Afianzó su autoridad mediante la construcción del limes y de campamentos militares la ciudad de Roma, a través del catastro de los campos, pero sobre todo gracias a una notable red de vías que unía los centros urbanos en los que se apoyaba la administración. El urbanismo helénico sirvió de referencia para la fundación de nuevas ciudades, cuyos programas arquitectónicos similares difundían el discurso oficial de la romanización.
El centro de un plano en forma de tablero, el foro y las construcciones monumentales que lo rodeaban enmarcaban el espacio cívico: la curia, donde tenían su sede los magistrados locales, la basílica para la justicia, dedicado a Roma y al emperador el templo, y aquellos templos consagrados a los dioses tutelares locales. El arco de triunfo, la columna esculpida y la estatuaria política conmemoraban la potencia conquistadora y civilizadora. Las termas, lugares de higiene y esparcimiento deportivo y cultural, el teatro, el anfiteatro y el circo constituían otros espacios de socialización cuya construcción, como la de los acueductos y de las fuentes públicas, se financiaba a menudo con la contribución de las clases más acomodadas, que se imponía a las elites locales y de la que estas se enorgullecían. En Roma la vivienda reflejaba las desigualdades sociales: las amplias y lujosas mansiones de los notables, decoradas con frescos y mosaicos y edificadas en torno a patios y jardines, se oponían a las insulasmiserables.
Aunque la cultura griega fue adoptada en todas partes por las elites, el Imperio romano no fue sinónimo de uniformidad cultural. Pragmático, toleró e integró la diversidad de creencias y prácticas mientras estas no impugnaran el orden político. Lo demuestra el cosmopolitismo de Roma, inmensa capital donde las religiones orientales, incluido el cristianismo, multiplicaban a sus seguidores.
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