Igual es un poco exagerado, odiar, odiar, tampoco, pero me cayó un poco mal.
Fue sólo una noche, pero te aseguro que fue de las peores que he pasado en la autocaravana (por supuesto, sin contar con el día de la ciclogénesis).
Te pongo en situación, enero, un frío helador, dos personas y tres perros.
En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, hacía un frío que pelaba, y La Cirila, decidió, por cuenta propia, (sin cuorum ni nada) que ese día la calefacción no iba a funcionar.
Siendo las 12 de la noche, había que tomar una decisión, volver a casa (con calefacción) o aguantar y esperar al día siguiente a solucionar el asunto.
Estos son los gajes del novato autocaravanista, las autocaravanas, llevan fusibles, y además unos cuantos, y ¿cómo encontrar el que estaba fallando? Misión imposible cuando es tu primer viaje y a duras penas sabes dónde está cada cosa.
Decidimos aguantar aquella noche, sin calefacción, a unos cuantos grados bajo cero, y sin la expectativa real, de solucionar aquello.
Dormimos (vale, dormí, el capitán es más valeroso) con guantes, pijama, calcetines e incluso gorro de lana.
Pero como decía mi abuela, mañana será otro día, y resolvimos esperar a la luz del día.
Al día siguiente, después de un buen chocolate con churros para entrar en calor, con el estomago lleno se piensa mejor, encontramos el fusible que nos había robado la calefacción y nos había regalado una noche heladora, de esas que dejan chupones en el exterior de la autocaravana.
Y por fin pudimos continuar cual grácil corcel.
La entrada El día que odié a la autocaravana ha sido publicado en Autocaravana y manta.