La cita (Relato de verano)

Alguien me vigilaba. Por el rabillo del ojo vislumbré un fulgor de plata; al girar la cabeza lo vi desaparecer entre las olas. Esa fue la primera vez que advertí su presencia. Días después cuando andaba entre las rocas comencé a notar una quemazón en la nuca, como si unos ojos poderosos quisieran taladrarla. Aguanté el envite y me tragué la curiosidad, sabía que no debía volverme. Intuía que esta era la táctica que podría atraer a tan extraña y asustadiza criatura. Pasados los días de observación y de jugar a las escondidas, vino la fase siguiente: la de los regalos. He de decir que comenzó por pura casualidad, como narraré más tarde.

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Como científico especialista en biología marina, recogía muestras para mis estudios. Todos los veranos mi destino variaba, buscando nuevas costas que encerraran parajes inhóspitos y llenos de misterio, que unas veces se encontraban alejados de la civilización a cientos de kilómetros y otras, las menos, cerca de lugares habitados. En esta ocasión el escenario elegido era el litoral de un pequeño pueblo pesquero que se ubicaba entre farallones de roca, asomado a una eterna costa embravecida.

Mi casa, situada en la cima de una enorme roca, dominaba un área considerable de agua turquesa, animada de vez en cuando por racimos de pequeñas barcas envueltas en redes de pesca. Toda la costa se encontraba horadada, como una esponja, por un paraíso de cuevas socavadas por el vaivén del mar que hubieran hecho las delicias de los piratas de antaño para esconder sus tesoros. Salpicando las rocas aquí y allá aparecían pequeñas calas de arenas de oro, de difícil acceso.

Un día, sin más, empezaron los cambalaches. El primer objeto que se convirtió en regalo consistió en mi pequeña radio a pilas, eterna mascota cantarina que siempre me acompañaba para hacerme el trabajo más ameno. Dejarla olvidada en un pequeño saliente no fue para nada intencionado. Cuando la eché de menos, el atardecer pintaba de rojos y naranjas el horizonte.

A la mañana siguiente no me sorprendió que la radio hubiera desaparecido del lugar donde la había olvidado, ─algún recolector de erizos la podría haber encontrado─ pero sí lo hizo el hallar en aquella cavidad una preciosa estrella de mar, de esas que solo se encuentran mar adentro. Muy emocionado y halagado la deposité en mi bolsa para llevarla a casa y ponerla en agua de mar evitando así su muerte. Antes de dar un solo paso hacia mi hogar me volví hacia las aguas que lamían aquellas rocas y exclamé haciendo bocina con las manos: ¡Gracias por la estrella, me ha gustado mucho!

Caminando de regreso medité sobre aquel nuevo giro que había dado la relación. Entendí que si yo dejaba uno de mis objetos, a cambio tendría uno de los suyos. Noté, más fuerte que nunca, la quemazón de la nuca. Mi amiga estaba muy cerca.

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Los días se sucedieron velozmente. Cada tarde colocaba alguna chuchería en la repisa rocosa que, a modo de buzón, nos comunicaba el uno con el otro. De este modo comencé por dejar un ramillete de flores silvestres; le siguió un espejito lacado en mil colores; después un libro de versos; más tarde una diadema de zarcillos rojos…una pulsera, un collar y  mil trastos más que ya no recuerdo.

El cambalache me transformó en el dueño de anémonas de colores; blancos corales; esponjas de variados tamaños y pequeños crustáceos. Una de las veces me dejó una medusa, de unos 50 centímetros, balanceándose en una cesta de algas, el espécimen más preciado por su rareza recolectado en esta costa.

Me volví más audaz y empecé a dejar notas con las siguientes preguntas. ¿Te gustan los libros?,  ¿Cómo te llamas?-Para mi asombro, los mensajes fueron contestados: Sí, me gustan mucho ¿y a ti?, Mi nombre es Mar ¿y el tuyo?.

Después de un sinfín de misivas, la confianza se entretejió en la relación, atreviéndome a enviar la siguiente nota: ¡Me encantaría conocerte!… Elige el sitio y el momento, tú decides… – acompañé el escrito con un carísimo regalo: un vaporoso vestido rosa y una cinta para el pelo –

La respuesta no se hizo esperar: – ¡Yo también estoy deseando verte!  Cuando haya oscurecido, sigue el camino de las antorchas por la playa de Levante. Te invito a cenar.

¡Una cena! Con la criatura que me tenía obsesionado y a la que comenzaba a profesar algo más que admiración. Releí la misiva varias veces para asegurarme de que había entendido la nota. A la par que la felicidad me embargaba apareció un miedo súbito a meterme en un lío de graves consecuencias: ¿Y si la nota no era de mi amada sino de algún novio celoso, hermano o padre dispuesto a darme una lección? Las gentes de por allá eran bastante amables pero cerradas para con los suyos. Durante unas horas no supe qué hacer, si ir o quedarme en casa. Al fin decidí arriesgarme, la dicha de conocer al fin a mi adorada me tenía en un sinvivir.

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Cuando el sol se puso, comencé a distinguir pequeñas luces parpadeantes, diseminadas en la playa de Levante. La marea había bajado considerablemente y con el último resplandor del día pude observar una enorme extensión de arena. Me convencí de que quienquiera que me esperaba no quería causarme ningún daño sino que se sentía tan emocionada como yo. Me encaminé hacia los destellos luminosos. Un sendero de diminutas hogueras me condujo a la entrada de una gigantesca y centelleante gruta que había quedado al descubierto en la pleamar. Un agradable fuego bailaba en el centro de la misma; el resplandor se reflejaba en las paredes de la cueva que relucían igual que un espejo.

Allí estaba ella. Casi como la había imaginado, una criatura soberbia y misteriosa.

─¡Hola Alberto, al fin te conozco!

El roce de sus labios en los míos, su olor a algas me dejaron completamente a su merced.

─¡Hola Mar! Eres mucho más bella de lo que jamás pude imaginar– Fue todo lo que pude articular paralizado por la sorpresa. Me sentó a su lado. Una roca, que hacía las veces de mesa, exponía a modo de escaparate, toda clase de ricos frutos marinos: erizos, gambas; ensaladas de exóticas algas; cangrejos; ostras. Comí con gran apetito al igual que mi anfitriona, acompañando a las ricas viandas un elixir de sabor exótico, que llenaba el paladar de sueños de agua y sal.

Radiante en su seda rosa se acercó hasta que quedamos tan juntos que no se sabía donde acababa el uno y comenzaba el otro. La muchacha resplandecía como una joya. Su cabello irisado caía en ondas por su espalda. Su soberbia y sinuosa silueta se movía al compás de una dulce melodía que entonaba con sus preciosos labios entreabiertos. Su figura se pegó a la mía. Sus manos, suaves y aterciopeladas recorrieron mi cuerpo tensándolo con caricias, en un juego de templar y enfebrecer que me volvió loco de pasión.

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Perdí la noción del tiempo y del espacio. Me uní  a ella una y mil veces aquella inolvidable noche, extraviado entre su olor de algas y sus besos de brisa. Las palabras de amor flotaban en mi mente, unas susurradas, otras insinuadas. Había música en cada hueco de su cuerpo, en cada curva de sus senos y caderas. Era tan bella que parecía un sueño, alguien totalmente irreal.

La noche terminó diluyéndose entre los dedos de luz que rasgaban el velo de las tinieblas. Con gran pesar la acompañé a la orilla de la playa. Me incliné sobre las olas para alcanzar a oír sus postreras palabras:  ─¡Vendré a buscarte, amor mío, la próxima luna llena!– Y se alejó de mí con un último y apasionado beso. Pude ver el reflejo de las escamas de su cola mientras se perdía en la bruma del amanecer.

María Teresa Echeverría Sánchez

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