De todas las decisiones que he tomado en mi vida, la mejor fue aquella primera cita contigo.
(Bienvenido a casa -y otras formas de decirte que te quiero-)
“Deberías estar tranquila”, me dicen. “Esta no es la primera vez”, todo irá bien, insisten. Pero es imposible. No he dormido mucho más de cuatro horas y, durante ese breve rato, he soñado que solo se imprimian dos libros y con la portada mal, como si la ilustración se hubiera emborronado. Yo solo pensaba que cómo narices iba a decir que cancelábamos, que adiós, que había sido un placer imaginarnos el jueves por la tarde hablando sobre amor entre copas de vino. Suerte que ha sido una pesadilla. Suerte que ahora voy en el tren y que yo sepa todo va bien. Espero.
Este último año mi vida ha estado plagado de eso precisamente, de “todo irá bien” y de trenes. En mi pequeña maleta no cabe mucho que digamos, asi que el numerito de trastos a cuestas suele ser bueno. Maleta, mochila, bolso de mano y a veces hasta una bolsa extra, como hoy. Trenes. El primer culpable de tantos trenes fue mi primer libro, “Corazón de fondant”; el segundo, él.
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Yo, que vivía una vida tranquila sin viajes ni latidos. Una vida de chino para uno, de noches escribiendo, de tardes doblando ropa y cierres pensando… ¿qué estoy haciendo yo mal para que a todas mis compañeras las recoja un novio y yo me vuelva sola siempre? Yo, que contaba con mucha palabrería para los demás y muy poca para mí, que soñaba de puertas para fuera y en lo más profundo de mi interior, pensaba que no había esperanza, que las chicas como yo -románticas capullas- estábamos condenadas a no ser entendidas por nadie salvo por nosotras mismas. Yo, que me construí una jaula con miedos y fabriqué unas llaves hechas de letras para arreglar todo aquello. Yo, que buscando mi propio apaño acabé ayudando sin darme cuenta a otras personas que me leían. Yo, que buscaba un diario que no supe cómo acabar antes de convertirlo en libro.
Ahora, desde este tren que anuncia lluvia, mientras me dirijo hacia mi destino una vez más, solo me puedo acordar de aquella mañana. La mañana que decidí como sería y cómo se llamaría este libro.
Samantha Hammack
Él se acababa de marchar de mi casa, como muchos domingos por la mañana. Me llevé las manos a la cara. Me encanta hacerlo cuando se acaba de ir, porque todavía me huelen a él y le siento conmigo. Miré alrededor y lo sentí todo tan vacío que me helé de golpe. No era una sensación fea de soledad, en cambio, me di cuenta de que algunos vacíos no los genera la falta de compañía, como aquel que trata de ligar cada noche para no despertar solo al dia siguiente. Sentí, por contra, que aquello era más grande que nada de lo que había habitado mi corazón y mi casa nunca en toda mi vida. Que él era luz, magia, energía. Que con él todo, que quería que entrara por completo dentro de mi corazón y de mi casa, y que se quedara para siempre.
Y empecé a pensar en todo lo que él aún no conocía sobre mí, en todos los momentos en los que él no había llegado, en esas letras, en esos ratos, en la casa a la que os he invitado durante más de cuatro años a todos vosotros. Y pensé que no había mejor manera de decirle que ya no entendía mi pasado, mi presente y mi futuro sin él. Así que construí las partes que faltaban.
Y le di la bienvenida.
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M.