Tal vez resulte paradójico asegurar que la nueva adaptación de Macbeth, la tragedia clásica de William Shakespeare, es, contra todo pronóstico, una película muy poco narrativa. Pero no se enfaden tan rápido: puedo explicarlo. Y es que el film de Justin Kurzel cuenta con muchas virtudes, teniendo la mayoría de ellas una relación más directa con la forma en que se articula el discurso que con el contenido del relato en sí mismo.
Pero antes de hablar detenidamente de tales aspectos, cabe concretar cuál es la base de su éxito y qué es lo que determina la efectividad de su tan precisa construcción: Macbethse configura como una grandiosa adaptación al trasladar de forma tan acertada los códigos propios de una obra literaria y teatral, como es el caso de la tragedia originaria, al lenguaje puramente audiovisual sobre el que se erige el medio cinematográfico.
Por ello, los tres códigos del cine por excelencia (imagen, sonido y sintaxis, esto es, montaje) brillan aquí de forma plausible, aportando al relato sobre la ambición, el poder y la traición que Shakespeare edificó en 1606 una puesta en imágenes compleja y tremendamente estilizada -aunque en absoluto arbitraria- y un tratamiento sonoro expresivo que configura una atmósfera hostil y desasosegante, conformando así el aura sombrío y amenazante que termina por dar cuerpo a la película.
Pero más allá de los fotográfico y lo atmosférico, la mayor virtud de Macbeth es la solidez de su sintaxis: huyendo de la narración convencional, Kurzel recurre a un montaje intelectual que apuesta por la experimentación en lo que a los cortes, el ritmo, los silencios, las elipsis o el tiempo de las imágenes (véanse las cámaras lentas y rápidas) se refiere, configurando así un discurso que prefiere mostrar que contar, apelando más a la emoción y la sensación que a la comprensión y el entendimiento.
En una frase: cómo una obra teatral clásica puede dar lugar a una obra cinematográfica postmoderna.
Pelayo Sánchez.