Lo curioso es que casi siempre me arrepiento en cuanto lo hago. Empiezo a pensar en mi cara con él, en si se me rizará mucho con el calor, en si me molestará o en si me lo habré dejado justo a la altura de las pestañas y me estará fastidiando todo el día. Pienso en mi mano derecha retirándolo todo el tiempo y en mis resoplidos levantándolo cual cortina al viento. Pienso en todos los contras mientras mi voz interna va rezando entre dientes… “Ya es tarde, nena”. Que no es que no me guste cómo me queda… es otra cosa; debe ser una especie de sensación de bajón tras el subidón o algo parecido. Y pienso en por qué lo he hecho, como si cortarse el flequillo a una misma fuera ilegal. Y pienso que debería haberle cambiado el tema WordPress al blog, que eso no me supone traumas y me mantiene más distraída todavía (cambiar el tema del blog es la segunda cosa que hago cuando quiero un cambio). Pero qué más dará, ahora ya está hecho. Entonces, en ese instante, es cuando la famosa frase me viene a la cabeza para dejarme más tranquila: El pelo crece.
Y es que es cierto, el pelo siempre crece. Cortarse el pelo, tomar la decisión de si corto o largo, es una basura de decisión, porque sabes que en realidad será temporal, no es algo que perdure ni nada que de verdad suponga un cambio. Cortarse el flequillo es el parche de los cobardes, la tirita de quien necesita sentirse héroe por un día. Pero siempre es mejor eso que nada… ¿no? A veces basta con que hagamos aquello que tenemos a mano… ya sabéis, eso de proyectar en pequeñas cosas grandes cosas. Supongo que tiene que servir de algo.
Me anima no ser la única que se corta el flequillo buscando en lo banal el atrevimiento que le falta en lo primordial. Al final todos somos un poco-bastante iguales y buscamos emoción en la variedad, en el tinte nuevo, en los zapatos nuevos, en el sitio nuevo que nos disponemos a probar. Y todo ladrillo hace castillo. Todo pequeño salto sobre uno mismo puede ser el ensayo de un gran paso hacia adelante, quién sabe. El inconveniente llega cuando todos los ensayos se quedan en eso, en simples prácticas que nunca significarán un punto de más en el examen; lo chungo viene cuando el ligero movimiento, ese pequeño acto, se queda en la superficie de lo que nunca contará.
A veces solo tapamos agujeros como un obrero va tapando con yeso lo que falla o lo que falta en un edificio. Buscamos fuera de nosotros lo que sabemos que solo encontraremos dentro (por eso precisamente, para no llegar nunca a encontrarlo) y le giramos la cara a la realidad que hemos de afrontar. Y no vale de nada que cambiemos algo de nuestro aspecto, porque ese corte, tinte, zapato o local no cambiará jamás la palabra que no nos hemos atrevido a mencionar, la persona a la que nunca hemos tenido la valentía de abrazar de verdad, la relación que no hemos tenido las narices de eliminar o de comenzar. Nada. Ninguno de esos cambios simples y vacíos cobrará sentido hasta que no vayan dirigidos a cambiar en general y por dentro; han de ser como la crema hidratante al filtrar, como el sol al broncear, como la sangre al penetrar en cada órgano vital.
Porque dime tú si no has hecho alguna vez una cosa sin razón de ser sólo por el hecho de alargar otra a la que no eras capaz de enfrentarte. No sé, por ejemplo hablar por hablar, coser un botón, pintar con boli azul en una libreta cuadriculada, maquillarte para luego lavarte la cara, hojear fotografías, leer frases, diseñar acciones que nunca sucederán porque nunca te atreverías sin dos o tres copas o sin dos o tres vidas (o más)… y una lista interminable de absurdeces que sin duda llevarías a cabo antes de descolgar y decir que sí.
Que sí.
Que ya te cansaste de tantos nos.
Que ahora, tal vez, solo quieras una clase de “nos”: primera persona del plural.
Qué cobarde es cortarse el flequillo ahora que lo pienso.
Qué cobarde es escudarse tras unas tijeras.
Qué cobarde es posponer lo que una siente.
M.
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