Más exacto: elevamos las cejas. Acabamos de hojear, hoja por hoja, un viejísimo y desencuadernado tomo. Acabamos de leer en el mismo un sorprendente párrafo, compuesto a mano en
la imprenta; matriz por snatriz, letra a letra, alineadas pacientemente en el componedor por un desconocido cajista a quien no volverán a dolerle las muelas. ¡Cuántos años, tal vez
un siglo, quizá dos siglos, se han agregado desde entonces al curvo tiempo universal! ¡Qué hermosa, negra, gorda, legible tipografía! ¡Qué excelente tórculo el que pisó la forma y la
imprimió en este papel grueso, de rugosa trama; papel todavía crujiente, casi indestructible!
Sí. Acabamos de leer unos conceptos que nos declaran sin lugar a dudas lo malo, lo pésimo que era el vino antiguo, el vino primigenio, el vino que bebían, en sus primeros tiempos
históricos, los griegos, los romanos. Igualmente que los iberos que cultivaron viñas e hicieron fermentar el jugo del racimo machucado. Y todos los otros pueblos que también criaban y
bebían vino.
A horcajadas entre dos espacios emocionales de nuestra edad hasta hoy vivida, basculamos dubitantes en el vaivén de encontradas, opuestas ideas. ¿Fue mejor, de verdad, el tiempo
pasado? Según y cómo. En unas cosas, sí; en otras cosas no.
Medrada conclusión. No eran necesarias alforjas para este viaje tan corto, tan poco esclarecedor de lo que deseábamos esclarecer.
Porque en ese líbraco rancio y apolillado, de lomo resquebrajado y con muchas páginas ya sueltas, hemos aprendido, moviendo las cejas en signo de sorpresa y de perplejidad —repitámoslo—
que los arcaicos, arqueológicos bebedores de vino no sabían lo que se hacían. Que no se hallaban en lo cierto cuando de empinar el codo se trataba. Primeramente, desde el siervo — ¿se conoce, acaso, si le estaba permitido humedecerse
el garganchón con otro líquido que no fuese agua fresca?—, desde el siervo hasta el amo, pues, todos bautizaban el vino. Lo mezclaban con la clara linfa procedente del río o
del manantial más propincuo, abocándola del ánfora o del vaso campaniforme. ¿De dónde semejante abominación? Muy sencillo.
Lo dice nuestro libro. El vino, el vino de entonces, era una pasta, un mazacote; una materia, a veces pulverulenta, seca, reseca, desecada. Era preciso desatarla con agua. El vino, así, sólo lo era de nombre. Fermentado, o no fermentado, denso, viscoso, aliado con materias espurias, era vertido en odres. En pellejos de animales, sumariamente curtidos. Expuesto luego al sol, y al aire. O sea: malogrado, pervertido, desvirtuado.
Ocúrresenos ahora preguntarnos: ¿cómo lograban achisparse, moderadamente, aquellos varones del pasado remoto?
Así se explica la razón del derroche de vino aguado, infecto jarabe, en las conocidísimas bacanales. Así se explica el poco éxito obtenido en sus esfuerzos para conseguir el mareo.
Y ahora, hoy, en la actualidad, contemporáneamente, ¿qué hay del vino? Pues toda una sólida, respetable cultura. Toda una vasta ciencia. Hay toda una teoría de hechos progresivos.
Desde no muy alejadas perspectivas, el vino actual ya justifica el elogio de aquel poeta que no recordamos en este momento quién fue y que afirmó:
«Que el vino se llama vino porque nos vino del Cielo»
Tres naciones ocupan los tres primeros lugares estadísticos en la producción mundial de vino: Francia, Italia y España, por este mismo orden.
Se dice, con toda razón, que el vino español es sol embotellado.
Verdad absoluta. Sol no le falta a España. Sol sin veladuras. Sol que madura y alquitara los racimos de nuestras cepas, y se acumula en el mosto para dar calor y optimismo
al hombre frío y deprimido que lleva a sus labios la copa o el vaso de generoso caldo.
Engañados vivimos en achaque de saber lo que es el vino entero v verdadero, exclamarían hoy los griegos, los romanos, los iberos de la antigüedad, si pudiesen levantar la
cabeza, contemplar nuestras viñas, nuestros lagares, nuestras bodegas,
¿Vulnera este post tus derechos? Pincha aquí.
Creado: