oro. La verdad que yo desconocía que hubiera habido una fiebre del oro en toda regla tal y como ocurrió en Canadá y algunas zonas de Estados Unidos, pero aquí llegó con una fuerza más atenuada, debido sin duda a la lejanía de las islas de la madre Inglaterra o de la madrastra América.



Lo cierto es que casi paralela a aquella "goldrush" que invadió los territorios de la entonces joven América, en la aún más nueva Zelanda también aparecieron aventureros y delincuentes que buscaron la riqueza entre las piedras del río Arrow.
Así, lo primero que vemos al aparcar nuestra caravana junto al cauce es una marca en el suelo que indica el lugar exacto en el que Jack el Maorí encontró la primera pepita del noble metal allá por 1862. Su descubrimiento desencadenó una llegada descontrolada de pioneros que vieron los cielos, o mejor la tierra abierta y dispuesta a dar sus frutos más preciados.







Esta masiva llegada de mineros llevó a la fundación de esta miniciudad que hoy visitamos y que ha perdurado en el tiempo, con más de 60 edificios históricos perfectamente conservados, y rica ahora gracias a la tarjeta de crédito de los visitantes que gastan su oro en las elegantes tiendas que bordean la principal avenida de la ciudad.







Un museo que cuenta la historia de la ciudad y de su dorado pasado, comercios de piel, lana y joyas de oro y sobre todo un paisaje maravilloso enmarcado por las montañas, el río y la vegetación que lo rodea, hacen de la visita a Arrowtown un imprescindible antes de dejar la zona de Queenstown.




No soy demasiado aficionado a visitar los lugares que rememoran las guerras o los caídos en ellas, pero tengo que reconocer que este memorial de Arrowtown tenía algo que me hizo subir hasta arriba.






Desde el pueblo se ve la colina donde se levanta como si fuera apenas un montículo de tierra cubierto de hierba, pero según nos aproximamos y cruzamos el cementerio vecino, ya nos vamos imaginando lo que nos espera.
Llegamos a la cima, y no sabemos si mirar el precioso paisaje o investigar el monumento de guerra. Así que decidimos recrearnos primero en las espectaculares vistas de la ciudad, del río y del entorno montañoso, bañadas por la dorada y cálida luz de la tarde. Una vez satisfecho nuestro deseo paisajístico nos dimos la vuelta y recorrimos el promontorio.





Lo primero que observamos es un cañón germano-turco que fue capturado en la I Guerra Mundial ( a cuyos caídos está dedicado el monumento) y traído a Nueva Zelanda como trofeo de guerra. A su lado una columna que data de 1923 con una urna de piedra en la parte superior, que simbólicamente contiene las cenizas de los soldados neozelandeses que murieron en la Gran Guerra. Posteriormente se le añadieron placas laterales para recordar a los héroes de la II Guerra Mundial.



Parafernalia belicista y emotiva aparte, el lugar es idóneo para recorrer con nuestra mirada la extensión que cubre la ciudad de Arrowtown, e imaginarla por un momento, ajetreada entre pepitas de oro, prostitutas, buscavidas y un futuro que fue incierto pero que hoy luce orgullosa, con todo el lustre y brillo de un pueblo que ha sabido reinventarse a sí mismo y sacar provecho de su pasado, por muy oscuro que fuera.


Entre 1860 y 1880, más de 8.000 chinos llegaron a Nueva Zelanda. Vinieron para trabajar en lo que les surgiera, no para establecerse. La idea era ganar la mayor cantidad de dinero y volver a China con los suyos, a los que habían dejado atrás.





Aquí, en Arrowtown suponían una fuerza de trabajo de casi el 40% y extrajeron el 30% del total del oro obtenido. Ya se sabe que los chinos son famosos por trabajar de sol a sol y por su constancia, así que muchos de ellos fueron explotados hasta la extenuación por desalmados patrones que lo único que pretendían era enriquecerse de manera rápida y con las manos bien limpias.







Tuvieron que luchar contra el durísimo clima de las montañas, pero también contra la hostilidad hacia su raza. Y eso que llegaron al pueblo invitados por las autoridades, que vieron como pasada la primera etapa de la fiebre, los mineros habían abandonado la ciudad y ésta iba cayendo en el más absoluto abandono.






