(Tokio, 1886-Yugawara, 1965)
Se dice que los amantes del té, al oír el ruido del agua hirviendo, que a ellos les evoca el viento en los pinos, experimentan un arrebato parecido tal vez al que yo siento.
Se ha dicho que en la cocina japonesa no se come sino que se mira; en un caso así me atrevería a añadir: se mira, ¡pero además se piensa! Tal es, en efecto, el resultado de la silenciosa armonía entre el brillo de las velas que parpadean en la sombra y el reflejo de las lacas. No hace mucho, el maestro Sôseki celebraba en su Kusa-makura[1] los colores del yôkan[2] y, en cierto sentido, ¿no inducen también esos colores a la meditación? Su superficie turbia, semitranslúcida como un jade, esa sensación que dan de absorber hasta la masa la luz del sol, de encerrar una claridad difusa como un sueño, esa concordancia profunda entre los tonos, esa complejidad, no podemos encontrarla en ningún dulce occidental. Compararlos con cualquier crema sería superficial e ingenuo.
Coloquemos ahora sobre una bandeja de dulces lacada esa armonía coloreada que es un yôkan, sumerjámoslo en una sombra tal que apenas se pueda distinguir su color, se volverá mucho más propicio a la contemplación. Y cuando por fin nos llevemos a la boca esa materia fresca y lisa, sentiremos fundirse en la punta de la lengua algo así como una parcela de la oscuridad de la sala, solidificada en una masa azucarada y a ese yôkan, que en realidad es bastante insípido, le encontraremos una extraña profundidad que realza su gusto.
No cabe duda de que todos los países del mundo han buscado la armonía de colores entre los manjares, la vajilla e incluso las paredes; en cualquier caso, si la cocina japonesa se sirve en un lugar demasiado iluminado, en una vajilla predominantemente blanca, pierde la mitad de su atractivo. Observemos por ejemplo el color de la sopa roja de miso[3] que consumimos todas las mañanas y comprenderemos fácilmente que haya sido inventada en las sombrías casas de antaño. Un día en que me habían invitado a una reunión de té, me ofrecieron miso y al ver a la luz difusa de las velas aquella sopa cenagosa, color de arcilla que siempre había tomado sin prestar atención, estancada en el fondo del cuenco de laca negra, descubrí de repente que tenía una profundidad real y un tono de lo más apetitoso.
También el shôyu[4], esa salsa viscosa y reluciente, sobre todo si se usa esa variedad espesa que se llama tamari, como se hace en la región de Kioto para condimentar el pescado crudo, las legumbres confitadas o hervidas, gana mucho visto en la sombra y forma con la oscuridad una armonía perfecta. Por otra parte el miso blanco, el tôfu[5], el kamaboko[6], la harina de patata, los pescados blancos, en fin, todos los alimentos blancos, no pueden quedar realzados si se ilumina su entorno. Para empezar, el arroz, sólo con verlo presentado en una caja de laca negra y brillante colocada en un rincón oscuro, se satisface nuestro sentido estético y a la vez se estimula nuestro apetito. No hay ningún japonés que al ver ese arroz inmaculado, cocido en su punto, amontonado en una caja negra, que en cuanto se levanta la tapa emite un cálido vapor y en el que cada grano brilla como una perla, no capte su insustituible generosidad. Llegado a este punto, se da uno cuenta de que nuestra cocina armoniza con la sombra, de que entre ella y la oscuridad existen lazos indestructibles.” (…)
(…)” Algunos dirán que la falaz belleza creada por la penumbra no es la belleza auténtica. No obstante, como decía anteriormente, nosotros los orientales creamos belleza haciendo nacer sombras en lugares que en sí mismos son insignificantes.” (…)
“Nuestro pensamiento, en definitiva, procede análogamente: creo que lo bello no es una sustancia en sí sino tan solo un dibujo de sombras, un juego de claroscuros producido por yuxtaposición de diferentes sustancias. Así como una piedra fosforescente, colocada en la oscuridad emite una irradiación y expuesta a plena luz pierde toda su fascinación de joya preciosa, de igual manera la belleza pierde su existencia si se le suprimen los efectos de la sombra.
En una palabra, nuestros antepasados, al igual que a los objetos de laca con polvo de oro o de nácar, consideraban a la mujer un ser insuperable de la oscuridad e intentaban hundirla tanto como les era posible en la penumbra; de ahí aquellas mangas largas, aquellas larguísimas colas que velaban las manos y los pies de tal manera que las únicas partes visibles, la cabeza y el cuello, adquirían un relieve sobrecogedor. Es verdad que, comparado con el de las mujeres de Occidente, su torso, desproporcionado y liso, podía parecer feo. Pero en realidad olvidamos aquello que nos resulta invisible. Consideramos que lo que no se ve no existe. Quien se obstinara en ver esa fealdad sólo conseguiría destruir la belleza, como ocurriría si se enfocara con una lámpara de cien bombillas un toko no ma de algún pabellón de té. (…)
Referencias:
(1) Kusa-makura: “La almohada de hierba” (fórmula poética asociada tradicionalmente a “viaje”), novela de Sasume Sôseki, publicada en 1906.
(2) Yôkan: Es un dulce gelatinoso parecido a nuestras frutas glaseadas.
(3) Miso: Es una pasta de soja fermentada con sal y levadura, hervida y picada. Se utiliza como base para una sopa que es ingrediente obligado en los desayunos japoneses.
(4) Shôyu: Se trata de una salsa marrón a base de soja fermentada, condimento esencial en la cocina japonesa.
(5) Kamaboko: Pasta espesa que se obtiene de la carne de algunos pescados blancos.
Nota: Este fragmento corresponde al libro “El elogio de la sombra”, publicado en 1933.