¡¡Juan Salvador Gaviota- Richard Bach!!














Capitulo I 

Amanecía, y el nuevo sol pintaba de oro las ondas de un mar tranquilo. 

Chapoteaba un pesquero a un kilómetro de la costa cuando, de pronto, 

rasgó el aire la voz llamando a la Bandada de la Comida y una multitud de 

mil gaviotas se aglomeró para regatear y luchar por cada pizca de comida. 

Comenzaba otro día de ajetreos. 

Pero alejado y solitario, más allá de barcas y playas, 

está practicando Juan Salvador Gaviota. 

A treinta metros de altura, bajó sus pies palmeados, alzó su pico, 

y se esforzó por mantener en sus alas esa dolorosa y difícil posición 

requerida para lograr un vuelo pausado. 

Aminoró su velocidad hasta que el viento no fue mas que un susurro en su cara, 

hasta que el océano pareció detenerse allá abajo. 

Entornó los ojos en feroz concentración, contuvo el aliento, forzó aquella torsión un... sólo... centímetro... más... 

Encrespáronse sus plumas, se atascó y cayó.

 Las gaviotas, como es bien sabido, nunca se atascan, nunca se detienen. 

Detenerse en medio del vuelo es para ellas vergüenza, y es deshonor. 

Pero Juan Salvador Gaviota, sin avergonzarse, y al extender otra vez sus alas 

en aquella temblorosa y ardua torsión -parando, parando, 

y atascándose de nuevo-, no era un pájaro cualquiera. 

La mayoría de las gaviotas no se molesta en aprender sino las normas de vuelo más elementales: 

como ir y volver entre playa y comida. 

Para la mayoría de las gaviotas, no es volar lo que importa, sino comer. 

Para esta gaviota, sin embargo, no era comer lo que le importaba, sino volar. 

Más que nada en el mundo, Juan Salvador Gaviota amaba volar. 

Este modo de pensar, descubrió, no es la manera con que uno se hace popular entre los demás pájaros. Hasta sus padres se desilusionaron al ver a Juan pasarse días enteros, 

solo, haciendo cientos de planeos a baja altura, experimentando. 

No comprendía por qué, por ejemplo, cuando volaba sobre el agua a alturas inferiores 

a la mitad de la envergadura de sus alas, podía quedarse en el aire más tiempo, 

con menos esfuerzo; y sus planeos no terminaban con el normal chapuzón 

al tocar sus patas en el mar, sino que dejaba tras de sí una estela plana y

 larga al rozar la superficie con sus patas plegadas en aerodinámico gesto contra su cuerpo. 

Pero fue al empezar sus aterrizajes de patas recogidas -que luego revisaba paso a paso sobre la playa- 

que sus padres se desanimaron aún más. 

-¿Por qué, Juan, por qué? -preguntaba su madre-.

 ¿Por qué te resulta tan difícil ser como el resto de la Bandada, Juan? 

¿Por qué no dejas los vuelos rasantes a los pelícanos y a los albatros? 

¿Por qué no comes?

 ¡Hijo, ya no eres más que hueso y plumas! 

-No me importa ser hueso y plumas, mamá. 

Sólo pretendo saber qué puedo hacer en el aire y qué no. Nada más. 

Sólo deseo saberlo.

 -Mira, Juan -dijo su padre, con cierta ternura-.

 El invierno está cerca. Habrá pocos barcos, y los peces de superficie se

 habrán ido a las profundidades. 

Si quieres estudiar, estudia sobre la comida y cómo conseguirla. 

Esto de volar es muy bonito, pero no puedes comerte un planeo, ¿sabes? 

No olvides que la razón de volar es comer. 

Juan asintió obedientemente. 

Durante los días sucesivos, intentó comportarse como las demás gaviotas; 

lo intentó de verdad, trinando y batiéndose con la Bandada cerca del muelle y los pesqueros,

 lanzándose sobre un pedazo de pan y algún pez.

 Pero no le dio resultado. 

