Si los sueños son como películas, entonces los recuerdos son películas de fantasmas decía el cantante Adam Duritz. Cada recuerdo que almacenamos, revive a los protagonistas, a veces muy vivamente. Es lo que ocurre últimamente cuando visito mi otro hogar.
Tengo una casa que mira de frente a la rocosa Pedriza y al pico de La Maliciosa de Navacerrada. Siempre fue la residencia de verano por excelencia, ya que cuando la canícula comenzaba a apretar en junio, cogíamos los bártulos y cambiábamos nuestro minúsculo piso, convertido en un asador de pollos, por una casa más grande y más fresca que habitaba en un pequeño pueblo serrano, que ponía a nuestra disposición un agradable jardín y una enorme terraza desde donde se divisaba el campanario de la iglesia, la mayoría de los tejados del pueblo y una buena colección de nidos de cigüeña.
No solíamos estar solos mucho tiempo: pocos días después venían los abuelos y mis sobrinos. La algarabía y el olor de vacaciones estaban ampliamente servidos entre carreras, persecuciones y gritos de niños. La casa se convertía en una gran guardería dejando a los más pequeños el protagonismo casi absoluto: se cogían lombrices, se montaba en bicicleta, se jugaba a la pelota, al escondite y a mil cosas más. Los niños se bañaban a la par, comían, merendaban y dormían todos juntos en la misma habitación. Hasta seis se metían allí, unos en camas y otros en colchonetas, riendo y armando bulla hasta caer rendidos.
Los pequeños acaparaban la planta del sótano y la principal quedaba, lo mismo que un reducto de paz, para el resto de los adultos. Era un tiempo de gran trabajo a la hora de las comidas, cenas o de poner lavadoras; pero no importaba con tal de que los infantes disfrutaran ¡y vaya si lo hacían!
Recuerdo cuando apareció el primer fantasma. Dio la casualidad de que éramos menos habitantes veraniegos que habitualmente. Quedé al cargo de mis hijos y un sobrino en esa semana. Mi marido estaba ausente por motivos de trabajo y aquella noche, después de acostar a los tres niños, me puse a disfrutar de mi rato más esperado del día: mi hora de lectura.
Los chicos hacía rato que se habían dormido y me encontraba leyendo en la cama, viviendo con emoción mi aventura literaria. De repente, escuché gritos estremecedores que provenían de la habitación de los niños. Fui volando, literalmente, porque estaba justo al lado. Abrí la puerta y encendí la luz. Mis hijos, que son gemelos, señalaban con sus bracitos extendidos a la par, hacia un punto concreto del aposento mientras gemían, chillaban y se me subían al cuello. Por más que miré y registré los armarios no encontré nada fuera de lo normal. Los gemelos me describieron con todo lujo de detalle al individuo que habían visto momentos antes de que encendiera la luz: era un hombre muy alto, con impermeable oscuro; fumaba en pipa, los miraba desde el otro lado de la habitación con ojos centelleantes y poseía un voz cavernosa que había exclamado: ─¡Os vigilo, niños!
Enseguida, dos hechos de la narración me llamaron especialmente la atención: el primero, que la visión de aquel personaje hubiera sido vista por mis dos hijos al mismo tiempo ─mi sobrino, más pequeño, apenas se despertó con el jaleo─. El segundo fue el olor que había en el cuarto. Efectivamente olfateé el aroma característico de alguien que fuma en pipa. Me asomé al alfeizar y no vi persona alguna en las inmediaciones de la ventana. Confieso que me comenzaron a temblar un poco las piernas porque pensé en la posibilidad de que mis dos testigos, al ser niños, pudieran ver mucho más de lo que yo, en calidad de adulta, era capaz de observar.
Ya se sabe que delante de los pequeños siempre hay que dar muestras de tranquilidad, y así actué: les consolé, les di agua, rezamos juntos Jesusito de mi vida y Cuatro esquinitas tiene mi cama, asegurándoles que con estas letanías mágicas estarían a salvo de cualquier mal sueño. La explicación que les di sobre lo que habían vivido aquella noche fue la siguiente: los dos habían compartido el mismo sueño y, por lo tanto, la misma pesadilla.
Cuando abandoné la habitación, dejando la puerta abierta y la luz del distribuidor encendida, me dediqué a recorrer la casa, paraguas en mano, con la intención de peinar todas las zonas por si se hubiera colado algún extraño. Encendí la totalidad de las luces de cada planta y escudriñé exhaustivamente rincones y recovecos. Las puertas seguían cerradas, tanto la de la calle como la del jardín, y no encontré ─aparte de una familia de mosquitos─ ningún ser vivo en mi hogar. Los peques no volvieron a decir ni pío en toda la noche. Aun así no pude pegar ojo hasta bien pasada la madrugada.
Unos años después, los gemelos tuvieron a la par otra visión fugaz de una silueta argéntea en el rellano. Debido a esto y al recuerdo de cuando eran pequeños, nunca quisieron quedarse solos en esta casa hasta que fueron adultos.
El tiempo pasó en su loca y desenfrenada carrera: los niños se convirtieron en hombres y mis padres fallecieron, dejando ese vacío inmenso que nunca se llena.
Ahora, que paso mucho tiempo en la casa, unas veces pintando, otras escribiendo, veo y oigo a los fantasmas. Escucho el rumor de risas de niños jugando algunas veces en la planta de abajo, como si hubieran quedado prendidas en las esquinas. Pero lo que percibo con todo lujo de detalles es la presencia de mis padres. Primero me llega el perfume de mi madre, luego escucho el rítmico tap-tap de la cojera de mi padre. Me asomo rápidamente para ver sus contornos de plata desaparecer por el hueco de la escalera. A veces, la mecedora se mueve lentamente, igual que si la empujase una suave brisa. Cuando pasa la banda tocando en las fiestas, escucho los aplausos de mi madre y sus gritos alborozados y me escondo para llorar su ausencia, quizá porque fue aquí donde más disfruté de su compañía.
Si no creéis en fantasmas os invito a escuchar vuestra memoria. Es ahí donde viven y se esconden para dormir.
María Teresa Echeverría Sánchez : Novelas, libros de relatos y cuentos para niños.