El joven llevaba unos vaqueros de color claro bastantes ajustados y mostraba su torso desnudo sin camisa.
Nada más verla, en su cara se dibujó una sonrisa picarona y la invitó a entrar.
La casa estaba llena de velas. La luz que desprendía aquellos minúsculos fuegos daban una calidez al espacio indescriptible.
Darío agarró el bolso de Sara, lo dejó en el perchero de la entrada y la agarró por la cintura invitándola a pasar.
- Ven, va a comenzar el anochecer, acompáñame.
- ¡Darío, tenemos que hablar! – exclamó la joven parándose en seco.
- Perfecto señorita. Hablaremos con la ciudad bajo nuestros pies. He preparado algo para ti.
Darío acompañó a la joven hasta el enorme ventanal que les separaba de la enorme urbe. Allí había colocado una manta en el suelo, con dos copas y una botella de vino. Darío invitó a Sara a sentarse para que disfrutara de las maravillosas vistas, y ofreció a la joven una copa de vino.
Una vez los dos sentados ante la majestuosidad de la estampa, el joven se acercó al cuello de Sara y alzando la copa de vino, le susurró.
- ¡brindemos por tu aroma, por tu piel, por tu silueta, por tu belleza, por ti, por mí, y por hacerte el amor en este atardecer una y otra vez! ¡Brindemos para poder escribir poesía cada noche en tu piel!
- Darío eres muy amable. Todo esto que ha pasado, ha sido único. Admito que hacía tiempo que alguien no me hacía sentir tan viva, con tantas ganas e intensidad. Que nadie me hacía arder en pasión de esta manera, te lo aseguro. Pero es una locura. Todo esto no lo veo nada ético, espero que lo entiendas. – casi sin respirar lo soltó de un plumazo Sara, para evitar que la interrumpiera.
- Belleza, te entiendo a la perfección. Pero recuerda que soy de los tuyos. Pero lo nuestro lo nuestro es único. Y no me cansaré de buscarte, de seguirte, porque ardes por mí, y yo ardo por ti. Y sabes al igual que yo, que esto no es casualidad. Desde el primer momento que te vi, sentí ese fuego en ti. Sentí como me deseabas, como me mirabas, al igual que yo por ti. Me atrapaste desde el primer segundo que sentí tu presencia en aquel feo lugar. Lo puedes llamar destino, azar, suerte o llamarlo como quieras, pero llegaste a mi vida y yo a la tuya, y no permitiré que te vayas, ni yo me pienso ir. No te pude quitar de mi mente desde ese mismo instante. Así que alza tu copa de vino, y brindemos por hacernos el amor hasta caer extasiados bajo la luna, hoy, mañana y siempre.
A Sara solo le dio tiempo de alzar su copa de vino y brindar, quedando muda por completo nuevamente ante aquel hombre que arrebataba su sentido común, cosa que la enfurecía por dentro, pero irremediablemente siempre accedía a sus propuestas magnéticas.
El joven la abrazó por la espalda y comenzó a mecerla entre sus brazos. El momento era mágico. Tenía a un hombre arrollador junto a ella, el sol se ponía entre los enormes edificios de la ciudad, las vistas eran maravillosas, y el vino tenía la temperatura perfecta para pasar una noche de sexo y desenfreno ¿Qué más podía pedir? ¿Por qué se auto castigaba, si no estaba haciendo nada malo? ¿Por qué se saboteaba su propia felicidad? Incesantes cuestionamientos rondaban por su mente. Así que decidió disfrutar el momento en silencio. Permitió sin censura y sin castigos internos, gozar de aquel momento.
Darío le besaba el cuello con ternura, a medida que le hablaba de la ciudad que tenían frente a sus ojos. Le contaba lugares y sitios exclusivos y únicos. Lugares donde se podían tomar una copa, o donde podrían salir a cenar. Planificando momentos para los dos, organizando un futuro juntos.
Sara no quería pensar en nada, solo dejarse llevar. Dejarse llevar por las palabras del joven, dejarse mimar, ya que no había tenido nunca suerte en el amor, porque se volcaba tanto en el trabajo, que era casi imposible mantener una relación. Pero allí estaba ella, disfrutando el momento.
Darío agarró la cabeza de la chica y comenzó a besarla con frenesí.
- ¡No puedo más! ¡Necesito estar dentro de ti! – exclamó el joven.
Darío agarró con fuerzas a Sara entre sus brazos, desnudándola por completo. El cuerpo de la joven se veía a través de la luz tenue de las velas. La recostó sobre la manta, apartando a un lado las copas de vino.
El ritual de besos comenzó por la frente, las mejillas, los labios. Deslizando sus besos hasta sus pequeños y turgentes pechos. Mordisqueando levemente los pezones de la joven. Continuó bajando con frenesí por su ombligo. Indagando el calor de su vientre. Ferozmente introdujo sus labios entre las piernas de Sara. La espalda automáticamente se curvó debido al placer que le producía el alegre juego que la lengua en su pubis. Un gemido fugaz se escapó de los labios de la chica, que se mantuvo inmóvil en la manta.
Darío paró por un segundo, y se incorporó para contemplar el cuerpo desnudo de la joven.
- ¡Eres preciosa, y te quiero para mí! – susurró el joven, a la vez que se desabrochaba sus ajustados vaqueros.
Sujetó a Sara y la volteó dejándola boca abajo sobre la manta. Frente tenía toda la ciudad ya completamente iluminada.
Darío se acostó sobre ella, acariciando por completo todo el cuerpo de la joven con su torso, con sus brazos, con las yemas de sus dedos. Comenzó a frotarse contra su espalda, a la vez que iba oliendo cada poro de su piel y besándola.
Lentamente introdujo su miembro rígido dentro de la joven. Abrazó con fuerza a Sara, quedándose quieto por unos segundos.
Sara podía sentir la respiración agitada en su cuello, podía sentir como su amante la deseaba. Ambos, boca abajo, cuerpo a cuerpo, disfrutaban de las vistas, de la noche y de sus cuerpos desnudos, unidos en cuerpo y alma.
El joven comenzó a sacudir su cuerpo dentro de Sara. Agitándose al compás de cada una de las penetraciones. Era la tormenta perfecta que azotaba con fuerza e ímpetu todo aquel fuego que manaban.
Los besos en la nuca de la joven, le hacía estremecerse por completo. Los jadeos de aquellos amantes comenzaban a aumentar. Era una sonata de placer, de gemidos sin medida, sin control.
Las yemas de los dedos del joven transitaban con soltura por la tez de la absorta joven.
Darío agarró con fuerza el pelo de la joven, justo en el momento que sus cuerpos se iban a dejar ir, que abandonaban por segundos la razón y explosionaban de gozo. Justo en el momento que un orgasmo se apoderó de los cuerpos ferozmente arrebatándoles la serenidad, dejándolos casi abrumados, recostados sobre aquella manta testigo de aquel furtivo encuentro.
Recuerda Cupidero que las pasiones son como los vientos, que son necesarios para dar movimiento a todo, aunque a menudo sean causa de huracanes.
LES QUIERO CON MUCHO HUMOR
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