Es todo inútil, pensó, y deliberadamente dejó caer una anchoa duramente 

disputada a una vieja y hambrienta gaviota que le perseguía. 

Podría estar empleando todo este tiempo en aprender a volar.

 ¡Hay tanto que aprender! 

No pasó mucho tiempo sin que Juan Salvador Gaviota saliera solo de nuevo 

hacia alta mar, hambriento, feliz, aprendiendo.

 El tema fue la velocidad, y en una semana de prácticas había aprendido más acerca 

de la velocidad que la más veloz de las gaviotas. 

A una altura de trescientos metros, aleteando con todas sus fuerzas, se metió en un abrupto y flameante picado hacia las olas, y aprendió por qué las gaviotas no hacen abruptos y flameantes picados. 

En sólo seis segundos voló a cien kilómetros por hora, velocidad a la cual

 el ala levantada empieza a ceder. 

Una vez tras otra le sucedió lo mismo. 

A pesar de todo su cuidado, trabajando al máximo de su habilidad, 

perdía el control a alta velocidad. Subía a trescientos metros. 

Primero con todas sus fuerzas hacia arriba, luego inclinándose, 

hasta lograr un picado vertical. 

Entonces, cada vez que trataba de mantener alzada al máximo su ala izquierda, 

giraba violentamente hacia ese lado, y al tratar de levantar su derecha para 

equilibrarse, entraba, como un rayo, en una descontrolada barrena. 

Tenía que ser mucho más cuidadoso al levantar esa ala. 

Diez veces lo intentó, y las diez veces, al pasar a más de cien kilómetros por hora, 

terminó en un montón de plumas descontroladas, estrellándose contra el agua. 

Empapado, pensó al fin que la clave debía ser mantener las alas quietas a alta velocidad; 

aletear, se dijo, hasta setenta por hora, y entonces dejar las alas quietas. 

Lo intentó otra vez a setecientos metros de altura, descendiendo en vertical, 

el pico hacia abajo y las alas completamente extendidas y estables desde el momento 

en que pasó los setenta kilómetros por hora. 

Necesitó un esfuerzo tremendo, pero lo consiguió. 

En diez segundos, volaba como una centella sobrepasando los ciento treinta kilómetros por hora.

 ¡Juan había conseguido una marca mundial de velocidad para gaviotas! 

Pero el triunfo duró poco. 

En el instante en que empezó a salir del picado, en el instante en 

que cambió el ángulo de sus alas, se precipitó en el mismo terrible 

e incontrolado desastre de antes y, a ciento treinta kilómetros por hora, 

el desenlace fue como un dinamitazo. 

Juan Gaviota se desintegró y fue a estrellarse contra un mar duro como un ladrillo. 

A medida que se hundía, una voz hueca y extraña resonó en su interior. 

No hay forma de evitarlo. 

Soy gaviota. Soy limitado por la naturaleza. 

Si estuviese destinado a aprender tanto sobre volar, tendría por cerebro cartas de navegación. 

Si estuviese destinado a volar a alta velocidad, tendría las alas cortas de un halcón, 

y comería ratones en lugar de peces. 

Mi padre tenía razón. Tengo que olvidar estas tonterías. 

Tengo que volar a casa, a la Bandada, y estar contento de ser como soy:

 una pobre y limitada gaviota. 

La voz se fue desvaneciendo y Juan se sometió. 

Durante la noche, el lugar para una gaviota es la playa y, desde ese momento, 

se prometió ser una gaviota normal. 

Así todo el mundo se sentiría más feliz. 

Cansado se elevó de las oscuras aguas y voló hacia tierra, agradecido 

de lo que había aprendido sobre cómo volar a baja altura con el menor esfuerzo. 

-Pero no -pensó-. 

Ya he terminado con esta manera de ser, he terminado con todo lo que he aprendido. 

Soy una gaviota como cualquier otra gaviota, y volaré como tal. 

Así es que ascendió dolorosamente a treinta metros y aleteó con más 

fuerza luchando por llegar a la orilla. 

