Como un corazón que aprende a aceptar su propia voz a pesar de desafinar.
En la veintena uno se cree que lo sabe todo hasta que se lleva el primer disgusto de verdad, que siente mucho y para siempre hasta que se vuelve a enamorar, que ni los jefes podrán matar la libertad ni los techos darla y ayudar a respirar. Que los padres serán eternos y que esa bronca que en realidad está de más, parece necesaria en ese puñetero momento. Y quién nos iba a decir que la casa que tanto odiábamos nos acogería como único refugio; que ni fiestas, ni chicos, ni copas, ni tiendas de ropa. Que nada de eso abraza cuando llega el frío, que nada de eso te enseña a amarte a ti misma de verdad. Que ni ropajes, ni cenas caras, ni carruajes, ni besos en la mano. Que ni calor de estufa, ni relación de autoayuda, ni llamada por compromiso, ni mensaje de hacer bulto.
Pero quién dice qué hay que vivir y qué no. Los veinte son para creer, perder la fe y volver a creer. Montarse películas, sentirse muy listo a veces y otras veces odiarse; pisotearse, hacerse la foto y fingir normalidad. Divertirse, cagarla, llorar, gritar, romperse el corazón por voluntad propia solo por experimentar. Amar sin saber. Perder. Y volver a amar de verdad.
La veintena está para escribir poesía con destinatario, para sangrar de vez en cuando y rajar con las amigas. Para disfrazarse, probar cosas nuevas, cortes de pelo raros, colores chillones, viajes de un día para otro, enfados absurdos, ligues tontos, conciertos, no dormir, saltar, beber, el rollo de siempre. Recetas incomibles, pisos malolientes compartidos, pilas llenas de platos por fregar, discos sonando entre vinos que aún no sabemos bien ni catar, pizzas congeladas para desayunar, leche cortada, primeros sueldos, primeros “no llego a fin de mes”. Eso son los veinte.
Estudiar algo sin saber por qué y no encontrar tu camino hasta años después. O nunca. Pero tener a tus amigas para decir “joder, no sé qué hacer con mi vida y tengo casi treinta”. Trabajar sabiendo que será temporal porque tu lugar todavía no sabes dónde se perdió en el reparto de lugares, pero vaya, que en algún sitio debe estar. Soñar. Soñar por sistema. Mirar a través de la ventana del bus deseando lejos, apretando con la mente y el corazón a una persona, o sentimiento, o situación que crees imposible. Y ese latido que crees que nunca más tendrás, porque al crecer la magia se perderá y ya ni ventanas, ni personas, ni sentimientos, ni… mucho menos imposibles. Qué tendrán los veinte que nos hacen pensar que ninguna otra década los igualará. ¿Será la locura de las primeras veces?
No sé mucho de todo esto. Ni de vida, ni de amor, ni de futuro, ni de letras. Solo sé que estoy harta de parrafadas que no salen del corazón y quiero decir de verdad lo que nunca olvidaré de lo aprendido en los veinte.
Ahora sé tras muchas noches comiéndome la cabeza, que puedes estar perdida y no pasar nada. Por mucho que te preocupes, al final encontrarás tu camino y verás que no era para tanto. Como casi todo. La mayoría de cosas no son para tanto, ni para poco, ni para nada. Tanto lo que duele como lo que no, algún día dejará de existir. Fruncir el ceño suele servir de muy poco. Enfadarse, de menos. Pero hay que pasar por todo y seguir haciéndolo para seguir siendo de carne y hueso y seguir llegando a la misma conclusión: nada es tan importante como para que te arruine el día.
Ahora sé también que la inspiración son rachas pero que el trabajo ha de ser diario si no queremos perder lo ganado. Que la flor en el culo de vez en cuando viene bien, pero de estrellas está el suelo plagado y de likes… ni te cuento. Que nunca hay que creerse nadie que no se es solo por unos comentarios bonitos. Que todos somos iguales y que hay un montón de gente como nosotros, haciendo lo mismo, hablando de lo mismo. Al final solo cuenta el trabajo, el corazón y el agradecimiento. El resto de cosas son solo niebla, una preciosa niebla que entorpece el camino real.
De estos años he sacado en claro que no hay que dedicar tiempo ni esfuerzo a quien no te quiere en su vida. Que esas cosas se notan y en verdad las sabemos, por mucho que giremos la cara a otro lado. Que las amigas hay que mimarlas siempre aunque te enamores. Que aunque a veces te sientas inútil, hay cosas que solo puedes hacer tú en este mundo: créetelo. Que hay libros que te entienden mejor que muchas personas. Que los abuelos son inmortales y los sobrinos algo inexplicable. Que las ilusiones se cumplen. Que el universo conspira para ti cuando tú conspiras para él y que la suerte nunca viene sola. Que el amor hay que perseguirlo en sueños y cuidarlo como un tesoro en la vida real, porque es lo que es: un puñetero tesoro.
He aprendido que cuanto más quieres a alguien (de verdad), más te quieres a ti mismo. Suele decirse a la inversa, y también -y claro que- es cierto. Pero uno no siempre se quiere a si mismo antes de enamorarse de alguien. A veces, se parte de una base endeble y la otra persona te tiene que ayudar a cavar, a volver a construir, mano a mano. Y no es cuestión de cargar con mierdas que no son tuyas: es solo cuestión de amar de verdad y no de boquilla. Y lo que antes veías como una montaña, ahora es un trabajo en equipo. Porque aunque nos obliguen a ser perfectos, a no tener neuras y a ser los novios y novias ideales, no somos así. Nadie es así.
En este mundo lleno de fantasía con filtros y de artículos donde todo el mundo quiere llevar la razón, a veces, lo único sensato es declararse humano, y ya.
Y yo, como Sofía cantando esta canción, me siento niña buscándose la vida escribiendo. Y hoy, con los treinta ya cumplidos, he vuelto a cantar y a recitar en voz alta como cuando entonces y pese a que la gente me diga que ya soy mayor, me he sentido más pequeña que nunca.
Ahora, mirando atrás y sabiendo que hacia delante estás tú, sé que me llevo lo mejor de los veinte y que me espera lo más bonito en las siguientes -y ojalá sin caducidad- décadas. Futuro es papel en blanco, que ya sabes que a mi me encanta llenarlo de palabras, sobre todo si es contigo.