Recuérdame

Tengo muchos miedos. Me dan miedo los reptiles, los miradores (y los mirones), el desorden, los barcos y los patinetes. Me da miedo no estar a la altura, no perseguir mis sueños, no exprimir bien mi tiempo, creer que he perdido el móvil, no viajar tanto como quiero, olvidar los diálogos de La Bella y la Bestia, no asumir riesgos. Tengo un buen catálogo de miedos, sí. Me dan miedo las cucarachas, la comida caducada, que me echen droga en la bebida, sentirme insegura yendo sola por la calle de noche, perder las llaves, que me roben la cartera, tener un accidente con el coche. Me da miedo caerme delante de la gente (en sentido figurado y literal), las Montañas Rusas, los coches del terror, las bicis, los hospitales, las presentaciones vacías de gente, los exámenes sorpresa, el humo del tabaco, las películas de miedo que siento reales, el trap, Maluma, que me gusten los programas de DKiss y pensar qué haré con mi vida los lunes por la noche cuando Operación Triunfo acabe. Me da miedo que me salpique aceite hirviendo, cortarme con un folio, que estalle una tubería, que se vaya la luz (y que llegue la factura de la luz) que no me entre el corpiño de fallera este año tampoco, que se escondan monstruos bajo la cama, que se acaben las ideas, que te vayas algún día. No volver a París. Que algún día te desenamores de mi. O yo de ti.



Tengo muchos miedos, sí, pero no creo que supere a la media. Digamos que estoy hecha de ellos como cualquier otra persona. Y si de algo estoy segura es que la mayoría los compartimos todos o casi todos, pero sobre todo uno, el gran miedo, el inimitable, el protagonista de desvelos y pesadillas, el miedo más coñazo: el miedo a ser olvidados. El olvido es una enfermedad que duele más a quien la siente que a quien la sufre. Pero claro, tampoco generalizaré, puesto que existen muchos tipos de olvidos.

Está ese “¡Olvídame!” gritado desde las entrañas cuando nos enfadamos con alguien que nos importa mucho o que nos importa poco, pero que ¿cuándo es real? A veces sí, pero creo que en la mayoría de ocasiones suele ser más de boquilla que otra cosa. Por otro lado tenemos el olvido que alivia a la parte que olvida y a la parte olvidada, lo podemos denominar como el olvido de mutuo acuerdo. También hay olvidos sin querer, sin maldad, sin darnos cuenta. Son esos que nos alejan de amigos, conocidos, familiares, gente importante en nuestras vidas pero que, sin saber cómo ni por qué, vamos viendo menos cada año que pasa. Y a veces no es ni falta de tiempo ni de ganas, es algo que, sencillamente, no se puede explicar de otra forma que no sea con esta palabra: evolución. Es el olvido que no quieres sentir, el escalón de prioridades que nunca te hubiera gustado crear, la sensación que te quema por dentro pero que no sabes cómo arreglar.

Luego está el olvido doloroso. El teléfono que antes vibraba y que ya no suena. La cita que ya nunca es, el mensaje que ya nunca llega, la foto que ya nunca se hará. Ese amor que ya no quiere serlo, va dejando caer los pedazos de sus recuerdos y tú -inocentemente- los vas recogiendo esperando que, si los vuelves a plantar (al menos) en tu corazón, de alguna mágica forma acabarán dando sus frutos también en la otra persona. Pero no. Un recuerdo caído nunca se puede recoger del suelo. No se debe.



Y luego está ella. De todos los olvidos, el suyo lo denominaría como el del sprint final. Que sus ojos me confundan a veces, que sus oídos no reconozcan mi voz o sus manos no sepan que soy yo quien la está tocando, no significa más que me ha visto, me ha oído y me ha tocado desde que asomé la cabeza un veintiséis de enero. Que a veces se líe y crea que ha ido a China o que soy mi tía o mi hermana, no es más que una cruel consecuencia por haberle regalado la vida tantos años -o no, yo creo que es ella la que le ha regalado años a la vida-, por haber arañado tantos momentos, horas de luz, vasos de vino y gaseosa, paseos por el Jardín Botánico. Ojalá leyera la dedicatoria de mi libro o este post, pero entre que no sabe entrar en Internet, que ya no se ve bien para leer y que, aunque se lo lea alguien, la pobre está más sorda que una tapia, sé que no lo hará.

Tal vez tardé en expresarle lo mucho que la quiero hasta el punto en el que ya no lo entiende bien. Tal vez solo me quede ya sentarme, cogerle de la mano y repetirle varias veces que soy yo, hasta que caiga y me diga “Qué guapa estás, ¿y tu novio? Qué cara de buena persona que tiene, ojalá os vaya muy bien. Y cuidado al salir. Cuidado al subir y bajar de los autobuses. No te fíes de nadie hija, la gente es muy mala y tú muy bonica”. O tal vez sí lo sepa. Tal vez siempre lo haya sabido.

Solo espero que le siga regalando vida al tiempo y que dentro de ese incipiente olvido,

siempre me recuerde.



Tengo muchos miedos, sí, pero el peor de todos es perderte.

M.

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Etiquetas: Relatos

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