LLEVA MOCHILA E IMPROVISA SIN MIEDO
Sólo planificamos el viaje a Tailandia a grandes rasgos. Reservamos la primera noche en Bangkok (elegimos un hotel -y no un hostal- en Causan Road, ya que aún no éramos oficialmente mochileros. De hecho, yo viajé con la ropa en dos bolsas y me compré la mochila en un bazar de esa calle. Ni se te ocurra llevar maleta, por cierto) y, a la mañana siguiente, cogimos un avión rumbo a Chiang Mai. Si aún no estás familiarizado con el país, te diré que es la principal ciudad del norte, una de las tres que forman parte del Triángulo de Oro (la M-30 del opio), próxima a la frontera con Birmania y rodeada de parques naturales. Allí viviríamos nuestra primera gran experiencia del viaje: un trekking de tres días por la selva.
CHIANG MAI MERECE UNA VISITA
Para estas cosas conviene no complicarse la vida, así que contratamos la excursión nada más llegar a la recepción del hotel en Chiang Mai. No saldríamos hasta el día siguiente, por lo que nos dispusimos a conocer la ciudad. Y se nos ocurrió el siguiente plan: empezaríamos por darnos un homenaje gastronómico en la terraza de un precioso restaurante, cumplir con la rutina de un masaje por 4 (al final del viaje perdí la cuenta del total), dejarnos llevar por los amables consejos de un ciudadano local que nos invitó a hacernos un traje (literal) en su sastrería (¿quién caería en semejante treta? Pues uno de nosotros, sin ir más lejos), para continuar visitando templos y lugares de culto, salir a cenar, toparnos con un concierto de rock de un grupo local y volver al hotel a las tantas. Una vez tumbados en la cama, nos consideramos preparados para el afrontar el trekking.
VARIAS PARADAS ENGORROSAS
Amaneció nuestro segundo día en Chiang Mai y la furgoneta que nos llevaría a las puertas de la selva hizo su aparición en el parking del hotel. Era su primera parada. La segunda fue un mercado de productos locales en el que predominaban snacks de saltamontes, cucarachas garrapiñadas, arañas fritas y ese tipo de cosas. Los excesos de la noche anterior me impidieron sumergirme en el mundo de los aperitivos asiáticos. La tercera estuvo dedicada a una exhibición local de adiestramiento de animales autóctonos. Aquí sí que me lancé a sujetar una pequeña serpiente que, por lo que se ve, había trasnochado más que yo. Apenas se movía. Para la cuarta parada eligieron un área de servicio dónde, casualmente, vendían todo tipo de souvenirs locales. Yo me limité a comerme el bocadillo y volver a la furgoneta. Y ya, por fin, llegamos al punto de salida del trekking. Allí nos esperaba un guía local perfectamente reconocible por su aspecto: pañuelo en el pelo, chupa militar, machete en ristre, cara de pocos amigos y chanclas de todo a cien para afrontar una travesía para la que algunos, con un innegable afán previsor, habían comprado unas botas de montaña de última generación. El detalle de las chancletas fue la primera demostración de quién mandaba allí.
LA PRIMERA, EN LA FRENTE
Como dije, contratamos un trekking de tres días y dos noches. Al final de la primera jornada dormiríamos en un poblado en medio de la montaña. Para llegar a él tendríamos que atravesar la espesura de la selva (más allá de que, para un getafense como yo, una concentración mayor de tres árboles es considerada espesura), sortear zonas pantanosas (aquí sí puedo asegurar que los charcos de mi barrio guardaban cierta similitud) y salvar un importante desnivel, además de soportar la intensa humedad de la zona. Tras penar de lo lindo durante un par de horas como trabajadores de la tecla que somos, alcanzamos el poblado de una pieza. Al llegar, nos dimos de bruces con dos impactantes realidades: la espectacular vista del atardecer sobre el valle y el convencimiento de que aquel esfuerzo había merecido la pena. Así que nos descalzamos, tendimos nuestras camisetas empapadas en un tronco y engullimos una cerveza sin respirar. Yo, además, me animé a intercambiar impresiones con nuestro anfitrión mientras éste preparaba la cena en la cocina (que no era más que una hoguera).
