¿CUÁNTO NOS COBRAS POR LLEVARNOS A KOH CHANG?
Aquella era la pequeña isla que habíamos elegido para pasar unos días en la playa. No queríamos oír hablar de Phuket ni del resto de lugares del sur de Tailandia, donde se concentra el turismo que, digamos, no va con nosotros. Así que pusimos el ojo en aquella isla con forma de culo de elefante eso es, al menos, lo que significa Koh Chang e iniciamos una nueva negociación para emprender la marcha cuanto antes. Cerramos un precio, acordamos con el taxista que él mismo nos recogería en Koh Chang para llevarnos al próximo destino (te adelanto que será Siem Reap, la ciudad de Angkor Wat) y echamos los bultos al maletero. Nos esperaban 300 kilómetros y cuatro horas de trayecto. Aquello prometía.
DE BANGKOK A KOH CHANG EN TAXI
De pequeño, hacer 300 kilómetros por carretera para ir a la playa era peor que soportar una clase de matemáticas. Por más que te esperaran el mar y las vacaciones, aquello se hacía interminable. En Tailandia, sin embargo, si das con el taxista adecuado, la experiencia supera a lanzarse en paracaídas o hacer puenting. Es, cuanto menos, excitante. Aquel simpático conductor no sólo iba rápido, sino que disfrutaba especialmente con los adelantamientos. Si el taxista en cuestión hubiera vivido en la España de los 80, en aquellos años del 124 con las ventanillas bajadas, el cassette a todo volumen, los chiquillos peleándose en el asiento de atrás y la necesidad imperiosa de reducir a tercera para coger reprix y rebasar así a los trailers que se sucedían en la Nacional, su vida hubiera sido de color de rosa. Así lo imaginaba yo mientras devorábamos kilómetros en aquella carretera tailandesa, entre risas nerviosas y miradas lánguidas por la ventanilla. Así transcurrió nuestro viaje rumbo al ferry de Koh Chang, donde nos disponíamos a dar el salto a nuestro pequeño paraíso.
EXPEDICIÓN POR LA PLAYA EN BUSCA DEL HOTEL
El trayecto no tuvo más misterio. Cincuenta apacibles minutos antes de afrontar el siguiente reto: la elección del hotel donde pasaríamos las próximas ocho noches. No teníamos reserva, ni siquiera habíamos curioseado el tipo de alojamientos que nos encontraríamos, así que nuestra estrategia fue la siguiente: cogimos un minibús hasta la zona de los resorts y, una vez allí, nos cargamos el petate a la espalda y empezamos a andar por la playa preguntando precios en los hoteles que nos llamaban la atención. Así lo hicimos hasta que dimos con el nuestro, KB Resort, un completo de cabañas a pie de playa bien disimulado entre palmeras y demás vegetación. Reservamos una habitación triple junto a la piscina, donde un camino conducía directamente al mar. A su lado se encontraba el restaurante, sobre la arena. Allí nos quedamos, al módico precio de 19 por persona y noche. Una gran elección.
Nuestra vida fue apacible en aquel lugar. Te lo puedes imaginar: zumos naturales, playa, masaje, lectura, masaje, piscina, masaje… Alternábamos sin descanso este tipo de actividades aunque, ojo, también recorrimos la isla. Alquilamos un par de motos para salir de aquella rutina —lo hicimos en un negocio que hay justo enfrente de la entrada al hotel—. Y descubrimos un lugar maravilloso de playas paradisíacas, chiringuitos de troncos sobre el agua, un pueblo construido encima del mar y suficientes lugares para salir a cenar y tomarse algo antes de dormir.
CENA Y FÚTBOL EN LA PLAYA
Recuerdo especialmente una cena en la playa: una mesa iluminada por una bombilla colgada de un árbol —nada de una guirnalda de revista fashion de moda—; a nuestro lado, una barbacoa de donde salían vieiras, camarones y demás productos a los que yo no era muy asiduo, la verdad. Reconozco haber olvidado el menú; también lo que costó (mucho menos que una cena en España, desde luego), pero siempre recordaré aquella escena, a la que trato de volver con cierta frecuencia. Diría que pienso en ella más de lo que miro el imán que traje para la nevera. Tampoco olvidaré el partido de fútbol que jugamos después, mezclándonos con gente de allí, en el que perdimos las llaves de una de las motos. Un pequeño drama pero, ¿a quién le importó? Sin darnos cuenta, habíamos sufrido una ligera transformación. Decidimos dejarnos llevar, jugar a no tener obligaciones y, si acaso, alguna responsabilidad. Pero, de alguna forma, nos habíamos trasladado a la infancia. Para eso viajamos, pensé: para sumergirnos en todo lo que anhelamos.
UN DECEPCIONANTE BUCEO EN KAO BANG
Hablando de sumergirse, aproveché el exótico entorno en el que me encontraba para hacer un par de inmersiones en un centro de buceo de Bang Bao, el pueblecito construido sobre el agua que mencioné antes y que, por supuesto, te recomiendo visitar si vas a Koh Chang. Sin embargo, la experiencia no fue buena. Elegimos un día de mala mar, el agua estaba muy removida y apenas vi nada. Al igual que recuerdo cada detalle de aquella cena en la penumbra de una bombilla y el sonido de las olas, de los 45′ de la inmersiones sólo conservo recuerdos marrones entrevelados y fango. Una pena. Los que hicieron snorkel disfrutaron más que yo. En el trayecto de regreso a Bang Bao me dio por pensar.
En un sitio como aquel apenas sientes nostalgia del hogar. Echas de menos el jamón, eso es cierto, y quizá algún surtidor de gasolina que supla las botellas a 40 bahts el litro que te dejan un apestoso olor a combustible, pero no es fácil renunciar a ciertas cosas: el sosiego, las sonrisas, la amabilidad desinteresada, los colores, el atardecer… Como dice Paul Theroux, “entre las razones ocultas para viajar, una de las principales tal vez sea encontrar escenarios que valgan de ejemplo para los que albergaron nuestras mayores alegrías. La búsqueda de versiones idealizadas del hogar: en realidad, la búsqueda del recuerdo perfecto”, (Fresh Air Fiend). Koh Chang era una buena idealización del hogar perfecto, pero había ponerse en camino. Nos esperaba un lugar mágico, posiblemente el más asombroso al que he viajado. Y el trayecto es digno de contar.