En lo profundo de la selva, una vez vivió un enorme león de garras afiladas y colmillos horripilantes, pero a pesar de su aspecto tan feroz, aquel león de nombre Gentilio no era capaz ni de asustar a una simple mosca, y era tan bueno y gentil que los conejos y las aves jugaban a su alrededor sin temor alguno.
La historia de nuestro león no es una historia cualquiera. Cuando la cigüeña lo trajo volando al mundo, Gentilio era una bola de pelos muy pequeñita, y como la cigüeña estaba atrasada en las entregas, mezcló al leoncito con siete corderitos de igual tamaño, y así partió hacia el rebaño de ovejas para entregar los nuevos bebés.
Al verla acercarse, las ovejas se congregaron nerviosas y cuando por fin tocó la repartición, cada una de ellas logró llevarse un hermoso cabrito, excepto la oveja Bibi, que al ver a Gentilio por primera vez, se quedó enamorada del pequeño león y decidió criarlo y protegerlo con mucho amor y cariño.
Cuando la cigüeña se dio cuenta de su error, ya era demasiado tarde. “Me he equivocado y debo devolver el león a su verdadera madre”, intentaba explicar la cigüeña mientras Bibi apretaba el leoncito contra su pecho. Cuando por fin se dio cuenta que no podría convencer a la oveja, la cigüeña se marchó refunfuñando mientras repetía: “Está bien, quédate con él y que tengas suerte”.
Pero la verdad es que Gentilio no tuvo una niñez fácil. A pesar del amor de su madre, el leoncito no podía dejar de notar que era muy diferente al resto de las pequeñas ovejas. Con el paso del tiempo, le crecieron enormes dientes, garras puntiagudas y un rabo largo y peludo. Por si fuera poco, Gentilio nunca aprendió a saltar como el resto de sus amigos, ni tampoco sabía embestir o balar, que es el sonido que emiten las ovejas.
Tanto se burlaban del pobre león que se la pasaba todo el día cabizbajo y llorando, excepto cuando su madre le consolaba y lo acurrucaba.
Un buen día, Gentilio se acercó a un lago para beber agua, y como nunca había visto su reflejo se asombró de ver que no se parecía en nada a las ovejas con quienes vivía. Su nariz era ancha y acompañada de largos bigotes, su pelaje era amarillo, y sus orejas no eran puntiagudas, sino redondas y grandes.
“Tengo la nariz ancha porque siempre tengo miedo, soy de color amarillo porque me paso todo el tiempo triste, y para colmo, mis orejas son redondas de tanto que he llorado. Soy el carnero más feo del mundo”, repetía entre sollozos el desdichado de Gentilio, sin saber que él no era una oveja, sino un león hermoso y fuerte.
Toda la tarde se la pasó Gentilio asomado en el reflejo del lago, lamentándose de su horrible aspecto. Sin embargo, a la caída de la tarde, el león oyó varios gritos desesperados a lo lejos: ¡Eran las ovejas! Un terrible lobo las acechaba para comérselas, y cuando Gentilio arribó al lugar pudo ver que el lobo estaba persiguiendo nada más y nada menos que a su querida madre Bibi.
Las ovejas corrían en todas las direcciones muertas de miedo, pero Gentilio no sabía qué hacer. El lobo estaba cada vez más cerca de atrapar a Bibi y cuando estuvo a punto de tragársela, Gentilio sintió algo raro en su interior. El miedo se había convertido en furia, y sin notarlo, había asomado sus enormes garras y sus colmillos mientras rugía con toda la fuerza de sus pulmones.
Tan grande fue su rugido que todas las ovejas se quedaron inmóviles, y por supuesto, el lobo también se detuvo contemplando con asombro a Gentilio. Sin pensarlo dos veces, el lobo se mandó a correr a toda velocidad, huyendo lejos del lugar para nunca volver, y así fue como las ovejas pudieron quedar a salvo y respetaron desde ese día al noble de Gentilio, que aunque seguía jugando con las aves y los conejitos, nunca más pudieron burlarse de él.