Para hacer aún más bucólica la escena, ya de por sí digna de ‘Memorias de África’, comenzó a diluviar. Las calles del poblado se anegaron de agua y fango, la luz se fue atenuando y el sonido de la lluvia nos transportó a un pasado remoto. La cabaña se iluminó con velas antes de recibir la cena. Entonces, me caí del guindo y llegó el momento de afrontar una dura realidad: no sé cruzarme de piernas. Sí amigo, si estás en la selva y no sabes cruzarte de piernas tienes un problema. Allí no había mesas ni sillas por ningún lado. La cena se serviría sobre una esterilla en el suelo con el objeto de que nos arremolinásemos en torno a ella. Sólo faltaba la guitarra y un par de Hare Krishna entonando cancioncillas. Menudo papelón.
Me ofrecieron un masaje después de la cena. Por supuesto, acepté. Tenía que resucitar mis entumecidas piernas.
Salvé la situación como pude. En la inspiradora posición de flor de loto vi pasar las ollas de mano en mano impaciente porque cayeran en las mías y terminar cuanto antes. Arroz, pollo frito y salsa para mezclar en un pequeño bol. Un menú corriente (se repetiría durante tres días) que, en aquel escenario, resultó de lo más gourmet. Apenas una sobremesa y nos fuimos a dormir, algo que hicimos todos juntos en una de eses cabañas típicas de ‘Apocalypse Now’: mantas en el suelo, hamacas que cuelgan entre columnas y listones de madera por los que se filtra una tenue y embriagadora luz matinal.
DOS MEJOR QUE UNA
Esa mañana terminó la excursión para la mayoría del grupo (sólo contrataron una noche, los cobardes) excepto para nosotros y una simpática chica japonesa que viajaba sola. Sí, lo habéis oído bien: viajó sola a Tailandia, se aventuró a hacer un trekking de tres días por la selva sin más compañía que la de su enorme macuto y, por si fuera poco, se quedó a solas con tres chicos españoles. Bendita suerte la suya, por cierto (se lo pasó en grande). Convertidos en un cuarteto, afrontamos la segunda jornada del trekking. Nos guiaba Tom, el anfitrión que nos preparó la cena la noche anterior y que me confesó, poco antes de sentarnos a la mesa (nunca una frase hecha resultó menos acertada), que se estaba construyendo, con sus propias manos, una cabaña para pasar el resto de sus días en aquellas montañas con su joven esposa. Por un instante, en la quietud de aquel recóndito lugar, lo envidié profundamente.
Durante el trayecto, más llevadero que el del primer día, compartimos algunas confidencias más. El camino siguió adentrándose en la selva, pero resultó menos sinuoso. Tom me enseñó a disparar con tirachinas (uno que había comprado para mi sobrino), nos bañamos en una cascada y almorzamos en unas cabañas en un claro del bosque. Si hubiéramos ido en taparrabos, nos habrían fichado para una escena de ‘El Lago Azul’. Pero, por suerte, calzábamos bañador y camiseta del Decathlon. En esas, acabamos llegando a una especie de albergue en el que contemplamos un par de escenas curiosas. Primero, vimos matar y desplumar al pollo que nos comeríamos en la cena a manos del guía del primer día, ese con pinta de tipo duro; y, mientras la olla hacía chup chup, contemplamos un ritual hipnótico: el baño de un grupo de elefantes. Fascinante.
EMOCIONES FUERTES PARA TERMINAR
Ellos serían los protagonistas de nuestro último día de excursión. Primero dimos un paseo a lomos de un elefante, al que alimentábamos con plátanos para evitar que se revelara contra nosotros (creo que lo sobrealimenté). Una idea que no terminaba de hacerme feliz (lo de usar a los elefantes como divertimento) pero que disfruté bastante, para qué te voy a engañar. Por último, nos lanzamos río abajo en un descenso en canoa realmente divertido. Sin duda, el rafting más especial que he hecho hasta ahora (no pude dejar de acordarme de los que sólo contrataron la excursión de un día). De esta forma clausuramos el trekking de tres días por la selva, aunque aún le restaba una última etapa a nuestra aventura: el viaje de vuelta en una vieja camioneta, de esas con bancos a los lados y nada en la parte trasera. Un trayecto que hicimos los tres en solitario (tras despedirnos efusivamente de nuestra amiga japonesa) y que disfrutamos de lo lindo (también nos diluvió por el camino).
Así arrancó nuestro viaje de tres semanas a Tailandia. Fue la primera de varias aventuras dignas de contar. Que, por supuesto, relataré aquí.
.