Paz y añejas sabinas en el pequeño desfiladero que el río Mataviejas abre entre Ura y Castroceniza
© Texto y fotografías: JAVIER PRIETO GALLEGO
Como dos guindas pinchadas en cada punta de un palillo retorcido. Así lucen dos minúsculas localidades de la ribera del Arlanza, Ura y Castroceniza. El palillo retorcido es el desfiladero que media entre ambas. Lo talla el río Mataviejas y recorrerlo es una delicia tan recomendable como degustar cada una de las dos guindas.
Para empezar, primero hay que llegarse hasta Puentedura, al borde de la carretera CL-110 que une Lerma y Covarrubias y del río Arlanza, junto al que se extiende esta población desde que un asentamiento romano decidió que el espacio que media entre el río Mataviejas – de nombre Ura, en su denominación medieval- y el Arlanza era buen sitio para quedarse. También para controlar el paso de la calzada romana que seguía el recorrido del Arlanza y de la que queda un notable resto algo más abajo, junto a la localidad de Tordómar. El caso es que hoy Puentedura presenta un buen rebufo de arquitecturas tradicionales dando cara al pequeño enredo de callejas que se desenvuelven en torno a la iglesia de La Asunción. Casi enfrente del templo se muestra una de las fachadas de sabor más puro, con planta baja de mampostería y dos pisos superiores compuestos con los típicos entramados de madera de sabina o enebro rellenos con adobes enlucidos con revoque blanco. Por algún tejado aún asoma la chimenea cónica recubierta de teja, seña de identidad etnográfica en esta zona de la provincia de Burgos. Uno de los tesoros patrimoniales de los que más presume Puentedura son las pinturas del siglo XV que adornan una de las paredes de la ermita de San Millán, en las que se representa la Última Cena. Por fuera este templo, posiblemente la construcción más antigua de la localidad, deja ver un ventanal gótico y varios canecillos de factura románica.
Para encarrilarse hacia el desfiladero del Mataviejas hay que partir de Ura en dirección a Tordueles. Una desviación a la izquierda, al cabo de las últimas casas, separa del curso del Arlanza para remontar el del Mataviejas hasta alcanzar Ura. En realidad –como se ha dicho- la localidad lleva el nombre medieval de este río que ahora parece haberse quedado con un mote tan contundente como carcelario. Sea como fuere, la aproximación a Ura es ya un anuncio claro de lo que está por venir. Más, a medida de que la amplia vega del inicio va ganado en estrecheces. Como el perfecto embudo orográfico que es, las paredes de conglomerados rocosos acotan con determinación los flancos del Mataviejas, retorciéndose en busca del camino más pendiente, hasta que, en una revuelta inesperada, aparece el desahogo sobre el que se desparrama la minúscula localidad de Ura. Apenas una calle y tres callejones que dan forma a una raspa de sardina.
Prueba de que pocas veces las cosas son como parecen, lo que menos parece esta pintoresca localidad ahora es la capital de un importante alfoz altomedieval, tal como fue en su momento, con ordeno y mando sobre un amplio territorio que incluía las actuales poblaciones Puentedura, Castroceniza y Retuerta. Pero dicen los que saben que este apartado rincón lleva habitado desde hace, al menos, 2.300 años. Así lo prueban restos hallados en la parte alta de los acantilados, donde anduvo situado un castro fortificado pertenecientes a la tribu de origen céltico de los turmogos, con buenas vistas, agua –abajo-, y paredes inexpugnables excepto para los buitres. Los romanos, que llegaron después, pusieron bastante empeño en pacificar –a su manera- todo este territorio, de importancia estratégica como corredor de comunicaciones entre distintos puntos de la Península. De momento, a los turmogos de Ura los obligaron a bajar de los cantiles para colocar su asentamiento junto a las orillas del Mataviejas. Al menos hasta el siglo V d.C., en que debieron de cambiar de opinión, devolviendo el emplazamiento a lo alto de los precipicios donde, seguro, se ofrecía una mejor defensa estratégica.
