Y ahora, con esta cara de sueño que me acompaña y Supervivientes de fondo, he llegado a una conclusión que va más allá de una simple etiqueta. ¿Y si ya no solo hacemos esa chorrada con los regalos? ¿Y si también estamos cogiendo la costumbre de tapar nuestro propio valor? Tal vez, por tantos años de valorar lo material por encima de todo, hemos acabado considerándonos objetos a nosotros mismos para tratar de subirnos la moral pensando que alguien pagaría cierto precio por nosotros. Pero en realidad, no queremos que nos pasen por caja, no queremos que nos lleven en una bolsa: y es que solo somos felices con las expectativas que generamos, con las ganas y el deseo que provocamos, con esa falsa sensación de victoria que nos hace venirnos arriba momentáneamente. Somos de tirar piedra y esconder mano. Queremos sacar la patita para luego meterla, dejar el caramelo a la puerta del colegio, dar el beso en la comisura y frenar en seco antes de que empiece la carrera. Dejar con las ganas, vamos.
Llevamos una etiqueta colgando, pero la mantenemos tapada para crear misterio, para dejar claro que somos especiales e innacesibles, pero no es más que miedo. Miedo a que nos hagan daño. Porque si quitamos la pegatina que tapa la etiqueta, si nos desnudamos con la ropa puesta a sabiendas de estar haciéndolo… ya no hay marcha atrás.
Y es que mal que nos pese, nosotros no venimos con ticket regalo.
¿Y qué pasaría si nos quisieran devolver?
Si nadie sabe nuestro verdadero precio, si solo ve lo que fingimos ser, no puede saber realmente la cantidad de piedras preciosas que nos componen, la seda, la materia prima, la piel curtida. Se pueden hacer una idea aproximada en base a lo que observan desde el escaparate. Pero si no ven el precio, ni sabrán lo que valemos
Tal vez vivamos cómodos estando expuestos en una vitrina sin ser adquiridos, luciendo nuestros atributos y nuestro brillo bajo unas luces a pilas que de un momento a otro se apagarán. Pero no queremos ir más allá de esa realidad, no queremos exponer nuestro verdadero precio por si alguien se nos quiere llevar de la mano, por si nos quieren meter en su casa y hacernos desde la colada hasta la cama, el café o el amor. El amor sigue siendo una bonita palabra que rara vez entendemos y nos da tanto miedo como todo aquello que se escapa de nuestro conocimiento.
Lo vivimos tan en la sombra que aún no hemos podido aprender nada de su luz. Como si toda la vida hubiéramos tomado apuntes al fondo de la clase, o peor aún, como si siempre hubiéramos pasado esas horas en el recreo. Y lo vivimos como vive la brillantez del inteligente el ignorante que se niega a saber, con recelo, con miedo, con resquemor, con los ojos entreabiertos apuntando a otra dirección para que nadie descubra nuestra vergüenza por no entender.
Y de tanto recortar a ras de precio nos olvidamos de gritarle al viento lo que de verdad valemos.
¿Pero por qué tanto miedo? ¿Por qué tendemos a pensar antes que querrán devolvernos como si fuéramos un pantalón que no cierra o una cortina rota, a que querrán tenernos para siempre en la encimera o el en armario?
En este mundo, en esta especie de realidad chunga que nos hemos montado en la que nadie apuesta por nadie, es lógico que pensemos así. Pero no, en serio. Es mucho más lo que parece que lo que es. Y si le quitáramos a todo la capa superficial, el filtro, el disfraz, el trauma o el maquillaje, no quedarían más que personas con una gran capacidad de amar totalmente paralizada por no sentirse dignos de ser amados, por no creerse a la altura de lo esperado, por saberse inexpertos, ignorantes, perdidos en un campo desconocido con más minas antipersona escondidas que tesoros enterrados. Y yo creo que eso ha de terminar, porque todos, absolutamente todos, somos dignos de ser amados. Y cuanto más queramos atrapar nuestras verdaderas cualidades y nuestro verdadero valor, más tiempo perderemos estando amargados; ese es mi simple resumen. Al final, cuando pasan los años, clasificas los días vividos en felices o “en lo felices que podrían haber sido si no hubieras estado amargado” por algo que tenía solución o que ni siquiera tenía base de problema. Y yo creo que esta es una de esas cosas de las que nos arrepentiremos de viejos si no les ponemos remedio.
Porque hay que hacer algo con todo el miedo, con todo ese pánico al amor; tanto a perderlo como a encontrarlo. Hay que abrirse el alma, enseñar las jugadas, contestar los whatsapps sin tanta tontería de “voy a hacerme la dura/o duro”. Hay que hablar sin tapujos, reir sin pensar si el motivo es demasiado absurdo, llorar sin creer qué pensarán o si echarán a correr, abrazar como si se acabara el mundo; porque llegará el día en que se acabará y sentiremos que cuando pudimos no abrazamos lo suficiente a quien quisimos. Hay que contar trapos limpios y sucios, decir que tienes un mal día o que te has levantado cantando, rascarte si te pica, quejarte si te duele, besar si es que te sale. Al final solo contarán las veces en las que nos abrimos en canal y no en las que nos pusimos el cerrojo.
Así que sonríe y déjate de chorradas, porque nadie que de verdad consiga conocer tus mañanas sin café y tus días tontos, querría devolverte.
Ah, y quítate la pegatina de encima del precio, que todo el mundo sepa lo que vales.
M,
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