La tormenta eterna

En Internet se puede encontrar de todo, desde tutoriales para aprender a hacerte una trenza hasta consejos para copiar y que no te pillen, pasando por las mismas noticias repetidas una y otra vez con distintos titulares y un sinfín de información vacía de importancia y llena de clics. Cuando digo que en la red hay de todo, digo de todo -ya lo sabéis de sobra- y en este tiempo sin escribir, no creáis que he estado desaparecida de brazos cruzados, qué va. He seguido aquí, al otro lado, pero solo leyendo, mirando, pensando. Buscando las palabras buenas, tratando de reencontrarme tras sentir un extraño parón y una posterior evolución que no me permitía abrir la boca ni mover las manos, solo interiorizarla hasta que la he creído lo suficientemente madura como para expulsarla.

He estado leyendo, sí. He leído que encontraron a Espinete en un vertedero, que existe la lava azul y unos árboles que parecen capullos porque están cubiertos de gigantescas telarañas. Me he enterado de cómo Quino dibujó a Mafalda por primera vez y me estoy pidiendo sitio en Marte, a ver si ahí sale más barato pillarse un piso. También he leído que un señor va cada día a la playa, con un retrato de su difunta esposa, a sentarse al mismo banco, mirando al mar, para que ella pueda ver el horizonte azul junto a él.  Y ojo al dato -no estoy segura de que sea fiable la fuente, ya aviso- se comenta en los listados de curiosidades sobre la Torre Eiffel que hace así como bastantes años, una mujer que trataba de suicidarse lanzándose desde la primera planta del famoso monumento, aterrizó sobre el coche de quien iba a acabar siendo su marido. Bodorrio. Así, sin más. Qué cosas. Yo, personalmente, prefiero no hacerme muchas preguntas ante situaciones tan fantasiosas y surrealistas-, simplemente, las doy por buenas y me digo que sea como sea, la magia ha de existir.



Esta mañana, leyendo a Cortázar por trabajo, me he quedado con una de sus citas, una de las más especiales para mí y que hacía mucho que no leía…

“Las palabras nunca alcanzan cuando lo que hay que decir desborda el alma”.

Entonces, sin saber cómo, y con el alma un poco desbordada tal vez, he recordado otro de esos temas de los que me he enterado últimamente y que da título a este post: La tormenta eterna. Resulta que en Venezuela, en la cuenca del lago Maracaibo, se produce un fenómeno llamado “El Relámpago del Catatumbo” que se puede observar de abril a noviembre a partir de las 20:00h hasta la madrugada, durante 240 noches al año. Este fenómeno se caracteriza por la aparición de una serie de relámpagos de manera casi continua, dice Wikipedia. Yo solo pensé “flipas“, pero pronunciado así: “fliiiiiiiiiiiiiiiiiiiipas“. Y claro, como imaginaréis, le vi enseguida el lado poético a la situación y a la forma coloquial de denominarla, “la tormenta eterna”. 

A casi todos nos gustan las tormentas pero ¿qué pasaría si duraran eternamente? ¿Qué pasaría si la belleza efímera de una tarde de verano pasara a ser rutina y hastío diario? No sé vosotros, pero yo acabaría hasta las narices.  Sin embargo, y a pesar de esta sensación, ante el pesimismo general respecto a la durabilidad de relaciones, sentimientos o fenómenos, este tema me lleva a esbozar una leve sonrisa, y con un “¿y ahora qué me decís sobre la eternidad, eh?” dibujado en la mirada, me reafirmo en mis ideas y en que la verdadera locura de nuestra generación es la de no creer en nada.

Típico: “No, yo es que no creo en el amor”. Bahh. A ver si el amor va a ser el que va a dejar de creer en ti, flipad@.



Tal vez, por estadística o por yo que sé, haya pocas cosas que duren tanto como las tormentas en el lago Maracaibo. Tal vez sea una ilusa. Tal vez sea la única persona del mundo que se encarga de recopilar noticias para sentir que la vida sigue siendo tan especial como Amor papaya en invierno, de Carlos Sadness. 

Tal vez busco razones donde otros solo ven titulares o motivos donde otros giran la mirada hacia el próximo estímulo. Será que he crecido sintiendo que nada es nunca lo que parece pero siempre acaba siendo lo que el corazón nos dice que es. Que las palabras, al final, solo sirven para que no muera una noticia, un caso o las vidas de personajes célebres, pero lo único que de verdad hace inmortal nuestra historia personal es todo aquello que nunca jamás escribiríamos. Y es que ya lo dice Julio, las cosas que desbordan el alma… no se miden con letras. 

Y sí, hay cosas eternas, ya sean estos relámpagos, la escarcha de la nevera, los mosquitos en verano o la excusa diaria para no hacer ejercicio. No me hace falta mucho más para decir que yo creo en la eternidad. ¿Sabes? La tenemos a diario muy cerquita constituida por pequeñas eternidades. Se quedan sentadas, sin hacer mucho ruido. Yo las distingo en cada rasgo de tu cara, en las manos de mi madre, en las voces de mis sobrinos y en las miradas de mi hermana. Las distingo cada viernes, en cada tren. Las tengo en cada concierto en el que grito hasta quedarme afónica, en cada regalo que hago, en cada texto que escribo, en cada viaje que sé que haré contigo. Las escucho en cada canción de Sidonie. 

Maravillosas eternidades.

Benditas tormentas.



Tal vez nunca te vuelva a dedicar un libro, pero las palabras que no sepa cómo expresar construirán el paraguas con el que te protegeré de todas las tempestades.

Por eternas que sean.

Fuente: este post proviene de La chica de los jueves, donde puedes consultar el contenido original.
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Etiquetas: Relatos

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