Año 70 d.C.
Athortuk, arquitecto real, se encontraba sentado, pensativo, perdido en aquel laberinto de roca; su mirada fija ante la maravilla esculpida en roca del Kazneh, admirando su elegancia, su perfección, el perfecto recorte que cada una de sus líneas tallaba sobre la montaña. Aquel paseo matinal, rodeado del polvo rojizo de las calles de su ciudad, Petra, le había sentado bien para despejarse de tantos problemas como se le avecinaban. En su cabeza bullían mil ideas para dejar una huella en el futuro de aquella magna ciudad; templos, monasterios, casas…. necesitaba plasmarlas en los papiros y que le dejaran llevarlas a la realidad.
Allí, sentado, justo a la entrada del desfiladero del Siq, miraba y miraba absorto aquél magnífico pórtico que les había dejado su anterior Rey, Aretas IV, muerto 30 años antes. Ojalá, hubiera podido vivir aquellos años de esplendor del reino nabateo. Ojalá hubiera podido sentir lo que sintieron aquellos arquitectos, capaces de plasmar tanto sentimiento y tanta grandeza en una montaña. Pero ahora, su Rey, Malicos II, ya no continuaba con esa inmensa labor. Petra había empezado a perder todo el esplendor del que había gozado tanto durante el reinado anterior, entre el 9 a.C. y el 40 d.C., como anteriormente, cuando en el año 93 a.C. los ejércitos judíos de Alejandro Janneo fueron derrotados por Obodas I. Su expansión hacia Damasco permitió que los helenos dieran las ideas suficientes como para empezar a construir aquellas maravillas naturales. La riqueza se apoderó de la provincia, que se convirtió en un centro importante del comercio oriental de especias, y todo ello, contribuyó a que se desarrollaran las artes entre los nabateos.
Curiosamente, se encontraba allí sentado, como casi cada día, cuando un soldado se le acercó:
“Athortuk”, le llamó. “el rey, el gran Malicos II, te llama a su presencia”. El arquitecto le miró cansado, y sin decir nada, cogió sus papiros, se levantó y se dirigió a palacio. Frente a su Rey, recibió la noticia que prácticamente acabó (o al menos eso pensaba él) con todos sus sueños.
“Athortuk”, le dijo el Rey. “Olvidate de tanta dibujo y tanto plano. Las tropas sirias están ya cerca de la ciudad. No aguantaremos mucho más y pronto pasaremos a ser una nueva provincia romana, dominada por el legado sirio del emperador Trajano”. Al acabar la reunión, el arquitecto lloró como un niño en sus aposentos… tanta grandeza perdida, tantos sueños rotos…
Año 106 d.C.
Poco podía imaginarse Athortuk unos años atrás que la legación romana pudiera aportar a su reino nabateo tanta riqueza cultural. Petraea, convertida en provincia romana de Arabia, conoció en esta época su mayor explosión en cuanto a construcción. La presencia de ciudadanos romanos en sus calles, permitió que se intentara hacer una ciudad a la imagen de la gran metrópoli romana. Las viviendas con forma de gruta, talladas en piedra unos años antes, dieron pasos a más templos y monasterios. Templos con fachadas de más de 30 metros de altura, columnas y cariátides de tipo romano, y sin perder su carácter general helénico, que fueron esculpidas directamente en la roca, de arriba abajo, tal y como se hiciera en otros templos como Abu Simbel, en Egipto.
Y así, Athortuk vio sus sueños hecho realidad, y Petra se hizo famosa en el mundo entero, por los siglos de los siglos.
Año 1812 d.C.
“Capitán, capitán”, gritó uno de los que trabajaban en la excavación. “Parece que hemos encontrado algo”. Allí tras aquella inmensa mole de montaña, se ocultaba, majestuoso, un enorme desfiladero de roca multicolor; pasillo que entre riscos dejaba oculto la ciudad largamente buscada.