En el siglo IX se sabe de la existencia en este rellano natural, abrigado por las estrecheces del desfiladero, del cenobio femenino de San Mamés de Ura, que acabaría dando lugar al núcleo de población cuya importancia se iría desarrollando con el tiempo hasta ocupar la cabeza de su alfoz. Hoy es un nido de silencios que apenas aparece rasgado por el siseo que dejan tras de sí los buitres en sus constantes planeos. La iglesia, a la entrada de la población es un templo gótico rehecho sobre el anterior románico, del que destaca su pila bautismal.
EL PASEO
En los tiempos gloriosos de Ura también el desfiladero fue un pasillo natural muy frecuentado por quienes transitaban entre el valle del Arlanza, a este extremo, y el de Tabladillo, al otro. Hoy un senderín corre paralelo al río formando entre ambos un dúo de bucólicas melancolías serranas. Para tomarlo basta atravesar el pueblo por su única calle y torcer hacia la derecha al llegar al final. Unas desvaídas marcas de pintura amarilla y blanca pespuntean todo el recorrido hasta alcanzar, en un par de kilómetros que saben a bien poco, Castroceniza.
Aunque tampoco hacen ninguna falta. En este espectacular tramo de desfiladero no hay posibilidad de salirse del camino, como no sea trepando por las paredes, algo completamente prohibido durante la época en la que cría la abundante colonia de buitre leonado que tiene por aquí sus nidos. Este pasillo natural es pródigo, además de en acantilados, en riscos con formas caprichosas, covachas y repisas naturales. Su hermoso tapiz vegetal está formado, principalmente, por sabinas y enebros, amén de un puñado de nogales venerables que crecen junto a las orillas del río.
La llegada a Castroceniza se hace por una larga calle que es como un cementerio de corrales y pajares reventados por la explosión invisible del abandono. Sobre ella se alza la iglesia parroquial, hasta la que merece la pena subir aunque sólo sea para asomarse al balcón que es su atrio y contemplar desde allí un casco urbano al que tanto tejado vencido pone en evidencia una dificultosa prosperidad.
El regreso a Ura puede hacerse por lo alto del páramo y así atravesar, de paso, la densa mancha de encinas que ocupa el territorio de las alturas. El camino de Retuerta, que es el que asciende al páramo, arranca de la misma calle por donde se entró, entre el número 40 y una construcción nueva. Enseguida salva las ruinas de más casas caídas, pajares con las puertas numeradas y toma por compañera la línea de postes de la luz. De momento, basta seguir sus pasos hasta alcanzar lo alto del páramo. Y allí conectar con la pista que lo recorre torciendo con ellos hacia la izquierda. Es en la siguiente bifurcación cuando toca abandonar los cables para seguir de frente, en lugar de girar hacia la derecha. Tras pasar unos campos de labor e internarse de nuevo en las espesuras del encinar aparece un cruce de caminos donde toca girar de nuevo a la izquierda. Es el camino de bajada a Ura, señalizado también con pintura amarilla y blanca, que atraviesa el monte Majadal.
EN MARCHA. Para alcanzar Ura hay que llegar antes a Puentedura, muy cerca de Covarrubias, en la provincia de Burgos, y en la CL-110. A la salida de Puentedura en dirección a Tordueles aparece, a la izquierda, la carretera que acerca, en 4,5 km, hasta Ura.
EL PASEO. El desfiladero que media entre Ura y Castroceniza ronda los 2 km y se realiza en algo más de media hora. Para el regreso desde Castroceniza puede tomarse el camino de Retuerta, subir al páramo y descender por el Camino Bajo de Ura. De esta última forma se cierra un circuito total de 7 km que pueden hacerse en unas dos horas. No entraña dificultad pero no está señalizado como tal.
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