Así que los chinos llegaron y fundaron este asentamiento que visitamos. Pequeñas cabañas, apenas chamizos de una sola pieza, hechos de dura piedra y que apenas les cobijaba en el frío invierno, una tienda donde adquirir alimentos de primera necesidad ( ya que no se les permitía comprar en los colmados de los blancos) y poco más, conformaban el pequeño reducto que hoy ha sido restaurado para que su epopeya no quede en el olvido.
Al principio fueron bien recibidos, admirada su capacidad de trabajo y su tenacidad, pero según crecía su número, se originó un sentimiento xenófobo hacia ellos, llegando a temer que Nueva Zelanda llegara a ser poblada por "seres de raza inferior, con sus enfermedades y costumbres bárbaras".




Aún así, algunos de ellos consiguieron casarse con maoríes y de esta manera mezclarse con la población del país, siendo el origen de gran parte de la multiculturalidad de Nueva Zelanda.
Pero el resto decidió regresar a China, casi igual de pobres que antes, tocados a muerte por las enfermedades y penurias, con un sueño hecho añicos, con sus fuerzas mermadas y malgastadas en beneficio de otros.




Un paseo por el asentamiento nos da una ligera idea de las condiciones en las que vivieron durante décadas. Entremos a las casas, toquemos las paredes, respiremos su aire, intentemos por un momento sentir su angustia, su melancolía, su destierro voluntario. En el ambiente flota una amargura que el pasar de los años, de casi dos siglos, no ha conseguido atenuar. Es el dolor de aquellos que han buscado fortuna y un porvenir mejor y se han dejado la vida en el intento...
Lago Hawea, el eterno segundónSegundón porque claro, siempre vivirá a la sombra de su hermano mayor, el Wanaka, que veremos después. Por eso he querido ponerlo el primero, para que al menos por una vez tenga algo de protagonismo, que no esté oculto, que brille por sí mismo.
Y eso que no es pequeño, al contrario; con sus 393 metros de profundidad y 35 kilómetros de largo es uno de los lagos más grandes de Nueva Zelanda.




La carretera discurre paralela a él durante varios kilómetros, donde se van sucediendo los miradores que permiten disfrutar de unas vistas considerablemente hermosas. Decidimos detenernos en uno de ellos, quizá el más espectacular ya que tiene un promontorio que nos sube un poco más arriba del nivel de la carretera y por tanto nos ofrece una visión más panorámica de toda la masa de agua.
Puede parecer que el lago es totalmente natural, pero si investigamos un poco podremos averiguar que en 1958 sus riberas se elevaron artificialmente unos 20 metros para aumentar su capacidad y con ello su potencial para generar aún más energía hidroeléctrica.
Mientras admiramos este regalo para los sentidos, no sabemos si el agua refleja el cielo o el cielo el agua, ya que los azules parecen fundirse en un horizonte interrumpido sólo por las montañas.


El lugar es destino aleatorio para aquellos amantes del deporte de agua y aventura, ya que pueden practicar en él todo tipo de actividades que tienen como base las gélidas aguas que alimenta el río del mismo nombre. Y digo aleatorio porque de nuevo surge la disputa entre los dos lagos, y para ser francos, en cuanto a paisajes, no sabría con cual quedarme.


Lago Wanaka, espectacular y vanidoso

Es el cuarto lago más grande de Nueva Zelanda, y en un país con tantas reservas naturales de agua esto es un galardón de innegable valor. Es hermoso y lo sabe, por eso se refleja en las montañas en los días de sol radiante ¿ o era al revés?



Lo cierto es que este enorme embalse, separado únicamente del Hawea por un corto bajío de apenas 1.000 metros ( y sabemos a ciencia cierta que una vez fueron uno solo), posee una cualidad que lo hace único: en su ribera sur, emergen del agua tres islas que son consideradas santuarios ecológicos de primer orden, ya que su aislamiento les ha servido para permitir la conservación y el desarrollo de especies animales y vegetales que de otra manera hubieran mermado o desaparecido, como el weka, una especie de gallina-kiwi que peligró durante años y ha encontrado aquí su refugio.




Al margen de su valor natural, y como el Hawea, es destino predilecto de la mayoría de los neozelandeses para su vacaciones, sobre todo los que practican deportes de agua a los que son tan aficionados, como el ski o el kayak.
Inevitablemente debemos pasar por las orillas de ambos cuando recorremos la isla, ya sea de norte a sur o viceversa, ya vengamos de Queenstown o del glaciar Franz Josef, por lo que representa un descanso realmente agradable al encontrarse a medio camino de ambos destinos.
Quien haya visto Misión Imposible III recordará el nombre del lago, ya que era una de las contraseñas que repetía una y otra vez Tom Cruise.
Pero había que seguir al norte, y dejar atrás el hermoso y vanidoso lago Wanaka.