Se encontró mejor por su decisión de ser como otro cualquiera 

de la Bandada. Ahora no habría nada que le atara a la fuerza que le impulsaba a aprender,

 no habría más desafíos ni más fracasos. 

Y le resultó grato dejar ya de pensar, y volar, en la oscuridad, 

hacia las luces de la playa. 

¡La oscuridad!, exclamó, alarmada, la hueca voz. 

¡Las gaviotas nunca vuelan en la oscuridad!

 Juan no estaba alerta para escuchar. Es grato, pensó. 

La Luna y las luces centelleando en el agua, trazando luminosos senderos 

en la oscuridad, y todo tan pacífico y sereno...

 ¡Desciende! ¡Las gaviotas nunca vuelan en la oscuridad! 

¡Si hubieras nacido para volar en la oscuridad, tendrías los ojos de búho!

¡Tendrías por cerebro cartas de navegación! 

¡Tendrías las alas cortas de un halcón! 

Allí, en la noche, a treinta metros de altura, Juan Salvador Gaviota parpadeó. 

Sus dolores, sus resoluciones, se esfumaron. ¡Alas cortas! 

¡Las alas cortas de un halcón! ¡Esta es la solución! ¡Qué necio he sido! 

¡No necesito más que un ala muy pequeñita, no necesito más que 

doblar la parte mayor de mis alas y volar sólo con los extremos!

 ¡Alas cortas! 

Subió a setecientos metros sobre el negro mar, y sin pensar por un momento 

en el fracaso o en la muerte, pegó fuertemente las ante-alas a su cuerpo, 

dejó solamente los afilados extremos asomados como dagas al viento,

 y cayó en picado vertical. 

El viento le azotó la cabeza con un bramido monstruoso. 

Cien kilómetros por hora, ciento treinta, ciento ochenta y aún más rápido. 

La tensión de las alas a doscientos kilómetros por hora no era ahora tan grande 

como antes a cien, y con un mínimo movimiento de los extremos de las alas aflojó

 gradualmente el picado y salió disparado sobre las olas, 

como una gris bala de cañón bajo la Luna. 

Entornó sus ojos contra el viento hasta transformarlos en dos pequeñas rayas, y se regocijó. 

¡A doscientos kilómetros por hora!

 ¡Y bajo control! ¿Si pico desde mil metros en lugar de quinientos, a cuánto llegaré...?

 Olvidó sus resoluciones de hace un momento, arrebatadas por ese gran viento. 

Sin embargo, no se sentía culpable al romper las promesas que había hecho consigo mismo. 

Tales promesas existen solamente para las gaviotas que aceptan lo corriente. 

Uno que ha palpado la perfección en su aprendizaje no necesita esa clase de promesas. 

Al amanecer, Juan Gaviota estaba practicando de nuevo. 

Desde dos mil metros los pesqueros eran puntos sobre el agua plana y azul, 

la Bandada de la Comida una débil nube de insignificantes motitas en circulación. 

Estaba vivo, y temblaba ligeramente de gozo, orgulloso de que su miedo estuviera bajo control. 

Entonces, sin ceremonias, encogió sus ante-alas, extendió los cortos y angulosos 

extremos, y se precipitó directamente hacia el mar. 

Al pasar los dos mil metros, logró la velocidad máxima, el viento era una sólida y palpitante 

pared sonora contra la cual no podía avanzar con más rapidez. 

Ahora volaba recto hacia abajo a trescientos viente kilómetros por hora. 

Tragó saliva, comprendiendo que se haría trizas si sus alas llegaban a 

desdoblarse a esa velocidad, y se despedazaría en un millón de partículas de gaviota. 

Pero la velocidad era poder, y la velocidad era gozo, y la velocidad era pura belleza. 

Empezó su salida del picado a trescientos metros, los extremos de las alas batidos y borrosos 

en ese gigantesco viento, y justamente en su camino, el barco y la multitud 

de gaviotas se desenfocaban y crecían con la rapidez de una cometa. 

No pudo parar; no sabía aún ni cómo girar a esa velocidad. 

