Es impresionante verla desde lejos, casi tanto como tocarla cuando has llegado a la cima de la roca donde se asienta. Impresiona imaginarla en su época de esplendor, cuando sus recias y fuertes paredes no dejaban pasar el viento ni la lluvia, como ahora, sino que daban cobijo a sus habitantes y serenidad a sus peregrinos.
Dejemos nuestro vehículo al pie del promontorio y subamos la pequeña cuesta que lleva a la entrada. Pasemos por recepción y de golpe nos encontraremos de vuelta al pasado, en la sala del Coro que nos muestra orgullosa un pequeño museo con la consabida cruz de San Patricio en cuya base juraban su mandato los reyes de Munster (la original salvada de la humedad irlandesa ya que su lugar en la explanada lo ocupa hoy una copia), bajorrelieves medievales y una muestra de la riqueza de los ornamentos litúrgicos que se han conservado y salvado del paso del tiempo. Un poco más adelante encontramos una reproducción de varias estancias medievales, que pretenden y consiguen ambientarnos en la época de gloria de la fortaleza.
Pero para ver lo mejor hay que salir fuera, al corazón de la montaña, a la llanura pétrea donde se levanta la majestuosa catedral. Casi comida por las ávidas mandíbulas de las centurias, sigue acogiendo en cristiana sepultura a varios obispos, arzobispos y nobles del condado, rodeados por relieves y restos de esculturas de apóstoles, santos y animales del Apocalipsis. Los muros son gruesos y fuertes, desafiantes a los elementos y preservadores de historia.
A su lado se levanta la preciosa joya que es la King Cormacs Chapel, una capilla independiente que es orgullo del románico irlandés, repleta de relieves ornamentales y sobre todo unos frescos que representan la Natividad y que están siendo objeto de una urgente y necesaria restauración.
Alrededor del conjunto, y para completarlo una torre redonda, casi milenaria, con sus 28 metros de altura, es la construcción más antigua de La Roca, y podrá decirse que todo lo demás surgió a partir de ella. Decenas de tumbas, losas sepulcrales, pequeños panteones y cruces celtas pueblan el verde césped que pretende suavizar el adusto color de las piedras centenarias que forman la Roca de San Patricio.
Abadía de Hore, el hogar de los monjes de Mellifont
¡Vaya historia extraña la de esta abadía! Al parecer esta pequeña copia de la Roca de Cashel, fue propiedad de los monjes benedictinos, pero fue entregada a los monjes cistercienses de Mellifont Abbey en 1272 por David McCarvill, Arzobispo de Cashel, ya que una noche de tormenta soñó que los benedictinos se conjuraban para asesinarlo.
Así que los puso de patitas en la calle y se trajo a los cistercienses, que le eran más simpáticos. Dotó a la abadía generosamente con tierra, fábricas y otros edificios que hasta ese momento pertenecían a la ciudad, lo que hizo que sus habitantes se pusieran en su contra y en la de los monjes.
Por ello la abadía nunca pudo prosperar y fue abandonada. Los lugareños no comerciaban con los usurpadores y mucho menos asistían a sus oficios ni rezaban en su iglesia. Los monjes tuvieron que irse con sus ínfulas a otra parte y dejar atrás las magníficas posesiones que un día les regaló el obispo.
Hoy solo quedan en pie los muros y muy poca techunbre. los restos de una torre campanario y la esquina de lo que una vez fue un espléndido claustro. Rodeando este esqueleto se encuentran las enormes tierras que un día pertenecieron a los monjes grises de Mellifont.
Reginald Tower, los cimientos vikingos
Es curioso encontrarse casi de frente con esta torre al pasear por la ribera del río Suir, rodeada de una mezcla ecléctica de edificios de varias épocas y estilos. Para la torre, edificada en el siglo XII, para sustituir a una antigua torre de vigilancia vikinga, debe haber sido extraño ver cómo pasaba el tiempo y las modas y los usos iban cambiando, las casas de madera y piedra convirtiéndose en estructuras de cemento y cristal, los carros de caballos en automóviles, bicicletas y motos, Extraño y difícil.
Porque mientras todo ésto ocurría, ella permanecía aislada pero al tiempo unida a todos los cambios que sufría Waterford, sabedora que su piedra y su historia la mantenían a salvo de esa vorágine transformadora que envolvía a la ciudad.
Mientras tanto por dentro guardaba sus secretos y sus tesoros, y ello la hizo convertirse en el Museo oficial de la ciudad. Hoy en día, la que fuera la parte más importante de la muralla defensiva de la ciudad en la época anglonormanda, custodia los valiosos estatutos de la ciudad, como el Charter Roll concedido por Ricardo II o el Liber Antiquisimus del siglo XV.
Aparte nos ofrece una muestra muy valiosa de joyas, armas y objetos vikingos, aparte de una proyección sobre la formación de la ciudad. Sin duda un imprescindible del Waterford vikingo
Waterford, el corazón vikingo del sur.
Port Láirge, como se llama en gaélico, fue y es una ciudad vital, dinámica, inquieta en cultura y en industria, emprendedora y aventurera, como lo fueron los vikingos que la fundaron a la orilla del Suir allá por el siglo IX. Conquistada por los ingleses un siglo después y sabedores de su importancia estratégica y comercial, regalaron abundancia y prosperidad a la ciudad, con una fábrica de moneda y mucho más adelante con otra de cristal que la han mantenido en lo más alto de las ciudades del sur de Irlanda.
La cultura floreció gracias a los contactos comerciales con los ingleses, que en esa época estaban bien vistos por las riquezas que traían a la ciudad, y de ella salieron bravos marineros que fundaron colonias en Terranova.
Pasear hoy por la ciudad nos da una idea de la grandeza de aquellos tiempos, sobre todo cuando nos acercamos a admirar los restos de la French Church, una abadía franciscana de la que sólo quedan las paredes y las ventanas, o la Catedral de Christchurch, levantada sobre una catedral gótica que a su vez sustituía a una iglesia vikinga.
Hacia la costa encontramos barrios de gran sabor marinero e incluso un monumento a los habitantes de Waterford que murieron valerosamente en la Primera Guerra Mundial.