Nervioso, Johann Ludwig Borckhardt, cogió su caballo y se adentró en aquel enorme entrante. Quedó maravillado ante las distintas tonalidades que alcanzaban las rocas de las verticales paredes que se alzaban sobre su cabeza. Los rayos de sol que entraban creaban un sinfín de colores en ellas, desde el rojizo al grisáceo, pasando por amarillos y rosas. Nunca había visto algo similar. Era como tener ante los ojos un arco iris en piedra. Le impresionó su altura, su estrechez por tramos; paredes de casi 200 metros de altura, y una longitud de casi 1 km. Pero era la única entrada posible a esa ciudad tantos siglos buscada. El camino se hizo largo; no podía evitar el pararse cada pocos metros y observar atentamente sus dibujos; así pudo encontrar en sus paredes relieves de hombres, de arcos, de camellos, así como pequeñas cuevas que daban pie a hacer volar la imaginación. Con cada cueva pensaba “ya la exploraremos”. El corazón casi galopaba más que su propio caballo; ya podía sentirlo latir dentro del pecho; por momentos casi saltándosele las lágrimas en los ojos ante tamaña belleza; y poco a poco se fue acercando al final del desfiladero. Pocos metros antes, en la última curva, cerró los ojos e hizo el último tramo así… para recibir aquella impresión de encontrar perfilado entre la estrechez de aquellas paredes, el dibujo del Kazneh, el famoso Tesoro de Petra. Cuando los abrió, el efecto fue inmediato. Quedó boquiabierto, sin palabras, quieto, paralizado. Hubiera deseado estar allí todo el tiempo necesario para saborear aquel breve momento, pero sus mismos pies se negaban a estar parado, tal era la ansiedad por tocar aquella maravilla. Y así, bajo aquellas inmensas columnas de su pórtico, su mente viajó hasta el momento de la creación de aquella mágica ciudad, en el siglo III a.C en que fue nombrada capital de los nabateos. Sus pasos lo llevaron por todo aquel desierto entre montañas, apenas sin saber lo que hacía, sin sentir sus pies ni el movimiento a su alrededor; sus ojos desfilaban alegres por todo el conjunto arquitectónico de la ciudad: el Teatro, la Tumba del Obelisco; el Templo de los Leones Alados; el Mausoleo de Sextus Florentius y, finalmente, y sobre todo, el conocido como “Monasterio”, el Deir, con una fachada altísima de dos pisos, y unas columnas corintias que dejaban entre ellas tres calles.
Era la culminación de un sueño; del trabajo de toda una vida; un éxito que le dejaría para la historia como el descubridor de la ciudad nabatea de Petra.
Año 1997 d.C.
Tras alojarnos en el hotel Alia Gateway, en el mismo aeropuerto Reina Aliya, de Ammán, nos dirigimos a la capital jordana. Sólo teníamos tiempo para una breve visita, pero queríamos saborear el ambiente de sus calles y captar las diferencias entre este país árabe y el Nepal y la India que acabábamos de dejar atrás. La primera gran diferencia, la pudimos apreciar nada más entrar en la ciudad. Los barrios adyacentes a la ciudad, en las afueras, son avenidas con grandes palacios y lujosos coches aparcados en la puerta. El poder del petróleo sin duda alguna. Y eso se notaba. El choque fue importante; venir de aquella inmensa pobreza para encontrarnos con estas casas y este lujo oriental; pero una vez que fuimos adentrándonos en la ciudad, volvimos a la realidad de esta cultura. La ciudad, su parte principal, si bien no es tan pobre como Delhi o Katmandú, no deja de ser una ciudad antigua, mal cuidada, y pobre. Su imagen, nada mas entrar en ella, me trajo a la mente la de Jerusalem que algunas veces hemos visto por la TV. Construida a las faldas de siete colinas, sus calles son un continuo subir y bajar,, que va a dejando a sus lados casas de muy baja calidad. El color terrizo es el que prima sobre todos, y tan sólo puede librarse de esa sensación de descuido sus mezquitas, coloridas y limpias, y pro supuesto, el Gran Palacio Real.
Tras visitar la capital, al fin llegó el momento deseado de coger los jeeps y atravesar el desierto para adentrarnos en el misterio de la Historia de Petra. El recorrido no era largo, 30 kms., pero fue largo y cansado, casi dos horas y media, en los cuales tuvimos la oportunidad de saborear lo que es atravesar auténticos mares de arena, sin otra visión al horizonte más que el marrón del desierto… era la imagen perfecta de aquél Lawrence de Arabia, recortado en el horizonte, montado en camello, que durante varios minutos se va acercando entre el vapor que desprende las arenas del desierto…. Al fin, cuando ya los cuerpos empezaban a resentirse de un camino tan incómodo y por supuesto de la estrechez del jeep, vimos recortadas al fondo las montañas donde dicen que yacen los restos de Aarón, el hermano de Moisés. Y a sus faldas, la pequeña población de Wadi Rum, que sin duda alguna, debe su riqueza al turismo que les llega, pues prácticamente allí sólo hay restaurantes, tiendas, vendedores callejeros y los que te alquilan camellos y caballos para acercarte hasta el desfiladero del Siq.
Como Indiana Jones en la última Cruzada no pude menos que coger mi caballo, acariciarlo y susurrarle al oído que me llevara hasta el Tesoro….
Año 2.006 d.C
Permitidme la licencia de haber adornado la historia de la ciudad de Petra con la aparición de Athortuk, el arquitecto real, el cual no existió lógicamente. A través de su figura y posteriormente del descubridor de la ciudad, Burckhardt, os he descrito no sólo los principales acontecimientos históricos de esta bella ciudad nabatea, sino también todas las sensaciones que pude tener a medida que me iba adentrando en aquel misterioso lugar. El haberlo hecho así no es, sino porque la primera sensación que tuve nada más entrar en el desfiladero, fue como si una máquina del tiempo me hubiera trasladado a aquélla época. En mi interior pude ver cómo trabajaban duramente por construir aquella hermosura; por hacer llegar el agua a una ciudad perdida en el desierto; pude vivir en un momento las luchas por el control de una ciudad que dominaba el comercio de especias y piedras preciosas en la zona… a veces es bonito vivir en sueños…
DAMADENEGRO2009
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