Una colisión sería la muerte instantánea. 

Así es que cerró los ojos. Sucedió entonces que esa mañana, justo después del amanecer, 

Juan Salvador Gaviota se disparó directamente en medio de la Bandada de la 

Comida marcando trescientos dieciocho kilómetros por hora, 

los ojos cerrados y en medio de un rugido de viento y plumas.

 La Gaviota de la Providencia le sonrió por esta vez, y nadie resultó muerto. 

Cuando al fin apuntó su pico hacia el cielo azul, aun zumbaba a doscientos cuarenta 

kilómetros por hora. Al reducir a treinta y extender sus alas otra vez, 

el pesquero era una miga en el mar, mil metros más abajo. 









Capitulo III 

Sólo pensó en el triunfo, ¡La velocidad máxima! 

¡Una gaviota a trescientos veinte kilómetros por hora! 

Era un descubrimiento, el momento más grande y singular en la historia 

de la Bandada, y en ese momento una nueva época se abrió para 

Juan Salvador Gaviota. 

Voló hasta su solitaria área de prácticas, y doblando sus alas para un picado 

desde tres mil metros, se puso a trabajar en seguida para descubrir la forma de girar. 

Se dio cuenta de que al mover una sola pluma del extremo de su ala una fracción de centímetro, 

causaba una curva suave y extensa a tremenda velocidad. Antes de haberlo aprendido, 

sin embargo, vio que cuando movía más de una pluma a esa velocidad, giraba como 

una bala de rifle... y así fue Juan la primera gaviota de este mundo en realizar acrobacias aéreas. 

No perdió tiempo ese día en charlar con las otras gaviotas, sino que siguió volando 

hasta después de la puesta del Sol. 

Descubrió el rizo, el balance lento, el balance en punta, la barrena invertida, 

el medio rizo invertido. 

Cuando Juan volvió a la Bandada ya en la playa, era totalmente de noche. 

Estaba mareado y rendido. 

No obstante, y no sin satisfacción, hizo un rizo para aterrizar y un tonel rápido 

justo antes de tocar tierra.

 Cuando sepan, pensó, lo del Descubrimiento, se pondrán locos de alegría. 

¡Cuánto mayor sentido tiene ahora la vida! 

¡En lugar de nuestro lento y pesado ir y venir a los pesqueros, hay una razón para vivir! 

Podremos alzarnos sobre nuestra ignorancia, podremos descubrirnos como criaturas de perfección, inteligencia y habilidad. ¡Podremos ser libres!

 ¡Podremos aprender a volar!

 Los años venideros susurraban y resplandecían de promesas. 

Las gaviotas se hallaban reunidas en Sesión de Consejo cuando Juan tomó tierra, 

y parecía que habían estado así reunidas durante algún tiempo. 

Estaban, efectivamente, esperando.

 -¡Juan Salvador Gaviota! ¡Ponte al Centro! 

-Las palabras de la Gaviota Mayor sonaron con la voz solemne propia de las altas ceremonias.

 Ponerse en el Centro sólo significaba gran vergüenza o gran honor. 

Situarse en el Centro por Honor, era la forma en que se señalaba a los jefes más destacados 

entre las gaviotas. 

¡Por supuesto, pensó, la Bandada de la Comida... esta mañana: vieron el Descubrimiento! 

Pero yo no quiero honores.

 No tengo ningún deseo de ser líder. 

Sólo quiero compartir lo que he encontrado, y mostrar esos nuevos 

horizontes que nos están esperando. 

Y dio un paso al frente. -Juan Salvador Gaviota -dijo el Mayor-.

 ¡Ponte al Centro para tu Vergüenza ante la mirada de tus semejantes! 

Sintió como si le hubieran golpeado con un madero. 

Sus rodillas empezaron a temblar, sus plumas se combaron, y le zumbaron los oídos.

 ¿Al Centro para deshonrarme? ¡Imposible! 

¡El Descubrimiento! ¡No entienden! ¡Están equivocados! ¡Están equivocados!

