Y la cuestión es que ni siquiera me gusta especialmente la Navidad, pero el ambiente, ese aire cargado de energía empalagosa que trae, qué sé yo qué llevará consigo.
Me estoy ablandando. Y lo que antes me molestaba, ahora puede que ya no tanto. Intuyo que, todas esas cosas que en otro momento me crispaban, han quedado en el olvido, en el contenedor de los asuntos que ni me van ni me vienen, que me resbalan, que por mí, como si se les cae el cielo encima. Cuando entiendes que lo primero es la estabilidad de tu corazón y de tu alma, priorizas la calma. Un café contigo misma, unas risas, esa película que eliges adrede para quedarte dormida en el sofá, el capricho de un sushi eventual a domicilio, esos diez minutos de lectura en el metro… y, sobre todo, poder mirar en tu interior sintiendo que estás en paz con el mundo -y viceversa-. Puede que esa sensación dure unos minutos, incluso instantes, pero compensa cualquier época mala con creces.
Soy una blanda pero, al mismo tiempo, me siento más fuerte que nunca. Y es que cada vez tengo más claro que la fortaleza es cosa de sensibles, de todos esos que sabemos mirar con ternura y pedir ayuda si nos derrumbamos. De los que no nos avergonzamos reconociendo cuánto echamos de menos, cuánto queremos o cuánto podemos llegar a llorar una ausencia cuando nadie nos mira. No. No soy una blanda. Soy una valiente. Porque querer avanzar dejando de lado las memeces, los rencores y ser capaz de soltar para ser libre, es lo más difícil que he hecho en mi vida… y el acto más puro de amor propio que he sido capaz de llevar a cabo.
Y ahora, con la próxima década llamando a la puerta, no puedo dejar de pensar que justo este último año, este 2019 tan intenso que ya llega a su fin en pocas horas, ha sido el más significativo de mi vida.
El año de mis gatitos. Del tatuaje. Del flequillo horrible -y qué decir de las mechas-. De la vida sana -a ratos-. El año de las preguntas, del no entender -y las ganas de decir queyaestábien-, de tantas y tantas horas andando por andar, respirando por inercia, esperando como una tonta en una parada de metro cerrada por obras. El año del trabajo en remoto, de una vida como autónoma y de empezar de cero. Varias veces, siempre buscando mi sitio. El año de los viajes. Bratislava, Viena, Budapest, París, Nantes, Bali. Mi primer viaje sola. Mi primer viaje fuera de Europa. Mi primera vez siendo eso que tantos sueñan: nómada digital. Llegar tan lejos y sentirme tan en casa. El año en el que comprendí mis limitaciones y me agarré a lo que sí sé hacer, a lo que me hace feliz, a lo que -ya te digo yo como sí- me hará despegar de forma definitiva. Y, ay, El silencio de las flores. El 18 de diciembre nació mi tercer niño y, por el momento, solo me está dando alegrías. Ojalá os llene el alma del mismo modo que ha llenado la mía durante estos doce meses. Ojalá.
El año que empecé con Pilates, con Yoga, con la meditación -a ratitos, y tan necesaria- y con practicar eso que tantas veces me cuesta: seguir a mi intuición. El año de lo místico, de Mercurio retrógado, de quedarme con la boca abierta, de flipar en mayúsculas y de sentir en mi propio ser que, incluso en la imposibilidad, cabe un rayo de esperanza cuando el destino y el universo ponen de su parte. Pero, también, los nervios. Pero, también, los días grises, la incomprensión, el discutir, el tratar de introducirme en una cabeza y en un corazón cerrados con mil candados y con alarma de seguridad. Y destrozar mi propio razonamiento solo por lograr un discurso con coherencia, con algo de sentido y con algo de sensibilidad. Solo por probar.
Solo por palpar con las manos vacías de miedos y rencores algo que me deje en el lugar que merezco.
Un abrazo y mil perdones por las palabras arrancadas, por tanto callar, por tanto amor tirado en el suelo. Qué le vamos a hacer. Los recuerdos bonitos son incómodos y, cuando no se sujetan con el cariño que proporciona la valentía, acaban convirtiéndose en puro humo.
Algunas historias jamás deberían acabar siéndolo. Pero qué sabré yo de esto. Y qué sabrás tú.
Una década que se acaba. Cuántas cosas han pasado. Tres libros publicados. Una familia, un techo, unas amigas, nuevas personas que han marcado mi camino, un amor. Un crecimiento imparable que me deja nuevas sensaciones, nuevos aprendizajes y nuevas arrugas. Contar con los mismos de siempre -qué suerte-, tener salud -seguimos con la suerte- y contar siempre con una maleta llena de sueños, proyectos y letras. La Nochevieja siempre me mata un poco para obligarme a renacer con mucha más fuerza. Me pone sensible. Me hace temblar el pulso por esos mensajes que ya no mandaré. Y, sobre todo, por los que ya no recibiré. Siempre he pensado que estos días son para decir lo que siempre guardas y para estar con tus seres más queridos. De lo contrario, al menos para mí, no tiene ningún sentido. Pero qué sabré yo, si soy demasiado blanda.
¿Sabes? Las cosas nunca pasan por algo, sino para algo. Encuentra tu voz interna. Haz lo que más feliz te haga en la vida, porque solo hay una y se pasa demasiado rápido. Y, por favor, cuando encuentres algo que merezca la pena, algo que te manche los ojos con lágrimas de emoción, que te haga reír hasta en los peores momentos y te recuerde de qué va esto de vivir, no lo sueltes. Porque algunas cosas solo pasan una vez.
Os deseo un 2020 mágico, lleno de aventuras, locuras, risas y amor. De cenitas con vino. De pelis los domingos. De birras con las amigas. Os deseo salud. Y salud para los vuestros. Y viajes. Y que encontréis todo lo que andáis buscando.
Un beso enorme de todo corazón.
Se os quiere.