Su mente, embotada por la presión, divagó sobre lo vivido en los últimos meses. La primera visión de aquel divino planeta, ubicado muy cerca del sol, fue apabullante. El grupo, del que formaba parte, llevaba el traje de supervivencia bien ajustado sobre su propia dermis, precauciones necesarias para visitarlo y no correr riesgos. Eran una docena, más que suficientes para divertirse y pasar desapercibidos entre los foráneos.
La oscuridad lo llenaba todo, apenas rota por unas pulsaciones titilantes que provenían del espacio. El silencio dolía en los pabellones auditivos, casi violentamente. El aroma desconocido penetraba a través de los filtros y se procesaba en su cerebro como algo delicioso. Aquel rincón se asemejaba a un campo de siembra en el que se arracimaban los más exquisitos manjares. Había oído hablar de este viaje hacía décadas. Formaba parte de su sueño más deseado: cada jornada se veía a sí mismo en aquel lugar placentero, una tierra prometida de comida sin fin. Oyó a sus compañeros cómo sacaban las pequeñas excavadoras y se ponían manos a la obra. Debían cosechar, cuanta más comida, mejor.
La maquinaria que acarreaban, dragas no más grandes que una mano, eran ligeras y apenas audibles. El problema podría presentarse no obstante, sus ondas intracraneales, excitadas en demasía, al pisar el planeta, emitían pequeños estallidos de placer, si sus devaneos energéticos eran interceptados por criaturas peligrosas. No podían evitar este contratiempo, constituía su instinto incontrolable, igual que respirar o comer.
Escuchó el ruido de las mandíbulas machacando aquel suculento manjar. Les habían informado que aquellos nidos de comida abundaban en el planeta del agua, y que los recolectores tardarían cientos de años en acabar con sus existencias. Un dato interesante para la subsistencia de los de su raza. Desenterró con cuidado las golosinas. Algunas estaban colocadas a gran profundidad. En la mayoría de los casos éstas se hallaban ya peladas, con lo que resultaba fácil y rápido llenarse las dos bocas con tan suculento comestible.
El grupo devastó el lugar. Las bolsas se habían llenado hasta los topes e incluso, algunas de ellas, de tan rebosantes como iban, perdían pequeñas porciones reflectantes de manjar. Recordaba con claridad cómo la nave los había recogido de inmediato y poco después los había trasladado a otro caladero, algo más pequeño. La primera noche resultó muy provechosa, la segunda también, pero a partir de la tercera, el asunto cambió. Según volaban sobre zonas más cálidas, la luminosidad aumentaba y resultó imposible ponerse a recolectar sin que algunos focos de luz, surgidos entre las sombras, les persiguieran hasta la misma entrada de la nave. Ciertamente ésta no fue descubierta, resultaba indetectable para los órganos perceptores de las criaturas que allí habitaban. Antes que sus potentes luces, a las criaturas les delataban sus deliciosos olores, tan suculentos, muy parecidos en su composición a las golosinas que buscaban con tanto ahínco.
Dentro de la nave, los compradores de mercancías subastaban lo recolectado. Él se sintió feliz por sacar un importante beneficio. Aún pudo guardar un poco de aquello para llevar al hogar. El color rojo de su medidor de riqueza denotaba el cambio drástico de su suerte, habitualmente varado en el blanco. Se durmió al viajar mucho más rápido que la luz.
Oyó la voz de la azafata pronunciando su parada. Se preparó para la descompresión. Observó por la ventanilla el azul pálido de Urano. Se quitó el disfraz y su cuerpo se expandió cuadruplicando su tamaño inicial. Agarró su bolsa de golosinas y corrió apresuradamente, tan rápido que algunas de ellas quedaron varadas en la rampa de llegadas. Al fin estaba en casa.
El calcio de los huesos diminutos, olvidados en el suelo de la zona de llegadas, aumentó su fulgor salpicando la oscuridad con apetitosos efluvios de estrellas fugaces.