No sé de donde me viene el interés por la arquitectura y el urbanismo en general. Quien me conoce dice que soy un poco cuadriculado. Yo me defino más como un señor ordenado y metódico, pero el San Benito no me lo quita nadie. Llevo un Excel colgado en la frente, lo admito. Seré un poco más gráfico: Nueva York me parece un referente. Cómo se ordenan sus manzanas es un canto gregoriano. Pura armonía. Sólo necesitan calles horizontales y avenidas verticales. Y, a partir de ahí, que surja el desorden, no digo que no: Soho, Chelsea o el Madrid de los Austrias. Pero la cuadricula urbana que no falte.
Incluso, en mis años mozos, me planteé estudiar arquitectura. Pero tuve la feliz idea de elegir letras mixtas en el instituto y cerrarme así una pequeña puerta. Me gustaba leer y, en esas, no debí caer en la cuenta de que también me gustaba dibujar. Así que me engañé a mí mismo y terminé estudiando periodismo. No es que me arrepienta, pero si volviera atrás
¿CUÁNTOS EDIFICIOS DE TU CIUDAD SABRÍAS CITAR?
Sí, me gusta la arquitectura. Sigo el paso a paso de algunas obras —a escondidas— y tengo una lista en Twitter de cuentas dedicadas a la arquitectura. Y algunas noches incluso la miro. Entiendo esta disciplina como parte del bienestar humano. Y quizá por eso le doy tanto valor. Me gusta admirarla y disfrutar de ella. Creo que contribuye a nuestra armonía, tanto en la rutina de nuestras vidas como en los momentos más especiales. Por ejemplo, cuando viajamos. Admiro los edificios como a un cuadro que cuelga del Prado. Así que, cuando viajo, procuro mirar hacia arriba. Apuesto a que poca gente es capaz de recordar más de diez edificios de su propia ciudad. Cuando eso sucede, cuando paseo con alguien y me dice “pues nunca me había fijado en este edificio”, pienso: y esta gente, ¿qué hace cuándo viaja? ¿A dónde miran?
EN JAPÓN SE VE EL FUTURO
Para mí, se trata precisamente de eso. De mirar hacia arriba. Aunque esa manía me lleve a cambiar una ruta o a elegir un barrio en lugar de otro porque sospeche que su arquitectura me sorprenderá. Me pasó en Ginza, la zona más lujosa y elitista de Tokio. Fue el primer y el último sitio que pisé de la capital en mi viaje a Japón. A nivel comercial, su interés es escaso para un turista de a pie: grandes firmas de moda, la mayoría inalcanzables, y restaurantes igualmente caros. Te asomas por una esquina, echas una ojeada, y te vas. Pero, a nivel arquitectónico, aquello es un vergel. Un desafío constante a la física. Una carrera desenfrenada por alcanzar el futuro. Una competición para ver quién la tiene más larga… o más retorcida.
MÁS RASCACIELOS, MEJORES CIUDADES
Me apasionan los rascacielos. Adentrarme por calles estrechas y sinuosas, en muchos casos sombrías. Un poco lovecraftiano el asunto. Sentirme aplastado por los edificios. El contraste entre su grandiosidad y mi insignificancia. Desde que escuché el implacable argumento de Norman Foster —las ciudades más sostenibles son las que se construyen hacia arriba— me sentí legitimado a suspirar por ellos. Es más, de mi viaje de siete días a Londres, uno de mis mejores recuerdos es aquella tarde lluviosa en la que deambulé por la City. Como para olvidarlo. Y, encima, esa semana nos dio cobijo un amigo que, por entonces, vivía en una de las torres de Canary Wharf. ¡Ah! Y otro recuerdo: cuando el taxi entró por primera vez en Manhattan y giré la cabeza por una de sus avenidas. Atardecía, y aquella hilera de edificios formaba en perfecta instrucción como si esperasen a que les pasara revista. Impresionante.
SUEÑO CON REHABILITACIONES
Pero no le hago ascos a un buen edificio decrépito. Lo miro con ojos de deseo. Sueño con su restauración, de la misma forma que una señora de Beverly Hills soñaría con una reconstrucción de nariz. Pocas ciudades me han conquistado tanto como Nápoles. Aquí, el conjunto gana por goleada al individuo. Dónde estén un buen puñado de fachadas cochambrosas que se quite el teatro San Carlos.
LADRILLOS SÍ Y LADRILLOS NO
Sin llegar a ese extremo, Oporto también es fascinante. Hace poco leí que habían cerrado el Mercado de Bolhao para su restauración. Y me regodeé como un cochino en el barro por haber estado allí cuando se caía a pedazos. Paseé entre los andamios y los puestos de fruta, hice fotos a cada rincón y comí pescado en un pequeño restaurante bajo el techo de uralita. Eso ya no me lo quita nadie. ¿Y qué me decís de las chimeneas de Lyon, los tejados de Loches y Amboise en el valle del Loira, los azulejos de la propia Oporto? Pero también sufro mis contradicciones: me apasionan los ladrillos rojos de Londres o Nueva York y aborrezco los de Madrid
Y luego hay caras que no se te olvidan. La Catedral Metropolitana de Río de Janeiro, un edificio cónico que recuerda a las antiguas construcciones de los Incas y que, además, se mira cada día en el espejo de sus vecinos de enfrente, los de traje y corbata; la Catedral de St. Andrews, que se ha dejado las paredes por el camino; la mole comunista que domina el centro de Varsovia, un edificio del que reniegan los polacos; las piezas de diseño camufladas en cualquier urbe japonesa; cualquiera de Frank Gehry; el Centro Niemeyer de Avilés
Supongo que los tuyos son muy diferentes a estos, ¿no? Puedes compartirlos en los comentarios, seguro que nos ayuda en el próximo viaje