 -... por su irresponsabilidad temeraria -entonó la voz solemne-, 

al violar la dignidad y la tradición de la Familia de las Gaviotas... 

Ser centrado por deshonor significaba que le expulsarían de la sociedad de las gaviotas, 

desterrado a una vida solitaria en los Lejanos Acantilados.

 -... algún día, Juan Salvador Gaviota, aprenderás que la irresponsabilidad se paga. 

La vida es lo desconocido y lo irreconocible, salvo que hemos nacido para comer 

y vivir el mayor tiempo posible. 

Una gaviota nunca responde al Consejo de la Bandada, pero la voz de Juan 

se hizo oír: -¿Irresponsabilidad?

 ¡Hermanos míos! -gritó-.

 ¿Quién es más responsable que una gaviota que ha encontrado y que persigue un significado, 

un fin más alto para la vida?

 ¡Durante mil años hemos escarbado tras las cabezas de los peces,

 pero ahora tenemos una razón para vivir; para aprender, 

para descubrir; para ser libres!

 Dadme una oportunidad, dejadme que os muestre lo que he encontrado...

 La Bandada parecía de piedra. 

-Se ha roto la Hermandad -entonaron juntas las gaviotas, y todas de acuerdo 

cerraron solemnemente sus oídos y le dieron la espalda. 









Capitulo IV 

Juan Salvador Gaviota pasó el resto de sus días solo, pero voló mucho más allá 

de los Lejanos Acantilados. 

Su único pesar no era su soledad, sino que las otras gaviotas se negasen 

a creer en la gloria que les esperaba al volar; que se negasen a abrir sus ojos y a ver. 

Aprendía más cada día. 

Aprendió que un picado aerodinámico a alta velocidad podía ayudarle 

a encontrar aquel pez raro y sabroso que habitaba a tres metros bajo 

la superficie del océano: ya no le hicieron falta pesqueros ni pan duro para sobrevivir. 

Aprendió a dormir en el aire fijando una ruta durante la noche a través 

del viento de la costa, atravesando ciento cincuenta kilómetros de sol a sol. 

Con el mismo control interior, voló a traves de espesas nieblas marinas 

y subió sobre ellas hasta cielos claros y deslumbradores... 

mientras las otras gaviotas yacían en tierra, sin ver más que niebla y lluvia. 

Aprendió a cabalgar los altos vientos tierra adentro, para regalarse allí con

 los más sabrosos insectos.

 Lo que antes había esperado conseguir para toda la Bandada,

 lo obtuvo ahora para si mismo; aprendió a volar y no se arrepintió del precio que había pagado. 

Juan Gaviota descubrió que el aburrimiento y el miedo y la ira, 

son las razones por las que la vida de una gaviota es tan corta, y al desaparecer 

aquellas de su pensamiento, tuvo por cierto una vida larga y buena. 

Vinieron entonces al anochecer, y encontraron a Juan planeando, pacífico 

y solitario en su querido cielo.

 Las dos gaviotas que aparecieron junto a sus alas eran puras como luz 

de estrellas, y su resplandor era suave y amistoso en el alto cielo nocturno. 

Pero lo más hermoso de todo era la habilidad con la que volaban; los extremos de 

sus alas avanzando a un preciso y constante centímetro de las suyas. 

Sin decir palabra, Juan les puso a prueba, prueba que ninguna gaviota había superado jamás. 

Torció sus alas, y redujo su velocidad a un sólo kilómetro por hora, 

casi parándose. 

Aquellas dos radiantes aves redujeron también la suya, en formación cerrada. 

Sabían lo que era volar lento. 

Dobló sus alas, giró y cayó en picado a doscientos kilómetros por hora. 

Se dejaron caer con él, precipitándose hacia abajo en formación impecable.

 Por fin, Juan voló con igual velocidad hacia arriba en un giro lento y vertical. 

Giraron con él, sonriendo. 

Recuperó el vuelo horizontal y se quedó callado un tiempo antes de decir: 

-Muy bien. ¿Quiéne
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