Aferrado a una roca filosa, sus manos sangraban, no conocía esas tierras, unos arbustos frondosos lo habían engañado, al tratar de cruzarlos cayó al vacío. Unas horas de sufriente eternidad y, por fin, una soga gruesa, rasposa, le rodeaba los brazos.
La mujer ató la soga vieja a un árbol, amarrada de la cintura, usó lo que restaba de la cuerda para sacar al hombre herido. No fue fácil, varias veces estuvieron a punto de caer los dos y quedar colgados de la misma soga en ese abismo de pesadilla. Llenos de tierra, casi desmayados, a salvo, se reponían.
Su cabellera abundante se sumergió en el arroyo, bebía con desesperación, esa sed pendiente la había torturado por varias horas; el hombre sentado a la orilla del arroyo, acurrucado a un árbol, consolado por el temblor de las palabras y manos que lo atendían. La mujer compartió con él sus víveres que llevaba en su morral, los había comprado en el pueblo cercano, eran para sus hijos, seguramente ya estarían alarmados de la tardanza de su madre, pensó ella.
No le obedecían sus piernas, seguía alterado, le dijo a la mujer: ¡No te ví llegar! Ella trataba de distraerlo, platicaron de sus ocupaciones, él de su peregrinar, conversaron de sus familias, del abismo que debía varias muertes y de ese paisaje que era salpicado y alimentado por el arroyo.
Aún tambaleante, apoyado en una rama gruesa, como bastón, y en el hombro de la mujer, lograron llegar a la entrada del pueblo. La mujer había perdido los zapatos en esa hazaña, el aspecto de los dos era lastimosa. El hombre le pidió que lo dejara descansar en el tronco de un árbol caído y que ella siguiera su camino. Ella quería repelar, deseaba llevarlo a un lugar seguro, cuando el hombre la interrumpió: ¡Soy un mago, pide lo que más anhelas, poder, oro, salud, habla y te será dado!, su voz sonó con estruendo.
Temerosa, incrédula, divertida y curiosa, lo miraba con disimulo. El mago insistió: ¡Sólo pide, sólo una cosa, apresúrate, tus hijos lloran! Pensó en sus hijos sufriendo por ella e inmediatamente se alejó apresurada, a pesar de las heridas de sus pies descalzos, no había avanzado mucho y, a un par de metros, el mago obstaculizaba su camino, ¿cómo logró llegar antes? ¿realmente es un mago?, ella se preguntó en su mente. ¡Sí!, contestó el mago con más estruendo.
El miedo era real. Ella quería huir, gritar. El mago habló dulcemente: ¡No temas! ¡Sólo pide y te dejaré ir! Sintió confianza y preguntó la mujer: ¿Lo que más deseo, me lo darás? El mago afirmó. Dijo ella: ¡Deseo la capacidad de dar amor!, su voz firme, no dejó dudas. El mago le contestó: ¡No te puedo dar lo que ya posees!. La mujer lo miró fijamente, con duda, sorprendida. El mago aclaró: ¡Cada vez que miras a alguien abrazas su alma, besas heridas, es intangible, te guardan en ellos; posees dos sonrisas, una de ellas da fuerza y paz; la otra, tranquilidad y alegría; tu entrega es completa e incondicional; tu corazón, aún roto, es constructivo, benigno; tu amor refleja el bien y el mal..."
El silencio imperaba. Sólo se observaban. El mago, turbado, reiteró: ¡Pide algo, cualquier cosa! La mujer contestó sin vacilar: ¡No necesito nada más!, esta vez, sonriente, le dio un beso en la frente al mago y se alejó. El mago se quedó confundido, dudaba y un ligero temblor surgió de su pecho. Su capacidad sobrenatural, su poder, nada le habría funcionado, nada le había sido develado, ni salvado; el resultado, contrario a su ciencia oculta, arcaica, fue más maravilloso e inexplicable: "¡Se había perdido en el abismo infinito de esa tierna mirada!".