El glaciar Franz Josef o el inexorable cambio climático

Según los científicos en ningún lugar del planeta, a esta latitud, hay glaciares tan cerca del océano. Y es que resulta extraño que apenas dejada atrás la playa de Bruce Bay, la de los troncos en la arena, aparezca este glaciar tan cerca de la costa.
Para llegar a él dejamos atrás el lago Matheson y subimos un poco en altitud, para aparcar, tras recorrer una boscosa y sinuosa carretera en la explanada que hace de antesala al glaciar. Tomamos un sendero que nos lleva a la morrena, y es aquí donde nos damos cuenta de los estragos que ha producido el cambio climático, ya que se supone que donde empieza el sendero, un lecho pedregoso por donde discurre un agua de color gris oscuro que contiene la llamada "harina de roca", lleno de piedras rojas y bordeado por escarpados acantilados que albergan un ecosistema tremendamente fértil, en su momento se encontraba completamente cubierto por el hielo.



Aquel glaciar al que los maoríes llamaban "las lágrimas de la joven del alud" y que fue explorado por un aventurero austriaco es hoy un recuerdo del esplendor de principios de siglo, aunque aún llegar a él impresione bastante.

Para acercarnos en la medida de lo posible a la pared de hielo y nieve, debemos caminar unos cuarenta minutos. Primero por el lecho, y ya casi al final subiendo una pendiente de arena que tras varios altibajos nos lleva hasta el punto más cercano al que se permite llegar al visitante. En el camino hemos dejado atrás cascadas, puentes colgantes, bosque semitropical y enfrente tenemos la pared de hielo azul que se forma por la compresión de la nieve.












Hay quien quiere estar aún más cerca y contrata circuitos aéreos en helicópteros e incluso paseos guiados sobre el glaciar, pero ese día las condiciones meteorológicas, con nubes y viento no lo permitían.












Después de admirar lo poco que nos dejaban ver esos nubarrones, volvimos al aparcamiento y allí estaban mis amigos los keas, esos loros que sólo viven en las montañas de la isla sur y que son gamberros hasta decir basta. ¡Pero me encantan!



Punakaiki, rocas como pasteles

El pancake forma parte del desayuno anglosajón desde tiempo inmemorial, desde que a alguien se le ocurrió hacer tortitas de harina, leche y huevo y tras pasarlas por la sartén hacer una torre con ellas para luego bañarlas en miel, sirope o chocolate. Por eso me llamó la atención que se le diera este nombre a unas formaciones rocosas que se encuentran un poco escondidas en la costa oeste de la isla sur de Nueva Zelanda.




La carretera que pasa junto a ellas no deja ver la espectacularidad del lugar, tan sólo lo anuncia unos kilómetros antes, pero como íbamos prevenidos pudimos parar a tiempo y visitarlas.






Tras pasar un muro que da entrada al lugar y seguir un sendero que pronto deja la tierra firme y se adentra en los acantilados cruzando de roca en roca como si se tratara de mini puentes de madera y acero, nos dimos de lleno con una amalgama de formaciones de caliza que han conseguido permanecer salvajes en parte, si obviamos este intento de acercamiento que el hombre ha construido y que a modo de pequeños miradores nos dejan atisbar entre la vida salvaje de las Pancake Rocks.
Lo más llamativo es la manera en que los acantilados se han formado y lo que la erosión ha hecho de ellos. Capas y capas de caliza que por presión homogénea han dado lugar ha una espectacular superposición de estratos que hacen las delicias de cualquier geólogo, y sobre ellas varias colonias de aves marinas a las que podemos observar muy de cerca gracias a los miradores de madera.


Pero eso no es todo, ya que si coincidimos con la subida de la marea veremos cómo el mar se precipita en las cavernas que la misma erosión ha excavado y sale disparado por los orificios, como gigantescos bufaderos que levantan chorros de espuma de mar.












Antes de acabar este paseo que dura unos 20 minutos, detengámonos en el mirador que encara al norte y dejemos volar nuestra imaginación mirando un saliente que parece un cuento de hadas. Un pulpo, un lobo, la cara de un príncipe azteca, un trol que nos mira sacando la lengua, un duende gordito o un unicornio. La fantasía se desboca al mirar esa lengua de roca que entra al mar y que la lluvia y el viento han moldeado sin intención pero produciendo un efecto óptico claramente inquietante, por lo nítido y claro que se ven las figuras.


Como la gran mayoría de las atracciones naturales de Nueva Zelanda el acceso es gratuito, por lo que podemos premiar el esfuerzo de nuestra imaginación con una buena ración de pancakes en la cafetería que encontramos justo enfrente...





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